‘Cowboy de Copenhague’ (miniserie), de Nicolas Winding Refn. Yo soy el exceso

En realidad, me despierta cierta conmiseración el usuario standard de Netflix que llegue hasta esta serie tentado por una sinopsis que desprende aroma a lugar conocido, a “sitio seguro” de plataforma televisiva. Parece que va de crímenes, de una mujer misteriosa, de algún intríngulis por resolver… ¿asesino en serie, prota traumada, música cool para acompañar a la transición entre escenarios policiales acordonados con cinta amarilla? ¿Qué puede salir mal? ¿Voy calentando las palomitas?

Amigo. No, no, esto es de Nicolas Winding Refn. O como a él le gusta firmar ahora (cuál grafitero en prácticas, con mucho muro virgen en los aledaños de inciertos nudos ferroviarios): NWR. Agárrate, que vienen curvas.

Me he imaginado siempre a este danés como un tipo sobrado, altivo, convencidísimo de su talento (bueno, hay unos cuántos daneses en la historia del cine reciente a los que imaginarse así). Fobias transnacionales al margen, Nico debía de ser ese Don Perfecto de instituto a los que todos recordaréis sin excesivo cariño, oteando el infinito detrás de sus gafas de sol, al otro lado del patio. Vestiría a la moda pero sin parecerlo (capitalino, decimos en las ciudades de provincia), pondría cara de haber pasado por cosas con las tú ni siquiera podrías llegar a fantasear, escuchando grupos indie de los que nunca habías oído hablar y dando por supuesto que su actual paso por una institución de enseñanza era fruto de un lamentable malentendido. Sí, he descrito a un tipo bastante hostiable.  

Pero es que estamos ante uno de los “modernos” en el sentido más despectivo del término. Un tipo que supedita todo su cine a unas formas recargadas, a una puesta en escena que no deja de ser un cruce imposible entre Sergio Leone y Baz Luhrmann, entre lo lisérgico y lo operístico. A veces le funciona, otras veces no (y adelanto que soy de los que creen que aquí, en Cowboy de Copenhague, le funciona muy bien).

Recuérdese que entre 2008 y 2011 encadenó tres filmes hipnóticos e inclasificables, tres perros verdes que exploraban nuevas formas de abordar el género carcelario, el histórico, hasta el mismísimo noir. Bronson, Valhalla Rising y Drive fueron un crescendo hacia la destilación formal, pero también hacia la dictadora de la factura visual. Ya no era necesario ni mcguffin argumental: al espectador se le invitaba a la recurrente y sublimada “experiencia” (el falso sinónimo de trascendencia que se utiliza ya tanto en el mundo del arte como en el ámbito empresarial), a caer extasiado ante danzas de cuerpos sin alma, colores fosforescentes sacados del pop art, texturas y sonidos que solo dejan opción al trance o al aburrimiento.

Y ahí se detuvo su ascensión. Porque las siguientes Solo Dios perdona (2013) y The Neon Demon (2016) no pudieron defenderlas ni los más acérrimos: cine pretencioso, molón, falsamente amoral, de purpurina y poster para habitación de adolescente desnortado.

Así que imaginaros mi sorpresa al ver aparecer una de sus producciones en la ramplona parrilla de novedades netflixeras. ¿De verdad? ¿Y ahora qué? ¿Canto de cisne, reinvención, redención o rendición?

Pues ahora más de lo mismo, pero… no tan mal, oye, no tan mal. Cowboy de Copenhague exime al Nicolas más autista: porque sí, porque indudablemente demuestra tener universo propio. Y sí, indudablemente puede resultar epatante.

Algún lugar indeterminado en la Dinamarca contemporánea. Miu, chandalera y silenciosa, parece ser la mascota del lumpen más supersticioso. Utilizada como “moneda de la suerte”, su mera presencia en el lupanar adecuado parece asegurar prosperidad y proyección en todo tipo de negocios ilegales paralelos.

Su periplo (tan de vaquero a la deriva llegando a pueblo por pacificar) arranca con las mafias albanesas para terminar buscando refugio en su equivalente chino. El Mal, con todo, está reservado a una estirpe local: aristocracia decadente de antiguo palacio, bosque aledaño en el que dejarse arrastrar por instintos animales y psicopatías hereditarias.

No hay mucho más que contar porque esto no va de tramas complejas, de diálogos brillantes, de personajes siquiera verosímiles. Esto es un coctel loquísimo entre cuento de Christian Andersen, geografía lynchniana y película de Bruce Lee. Y es que a este hombre siempre le han gustado los sopapos, la testosterona desatada y los bajos fondos con algo de purgatorio atestado de azules Klein.

La lucha de neones (entre su violeta y su grana, entre su rojo putanesco y sus lirios parpadeantes) es aquí el enfrentamiento entre la doliente Miu (con eterna cara de obrera deprimida en film de Robert Guédiguian o, si me pretendéis más cultivado, de Pietà marmotétrica) y todas las representaciones posibles de la maldad y el vicio: feminicidas, proxenetas, trapicheros, abogados serviles.

Los recursos son los habituales de Nicolas: kilómetros y kilómetros de travellings pausados, tomas generales que acaban en el detalle o viceversa, ensoñaciones circulares, lentos planos secuencia que ubican, desarman y envuelven. Electrónica sofisticada (más bien como si la Wendy Carlos de las partituras kubrickianas hubiese tenido un mal viaje en Ibiza), algo de luz estroboscópica, estudios pictóricos, guiños que pueden ir desde Dreyer (hay milagros, hay resurrecciones muy danesas) a los prerrafaelitas. Todo vale y si no te gusta… pues oye, no será porque no tienes otros productos más convencionales entre los que elegir.

NWR nos entrega un territorio, un damero de juego en el que desarrollar una extraña partida entre fuerzas perversas cuasi vampíricas y poderes omnívoros comandados por héroes o semidioses corporativos. ¿Qué esto no va “a ningún lado”? ¿Y qué serie actual va hacia alguno? Si sois de los que todavía os dejáis fascinar por quien os impele a ello, aquí descubriréis un artefacto tan enervante como sofisticado; una excusa para que Winding coleccione arrebatadoras escenas que demuestran que la fuga cinematográfica sin amor quizás sea una experiencia vacía… pero hay que reconocer que sigue siendo una de las mejores.

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