‘La fiebre de Petrov’, de Kirill Serebrennikov. Kafka en la nieve

Encuadrable en esa tendencia ambiciosa e imperfecta que acaba por engendrar casi siempre un cine excesivo e histérico en el que se dan cita desde el desvarío onírico a la fuga febril, la última película de Kirill Serebrennikov nos devuelve a una Rusia pesadillesca donde convive lo viejo y lo disfuncional, envuelto todo ello en una añoranza desmitificadora hacia aquella infancia (todavía) soviética que tuvieron los ahora ya cuarentones.

La odisea empieza y termina en un abigarrado autobús repleto de prejuicios, glorias pasadas y frío, mucho frío. Termina el año y Petrov se arrastra, junto a una masa reprimida, derrotada y a la postre violenta, hacia ningún lugar en particular. Tose y se retuerce entre escalofríos -por mucho que lo afirme el propio interesado no, no pensamos en la gripe-, mientras su calenturiento cerebelo lo envía muy atrás en el tiempo, hasta una función de fin de curso en la que anidó por primera vez un pensamiento mágico cargado de leyendas eslavas. 

‘La fiebre de Petrov’, del director ruso Kirill Serebrennikov

En esta ¡Jo, qué noche! cargadita de vodka, filósofos orates, bromas pesadas y encuentros desafortunados, Petrov rebota de una compañía indeseable a otra desconociendo que su exmujer, bibliotecaria hartita de poetas susceptibles que organizan reuniones vespertinas, hace ya algún tiempo que ha decidido convertirse en asesina en serie poco metódica pero fatalmente efectiva.

Fríamente y con algún que otro motivo personal, Nurlanesad Fatkhiakhmetovna -para los rusos y desde el mismísimo patronímico: otra inmigrante, otra amenaza para la raza- fija sus objetivos, apuñala espasmódicamente y hace lavadoras sin acertar muy bien con el programa para ropa ensangrentada. Se sabe poseída por algún extraño sentimiento de justicia, mientras se pregunta hasta cuándo podrá domeñar los instintos que le llevan a ver a su hijo como otra víctima potencial de sus arrebatos.

Tanto a Petrov como a Nurlanesad les cuesta ya distinguir la realidad de la ficción (¿le cuesta también a esa Rusia con la que Serebrennikov ha sido siempre tan crítico?). Los personajes con los que se topan hablan de corrupción, de falta de valores, desacreditan a las democracias… nunca se sabe quién anda más borracho: si el conferenciante o el embotado oyente.

A Petrov le queda como refugio y paraíso artificial aquél comienzo de año setentero junto a la doncella de nieve, cuando todavía era posible creer en cualquier cosa. Substituta de Papa Noel, esta hada rusa (Snegúrochka) es la nieta y ayudante en funciones de Ded Moroz, un anciano con pinta merlinesca que se encarga de repartir los regalos a los niños el 1 de enero.

En el último tercio del filme conoceremos los avatares que llevaron a aquella joven anónima a acabar desempeñando el rol de la doncella de nieve ante la habitual audiencia entusiasmada, maleable y devota de la magia. Su situación personal contrasta con las bondades del mito navideño: embarazo, desencanto y progresiva alienación. También sabremos de su parentesco (¿hermana?) con el filósofo al que visita Petrov, terminando de cerrarse otro círculo de casualidades, fantasía e idealización soviética.

Quizás no exista mejor imagen para resumir este pandemónium que las aspirinas compradas al por mayor 40 años atrás por un niño que fue al economato y acabó confundiendo las vueltas. Un fármaco que sobrevive en alguna balda de la casa materna, a manera de vestigio incontestable de aquel tiempo de atonía y milagro ideológico. Por la televisión se reportan sucesos impensables (un arco iris vertical, un efecto óptico a la postre tan ilusorio como la tierra de promisión marxista); un escritor trata de darle salida a su obra maestra antes de escenificar un suicidio perfecto, mientras puedes ser asaltado en el transporte público por una lectora de chacras y áureas azules o ser abducido por extraterrestres sanadores. Tiempos extraños.

Rusia, ese cadáver enterrado a destiempo, termina saliendo por patas, huyendo de su destino para volver a subirse al autobús lastrado de la historia, de su historia de retraso ancestral, colectivismo que deviene turba linchadora y antiguas beldades que mendigan, recuerdan y asustan.

¿Huyó la doncella de nieve a Australia con su hijo tras el colapso de la URSS o es esa figura patética que importuna a los pasajeros pidiendo el importe del billete de autobús? Petrov, muerto en vida o quizás resucitado sin apóstoles que levanten acta del milagro, está condenado a este eterno retorno anual: ocupar su plaza, escuchar a sus compañeros de viaje elucubrar sobre todo lo que podría hacerse y no se hace y mirar sin entender a una realidad saturada de verdes industriales y rojos degradantes.

La fuga en 16 mm. a la infancia lo devolverá junto a unos padres practicantes del nudismo indoor, juguetes que evocaban la epopeya espacial, trineos, kinopanorama en su cine de barrio… todo vale como materia prima para su profesión quizás fallida (dibujante de comics).

Basada en la novela del estonio Aleksey Salnikov, La fiebre de Petrov es cine lisérgico, desconcertante, aparentemente casual (pero construido de una manera muy, muy cerebral). Serebrennikov emprende un camino más sutil que en la frontal y poco ambigua El estudiante (el discípulo) (2016), un filme donde esa radicalidad (ese maximalismo) de la Rusia santera y nacionalista quedaba quintaesenciado en un joven desquiciado por su desconcertante e incuestionable credo.

Fotograma de ‘La fiebre de Petrov’, del director ruso Kirill Serebrennikov

Ahora toca leer entre líneas, resultado no tanto de sus dos años de arresto domiciliario como de una madurez en las formas y en la elaboración del discurso. Petrov, como el propio director, solo puede tirar de estupor ante un tiempo y un país que ya no entiende, pero al que se haya unido con la convicción y la fuerza de los intelectuales realmente comprometidos.

Esperemos que no acabe teniendo ningún desgraciado accidente -lugar común entre los disidentes zaristas, soviéticos o putinianos- y que su cine siga documentando en clave de ficción esa Jauja irreconocible y contradictoria que es la Rusia que quiso ser un Imperio y que hemos visto retratada recientemente (y con soberana crueldad autoral) tanto en Sin amor (Andrey Zvyagintsev, 2018) como en Queridos camaradas (Andréi Konchalovski, 2021).

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