Márta Mészáros (I). La forja de una cineasta (desde Rusia sin amor)

“La educación es un arma cuyo efecto depende de quién la tenga en sus manos y de a quién apunte.” Stalin

Una docena de películas después, ya sé que ‘servus’ –en húngaro y en otros muchos idiomas- sirve lo mismo para saludarse que para despedirse. Y que me falta mucho contexto para entender lo importantes que fueron las películas de Márta Mészáros para los coetáneos que estaban también bajo la hégira de Soviet Supremo y, sobre todo, para sus compatriotas.

Salgo de ver Dos mujeres en la Filmoteca de Barcelona y una húngara que recuerda sus primeras películas del cineclub de la universidad nos aclara la importancia de ese beso que da la protagonista a un supuesto extraño, el primer beso en 15 años a alguien que no fuese su marido. Él era mucho más que un secundario: se trataba del disidente ruso Vladimir Vysotski y ella era Marina Vlady, su mujer en la vida real. “La gran Marina Vlady”, subraya emocionada.

En 1977, todavía había que saber leer entre líneas en Hungría (¿acaso no en España?). Vysotski, cantautor a la contra bastante incómodo para el régimen, se había casado en 1969 con una francesa que logró asomarse esporádicamente al otro lado del telón de acero. La Vlady fue mucho más que esa Brigitte Bardot de baratillo con la que se la ventilan numerosas monografías: lo mismo trabajaba con Jean-Luc Godard y Orson Welles que presumía de antepasados rusos (su padre, sin ir más lejos). Porque detrás de Vlady había, en realidad, el rimbombante apellido De Poliakoff-Baïdaroff. Y una activista social que debía de sentirse bien cómoda trabajando con otra mujer de mirada crítica.

Nada resulta evidente porque casi todo nos resulta lejano, casi desconocido. La Hungría de Márta Mészáros fue la Hungría de 1956 -fecha que marcó a fuego su propia existencia-, pero también es la de Viktor Orban (a quién le ha dedicado más de un recadito en su filmografía más reciente). Un arco que en lo profesional abarca desde su primera película en 1968 hasta la última de 2017.

Y para entender cómo llego a ser precisamente eso (cineasta, la primera mujer en dirigir una película en su país) nos basta con tirar precisamente de su filmografía e irnos allá por los años 80 del siglo pasado. Y hablar de una trilogía de diarios en los que ficcionó su propia vida -o lo que quería recordar de la misma- desde 1937 a 1957.

La semblanza de Márta Mészáros empezará pues para nosotros con su propia historia filmada y dedicada, en tres entregas, a hijos, a amantes y a progenitores. Es curioso el reparto de asignaciones, pero también la temática de cada una. En Diario para mis hijos (1984) nos cuenta precisamente que hacía novillos y prefería tirarse las tardes en el cine (que digo yo que no parece muy edificante como herencia para sus descendientes). Diario para mis amores (1987) vendría a ser un aviso para navegantes: soy tozuda, cuando me empeño el algo lo consigo y nadie podrá estar a la altura del primer hombre al que amé. En Diario para mis padres (1990) les cuenta a estos precisamente lo que nunca pudieron vivir: el alzamiento contra la URSS, habiendo sido ambos víctima (directa o indirectamente) de las purgas estalinistas de finales de los años 30.

Diario para mis hijos fue la única de las tres rodada en blanco y negro. El encargado de la fotografía fue su propio hijo, Nyika Jancsó. El apellido os sonará: efectivamente, lo tuvo junto al director húngaro más (re)conocido de la historia, Miklós Jancsó. Su relación “oficial” abarca de 1958 a 1968. Curiosamente, todo lo que nos cuenta la Mészáros en sus tres diarios concluye en 1958, la fecha en que su marido rodó su ópera prima. Y la primera película de ella (1968) no llegó precisamente hasta que puso fin a dicha convivencia…

Pero volvamos a la biografía filmada, a la ficción sin maquillar. Los diarios están salpicados de una serie de flash backs evocadores que se repiten de manera obsesiva. Son los escasos recuerdos que la directora atesora de sus padres. Un paseo de la mano de su madre no lejos de la casa donde vivía. Los juegos en el bosque con su padre. Y una pesadilla recurrente: su padre, vivo, en el fondo de una cantera. Un escultor condenado a obtener bloques de piedra que jamás podrá labrar con el cincel.

Acabada la Segunda Guerra Mundial la joven Juli (el alter ego de Márta Mészáros) aterriza en Budapest desde algún recóndito rincón del Kirguistán. Con ella va lo que queda de su familia: unos abuelos más o menos postizos y la promesa de una madre adoptiva con proyección dentro de los cargos intermedios del Partido. Se llama Magda (interpretada por otra dama del cine del este, Anna Polony, a la que habréis visto sin ir más lejos en el decálogo televisivo de un tal Krzystof Kieslowski) y durante todos los diarios será la encargada de representar -y de qué manera- el incontestable poder que tuvieron las directrices moscovitas sobre sus países satélite.

Ni rusa ni húngara, extranjera en su propio país. Juli se siente deslumbrada muy pronto por la avasalladora personalidad de János (interpretado por el actor fetiche de la Mészáros, Jan Nowicki, capaz de representar todas las obsesiones (y los fracasos) de la masculinidad). Un ingeniero realmente volcado en el proceso revolucionario y que bien pronto sufrirá la persecución paranoica de un Partido para el que los planes quinquenales son la única fe verdadera.

Un amor platónico, un temprano interés por el cine y una oposición frontal a cuanto le sonase a imposición. Esas son las tres líneas fundamentales para entender una adolescencia triste, la tentación de la huida, una temprana necesidad de entender -y aprender a contar- lo que de verdad estaba pasando.

Pero Juli no era ninguna heroína trágica. En Diario para mis amores entendemos que acabó haciendo lo que le hizo la real gana, aprovechándose en cierta manera del influjo que tenía sobre su esforzada madre adoptiva. Magda la consiente, sí, pero también trata de marcar absurdamente su itinerario vital. Juli no tardará en comprender que puede darle la vuelta a la tortilla: utilizar en su beneficio el papel cada vez más influyente de la que va camino de convertirse en miembro de pleno derecho de la nomenklatura.

Rechazada en la escuela de cine de la capital húngara por razones peregrinas, decide poner rumbo a la capital de los soviets en un viaje que tiene un único objetivo: acabar haciendo cine cueste lo que cueste. Con imaginación y alguna que otra mentira piadosa, Juli se cuela en unos estudios prácticamente vetados (para una húngara y para una mujer, independientemente de lo socialista que diga ser).

En lo que se refiere al arte y a la estética (impuesta), son los tiempos del realismo socialista, de las insoportables películas de campesinos sonrientes, stajanovistas dejándose los riñones en la fábrica y tractores desfilando en columna de a tres. Al fondo, la figura siempre hierática de Iósif Stalin: mostacho, niños alrededor, blanco inmaculado y saludo-bendición ambidiestro.

Tuvo como maestros a genuinos supervivientes del cine soviético clásico (Dovzhenko, Pudovkin), pero lo cierto es que cualquier argumento que quisiese filmar quedaba lastrado por la omnipresente ideología de Partido. Y esta era ciertamente imprevisible: hoy Tito era un vendido al capitalismo, mañana un aliado de la URSS. Las caídas en desgracias se sucedían, los actos de “autocrítica”, la censura de cualquier información que contraviniese la lógica moscovita. A Juli le enseñan en la escuela que ella es la que controla el mensaje y que la Verdad es una materia volátil y reinventable (no han cambiado tanto las cosas, bien mirado).

Con la muerte del dictador vendría el revisionismo y la rehabilitación de personajes que ya llevaban unos cuántos lustros bajo tierra. A su padre también le llegó el momento, aunque la “redención” fuese puramente testimonial; tras mucho inquirir, mucha espera y pasillo solitario, a Juli se le confiesa una verdad tan incómoda como aséptica: muerto y enterrado vaya usted a saber dónde.

Juli fue conveniente aleccionada por el sistema y Mészáros no presume de ningún pensamiento refractario que la inmunizase contra el bombardeo propagandístico. Lloró a Stalin como la que más en aquel ambiente de histeria colectiva. No pasarían más que un par o tres de años antes de que le llegasen confusas noticias sobre lo que estaba pasando en su propio país…

En Diario para mis padres se nos relata el alzamiento húngaro de 1956 y su inmediata y brutal represión. Imre Nagy, primer ministro por aquellos días, había sido una figura bastante discutida por sus compañeros comunistas del Politburó. A la muerte de Stalin muchas cosas fueron posibles, incluso que un reformista como él acabase dirigiendo aquel país, siempre bajo el paraguas de Malekov.

Cuando se rueda Diario para mis padres, los restos de Nagy habían sido por fin devueltos a su familia. Era junio de 1989 y en aquél verdadero funeral de Estado largamente postpuesto se escucharon proclamas en contra de las tropas rusas, igual que en 1956. Solo que al año siguiente habría elecciones democráticas y solo dos años después se disolvería el Pacto de Varsovia.

Desde la capital soviética Juli es incapaz de saber qué es lo que está ocurriendo: el cerrojazo informativo es total. La semana trágica húngara será la primera finiquitada a sangre y fuego y Nagy será discretamente ahorcado dos años después tras sufrir todo tipo de perrerías.

Pero la Juli que por fin logra volver a Budapest poco sabe de lo realmente ocurrido, del trauma colectivo que acompañará a sus compatriotas durante varias décadas. Su querido János ha pasado definitivamente a la clandestinidad y el miedo y la desconfianza se han instalado en la ciudadanía.

Durante una celebración de final de año muy bergmaniana (y que ocupa un tercio del metraje), Juli los volverá a ver a todos juntos por última vez. A Magda, la estalinista que, como tantos otros intelectuales europeos, todavía es incapaz de entonar el mea culpa y reconocer lo evidente: que ha colaborado con un régimen totalitario. Y también está ahí János, dubitativo entre el exilio y el martirio. Desnortado, abatido, frágil por primera vez. El entendimiento entre ambas partes ya resulta del todo imposible: pesan demasiado los centenares de muertos que dejaron el millar de tanques durante aquél fatídico noviembre de 1956. Uno y otro, enrocados en sus posiciones, blanden sendas pistolas como único salvoconducto para los tiempos convulsos que se avecinan.

Por cierto que la joven Juli (el alter ego de Márta Mészáros) estaba interpretada por Zsuzsa Czinkóczi. Madre soltera desde los 17, cuenta la leyenda que cuando Diario para mis hijos obtuvo el Gran Premio del Jurado en Cannes, la televisión fue a entrevistarla en casa y todo el país pudo ver las condiciones paupérrimas en las que vivía. La cosa tuvo el suficiente impacto como para que le asignasen un hogar más holgado… un pisito de soltera de 27 metros cuadrados gentileza del avergonzado Partido.

Por último y por si os puede la curiosidad, recordaros que existe un cuarto diario rodado diez años después de la tercera entrega (Kisvilma. Az utolsó napló). Pero en esta serie de artículos, nuestra semblanza de la Mészáros concluirá apenas un año después de la caída del muro de Berlín. Para ella fueron años de premios, consolidación y… absoluta ignorancia no mucho más allá de las fronteras de su propio país. 

¿He dicho ya que la muy insensata era húngara, mujer y que quería hacer cine?

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