Kaneto Shindô. Resurrección y muerte del clasicismo

Este pasado mes de enero, recién llegadas de la filmoteca de Madrid y antes de proseguir peregrinaje hacia su homóloga valenciana, descubrimos en Barcelona dieciséis películas -un tercio de su extensa filmografía- del realizador nipón Kaneto Shindô (1912-2012). Todo ello merced a un codiciado ciclo gentileza de la muy activa The Japan Foundation y que nos presentó al susodicho como “hijo de Hiroshima”.
A decir verdad, de Shindô sólo conocíamos algunas generalidades biográficas, centradas casi siempre en su longeva existencia (un siglo de vida, ¡sesenta años de carrera!). Lo más relevante parecía ser que había trabajado como ayudante de dirección a las órdenes de Mizoguchi, ese director “de mujeres” (por imposiciones del estudio) que siempre ha sido sinónimo de delicadeza y buen gusto. ¿Cómo sería el cine de su pupilo? ¿Tenía siquiera sentido considerarlo como tal?
Seguro que a Shindô le hubiese gustado esa etiqueta. En 1975, sin ir más lejos, le dedicó un documental de dos horas y media (Kenji Mizoguchi, la vida de un cineasta) en el que repasaba la filmografía del también muy prolífico director, muerto de leucemia en la cuarta planta de un hospital de Kioto allá por 1956. El director que dejó Tokio tras el gran terremoto de 1923 para establecerse en la antigua ciudad imperial –a remolque de la diáspora emprendida por las principales productoras cinematográficas del momento, empeñadas en dar continuidad al show– resultaba haber sido un tipo introvertido, enamoradizo y bastante putero, para qué negarlo. Sus antiguas actrices, sus colaboradores más fieles… todos parecían estar de acuerdo en que no debía de ser muy agradable convivir con él. Pero que tanta daba: porque por encima de anécdotas suculentas ahí quedaban para los restos obras como Vida de O-Haru, mujer galante (1952), Cuentos de la luna pálida de agosto (1953) o El intendente Shansho (1954).
A modo de flashforward, en este punto nos podríamos desplazar a principios de la década de los noventa del siglo pasado. La extraña historia de Oyuki (1992) abordaba precisamente la epopeya canosa de un fornicador impenitente con pánico al compromiso, un bon vivant dispuesto a quedarse con lo mejor de Occidente y lo mejor –en la forma de una prostitución que sólo admitía mitificación vía “literatura vivencial”– de los barrios rojos nipones.
El remedo de biopic del escritor Kafu Nagai acababa centrándose en una de sus amantes más duraderas: Oyuki, dispensadora de placeres y veinteañera atada a la deuda contraída con la madame de su burdel, a años luz de los estertores glamorosos de las geishas de antaño, con una última edad de oro inmediatamente anterior al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Los bombardeos incendiarios de Tokio marcaban definitivamente la decadencia del personaje, poco más que un pornógrafo para sus conocidos, a pesar de contar con un reconocimiento tardío.
Hemos empezado, pues, hablando de destrucción. Y no es casualidad, porque el periplo tras la cámara de Shindô comienza en 1952 con Los niños de Hiroshima, un filme importante dentro de la filmografía nipona, recién liberada de la censura norteamericana. Se podía hablar por fin de las bombas atómicas, se podía contar aquél drama de carne quemada, muertos en vida, apestados que sólo podía casarse entre sí y sombras en el asfalto. Y en el mismo blanco y negro que emplearía con tanto acierto Shohei Imamura en Lluvia negra (1989).
Shindô se valió del drama de una profesora de vuelta a su ciudad (Hiroshima), con la convicción de poder reencontrarse con los antiguos alumnos de la escuela donde dio clases. Pero a los escasos supervivientes de aquella promoción la vida no les ha tratado bien: apartados, huérfanos o a punto de morir como consecuencia de la radiación… el panorama, años después de la catástrofe, seguía siendo desolador. En ese escenario, y a pesar de sus ganas infinitas de ayudar, Takako se encuentra con que no sabe muy bien cómo hacerlo: ¿separando a algún chico de sus familiares adoptivos con la promesa de una vida mejor? ¿Honrando la memoria de los moribundos? Hiroshima acababa de hallar la clave de su propia supervivencia: la conmemoración, el tributo anual, la asunción plena de su condición de ciudad mártir.
La maestra de esta odisea radioactiva no era otra que Nobuko Otowa (1924-1994), la eterna compañera de Shindô (también en lo extracinematográfico) y con la que se acabaría casando en 1978. Presente en gran parte de sus filmes, esta podría ser también la crónica de cuarenta años en la vida de una actriz generosa, polifacética y siempre moderna. La veremos hacer de tonta, de madre coraje, de vieja resentida, de estrella menguante. De todo y siempre para él.
Cuatro años antes de Las noches de Cabiria, Shindô filmó una película lumpen titulada La cuneta (1953). Un manifiesto neorrealista de la que también debió de beber el Akira Kurosawa de Dodes’ka-den (1970): arrabal, necesidad, iniquidad y mucho, mucho aprovechado.
En la tradición que acabaría imponiendo Giulietta Massina, la protagonista es una mujer maltratada hasta decir basta: robada, violada, apaleada… y sin embargo, extrañamente risueña, aunque el espectador no dude en atribuirlo a su idiocia (más tarde nos enteraremos de que la explicación es todavía más compleja: padece una enfermedad de transmisión sexual). En su huida por este Japón de especuladores y víctimas de la post-guerra acabará recalando en un barrio de barracas donde tres golfos la chulearan hasta la extenuación.
Historia de ingenuidad y sacrificio con hermosas elipsis (la de la violación, sin ir más lejos), La cuneta habla de un periodo de incertidumbre que acabaría desembocando en una de las etapas más prósperas vividas por país alguno. A las huelgas, los bancos en quiebra y las casas de geishas que quieren ser algo más (o algo menos) le sucedería la era de los trenes rápidos, las olimpiadas y la automatización industrial.
Dragón afortunado número 5 (1959) es la crónica pormenorizada de un suceso que conmocionó a Japón en 1955: un barco de pescadores que faenaba en el archipiélago de las Bikini fue irradiado por la detonación de una bomba de hidrógeno. Shindô recurre al gran formato y a los tres actos: la pesca del atún, el tratamiento de los afectados y la movilización nacional -y luto colectivo- tras la muerte de uno de ellos.
Tres actos radicalmente distintos pero igualmente naturalistas para mostrarnos la perplejidad y creciente indignación de un país demasiado acostumbrado a soportar lo insoportable. Una nueva aproximación a esa especie de empatía nacional que les hace sufrir juntos (casi siempre, eso sí, en silencio), anhelar las mismas cosas (la prosperidad de Japón, ‘manque’ gane o ‘manque’ pierda) y esforzarse… esforzarse siempre, sin esperar siquiera una recompensa tangible.
Y si hablamos de esfuerzo, ¿qué mejor película para ilustrar este “esfuerzo colectivo” que La isla desnuda (1960)? Una cinta que bebe del mejor Flaherty, incluso de El río (1951) de Jean Renoir. Minimalismo al más puro estilo japonés: una isla –un pedrusco en mitad del mar, para ser más exactos-, una familia y un día cualquiera. O una semana. O una estación. O un año entero.
La película proletaria perfecta fue premiada en el festival de Moscú, tan amante de odiseas obreras con alto grado de masoquismo. Porque Lo de La isla desnuda es ya de traca: hora y media de película sin diálogos –a excepción de la música incidental de alguna celebración y los jadeos de extenuación de los protagonistas-, con esa reinterpretación del mito de Sísifo (esta vez no hay que acarrear piedras, sino agua) que eleva a otro nivel el concepto de trabajo penoso. Sin ninguna tentación idealizadora, Shindô nos enseñaba un Japón a años luz de la supertecnificada capital.
La madre (1963) es un auténtico recital de su actriz recurrente, Nobuko Otowa. Un dramón sobresaliente sobre una madre soltera con un hijo con tumor cerebral (catarsis a la japonesa: si alguien no se va a morir en breve no hay alegría, oye), obligada a un matrimonio de conveniencia para poder costearse el tratamiento médico.
Madres, en realidad, hay dos en esta historia. La mujer abandonada en su segundo matrimonio (perdió a su primer marido en la guerra) y la madre de esta. La abuela es pragmática e interesada: ella es la que le convence para arrejuntarse con un hombre trabajador al que tendrá que aprender a querer. Sus prioridades están claras: asegurarse de que su hija tiene el dinero suficiente para valerse por sí misma, sin tener ella que prestarle nada.
El cuadro se completa con un hermano bala perdida y con tendencia a la mala vida. Un cúmulo de circunstancias adversas, en suma, que pondrán a prueba su salud mental y su capacidad de aguante. Realista, cruda y nuevamente, muy naturalista en su representación del deseo sexual (el que experimentan ambas hermanos), La madre es la primer gran película –cronológicamente hablando- de Shindô.
Y ya que hemos empezado con la temática sicalíptica, ¡qué decir de Onibaba (1964)! Una historia de terror y fornicio desquiciado en un entorno lacustre. Apenas tres personajes en mitad de un larguísimo periodo de guerras civiles (durante el cuál fue incendiada la mismísima Kioto) y que testeó la voluntad de supervivencia de quienes menos tenían.
Nuevamente, dos mujeres de dos generaciones distintas enfrentadas. Madre y nuera a la espera del retorno de un hijo –carne de cañón integrada en la infantería de algún daimio de la región-, malviviendo del pillaje a unos ejércitos disgregados. Su técnica es sencilla: esperar a que los guerreros moribundos exhalen el último aliento… o rematarlos sin mucha piedad, para hacerse acto seguido con su ajuar guerrero y malvenderlo a algún perista.
Esta relajación moral se extiende a todas las facetas de la existencia: como en las películas de Inmamura, diríase que el hombre ha retrocedido hasta una condición animal: subsistencia, instintos básicos… robar, comer y yacer con quién uno tengo más a mano. La llegada de un hombre servirá de catalizador pasional (como el Clint Eastwood de El seductor (Don Siegel, 1971)), porque en este aburridísimo espacio de juncos meciéndose al viento y cabañas en precario… algo hay que hacer para darle alegría al cuerpo, ¿no?
Onibaba –ese demonio negro que con su máscara aterroriza a nuestra joven protagonista- es un clásico del cine japonés, con esa mezcla tan querida entre lo sobrenatural y lo entrepiernil. Un correcalles bajo la lluvia donde la vileza (fruto de unas estrecheces insoportables) parece enseñorearse del metraje, agujero negro que engulle razón, dignidad y vida.
Ya ochentón, Shindô rodó un remake indoor de Onibaba titulado La lechuza (2003). Un repetitivo sucederse de crímenes en un presente imperfecto y donde las víctimas eran trabajadores del sector público: desde un policía a un operario de la compañía de la luz. Las matarifes eran madre e hija y la única apuesta formal de interés –el que todo aconteciese entre las cuatro paredes de la última casa habitada de un pueblo desertizado- se veía lastrado por giros previsibles y forzados parlamentos de personajes reaparecidos.
Pero volvamos a la fase álgida de su carrera. Vive hoy, muere mañana (1970) es una película escindida, de esas que a medio metraje pega un cambio de ritmo y de temática inesperado y pasa a ser, de una crónica adolescente de la desilusión… a un Infierno del odio con asesino en serie incluido. Muchas son las cosas que intentaba contar Shindô en esta otra crónica de su tiempo (manifestaciones en contra del tratado de seguridad EEUU-Japón incluido), con un resultado tan estimulante como desconcertante.
El agro japonés emigró masivamente a las principales capitales de la zona de Kansai coincidiendo con el boom económico de los sesenta. Tokio, Nagoya, Osaka… grandes urbes convertidas en tierra de promisión para jóvenes mayoritariamente ingenuos, convencidos de tener una oportunidad –independientemente de su apellido y formación- en metrópolis camino de convertirse en megalópolis.
Michio Yamada –un personaje que parece sacado de una novela de Mishima- es uno de ellos, llegado en levas masivas desde institutos de otras prefecturas. Su trabajo en una zona céntrica de Tokio le permitirá conocer cuál es su función exacta en este nuevo orden: “trabajar hasta que te mueras”, como le aclara uno de sus primeros jefes. No tardará en caer bajo el embrujo de los neones y la ambición de una promoción social inviable… momento en el cuál Shindô aprovecha para salpicar el filme de flashbacks, retrocediendo un par de generaciones en pos de motivaciones y rencores.
La vida de Chikuzan (1977) es un via crucis alrededor de la vida de un tañedor de shamisen parcialmente ciego, empeñado en ganarse la vida como músico ambulante. El filme no reviste mucho interés (a no ser que os interese recorrer casi toda la costa del Hokkaido de la mano del susodicho): sus múltiples decepciones, las mujeres de su vida, el amor de madre y esa música de shamisen que como tengas un mal día… parece que te taladre el cerebro sin remisión.
En sus últimas cintas, Shindô se centra en la tercera edad. En Una última nota (1995), una diva aterriza en su retiro campestre para ajustar cuentas con su pasado y renovar de paso su compromiso con la vida (lo mucho o lo poco que le quede de ella), aunque curiosamente se hable también de suicidio, senilidad e infidelidad. El resultado es una película simpática y olvidable, con extrañas casorios y enemigos públicos desequilibrados que se dedicaban a descalabrar ancianos en campos de cricket.
Voluntad de vivir (1999) es otra historia con moraleja sobre el envejecer, el dejar de valerse por uno mismo y el acabar abandonado en una residencia con alguna excusa más o menos caritativa. Nuestro protagonista comienza a ver cómo todo le falla (doble esfínter incluido), ante la total indiferencia de familiares y conocidos. Su crisis se agudiza con la lectura de un relato que nos retrotrae a La balada del Narayama: la antigua costumbre de abandonar a los mayores en lo alto de la montaña, hasta donde son escoltados por familiares directos empeñados en perpetuar la tradición.
El punto y seguido a este paseo zigzageante por la filmografía de Shindô podría ser Árbol sin hojas (1986). Un epílogo que, curiosamente, no coincide con el canto de cisne de su quehacer como realizador. Porque aunque a Shindô le pareciese increíble haber alcanzado casi los tres cuartos de siglo, lo cierto es que le quedaban 25 años más de vida.
Árbol sin hojas es una remembranza lúcida y nostálgica de la infancia y de la figura materna. En un blanco y negro que saca a la película del tiempo (es fácil confundirla con una producción de finales de los cincuenta o principios de los sesenta), Shindô eleva la figura de la mujer que le dio la vida y condena al pusilánime y falsamente digno de su padre (una especie de tótem condenado por su sentido carpetovetónico del honor, toda una alegoría del propio Japón, tan proclive a la inmolación estéril).
Desde la espesura del bosque de Nagano –apenas importunado por una hija que le visita con las novedades de la capital-, el protagonista idealiza aquellos años de autosuficiencia, arrozales y fiestas. Y asiste, desde su repetida condición de “perrito faldero” de mamá, al colapso de un sistema, al declive de una clase social que llevaba siglos amparándose en su dichosa condición de propietarios de la tierra (una circunstancia que coincide con la del propio director, descendiente de una familia de campesinos arruinados).
Tan habituados a los cerezos en flor, Shindô concluye con árboles pelados, con un genuino recital del tan japonés aware. Y es que fue precisamente esa nostalgia bien entendida la que le permitió ser mucho más que un simple hijo de Hiroshima (ciudad en la que nació, ciudad en la que murió).
En función de lo visto estos días, Shindô quizás no merezca un lugar en ese abigarrado pódium donde tenemos a los indiscutibles de la cinematografía nipona: los Ozu, Mizoguchi, Kurosawa y Naruse nacidos entre 1898 y 1910. Sin embargo, se le puede y debe estudiar como un eslabón perdido entre estos (los clásicos) y los modernísimos, venidos al mundo en las dos décadas entrantes y destinados a convencernos de que la transgresión era precisamente la gran seña de identidad heredada directamente de los pioneros. La radicalidad que ya estaba detrás de Rashomon (1950), La calle de la vergüenza (1956), Buenos días (1959) o Nubes dispersas (1967) y que también encontramos en las fantásticas La cuneta, Madre o Árbol sin hojas de Kaneto Shindô.