Asian Film Festival Barcelona (AFFB) 2021. Corea y el trabajo más allá de la vida

De la -como cada año- excesiva, multinacional y moderadamente cinéfila selección del AFFB, decidimos centrarnos en un puñado de películas coreanas que retratan el mundo laboral con inusitado verismo, alejadas de ese manso conformarse que parecemos asociar con el laborioso y poco contestatario Extremo Oriente. Algo empieza a oler a podrido en el reino de los tigres asiáticos.

Las muestras de ese creciente desencanto (el de una sociedad del bienestar sostenida a costa de maratonianas sesiones de trabajo, salarios comparativamente bajos y desembarco sostenido de empresas atraídas por la permisibilidad de la normativa laboral local) ya se ha podido vislumbrar en algunos productos, digamos, mainstream. Empezando por esa Parásitos (Bong Joon-ho, 2019), en la que una familia terminaba por hacer de la delincuencia -bastante honesta y planificada- el único modo de vida viable para seguir haciendo equilibrios en la cuerda floja de la marginalidad.

Tampoco podemos obviar la reciente e impactante El juego del calamar, un divertimento seriado y sádico sustentando en el endeudamiento a perpetuidad de una masa trabajadora obsesionada por pesadillas de triunfo, proyección social y consumismo desaforado. Una sociedad, en suma, del primer mundo.

Comenzaremos dando un paseo por los puentes que salvan el río Han, allá por la capital de Corea del Sur. Dicho así puede sonar romántico, pero la verdad es que Our Midnight (Lim Jung-eun, 2020) narra el triste encuentro (¿y posible comunión?) de dos almas no tanto gemelas como mortalmente desalentadas.

El uno es un actor siempre en ciernes, empeñado en un sueño que ya sabe que no será. Vamos, lo que vendría siendo un fracasado de libro para la altamente competitiva sociedad coreana. Así lo entiende también su pareja, que ha decidido dejar de esperar y apostar por la dichosa estabilidad. Es en este periodo de agitación emocional y de renovación de su compromiso con una carrera que sólo él ve posible cuando Jihoon decide aceptar un trabajo temporal bastante peculiar.

En pocas palabras: realizar rondas nocturnas por los puntos favoritos de los suicidas sobre el río Han. Allí trabará conocimiento con una “usuaria” potencial: la deprimida Eunyoung, a la que sus propias compañeras han hecho el vacío tras atreverse a denunciar un episodio de violencia de género, formando parte el agresor del staff de la misma empresa.

Así que de sus soledades vienen y a sus soledades van. El uno se siente atropellado por un mundo que va demasiado deprisa y en el que conservar algún tipo de esperanza trascendental pasados los 30 se considera un agravio a la sufrida colectividad. Y la otra necesita algo tan sencillo como que la escuchen y volver a existir para alguien. ¿Qué les depararán sus encuentros a medianoche?

El espacio laboral como terreno sembrado para el trauma, la imposibilidad de llevar a buen puerto cualquier vocación. Este contraste entre lo descorazonador del argumento y lo naif del tratamiento (en un notable y casi woodyallenesco blanco y negro) se convierte en el principal handicap de un director que, cuanto menos, maneja referentes elevados.

Unboxing Girl (Soo-jung Kim, 2021) nos narra con escasa garra un caso de atribución de méritos ajenos por parte de un jefe (hombre, por supuesto) aupado hasta el cargo baipaseando la tan cacareada meritocracia. Un buen enchufe le permite rebasar a la sub-directora, eterna candidata a un cargo para el que nunca fue siquiera considerada.

La cinta peca nuevamente de un desconcertante buenismo, pero no deja de ilustrar un caso de apercibimiento (más que de empoderamiento) por parte de una mujer que cree ciegamente en un sistema que solo sirve para robarle las ideas y atribuirles a otros los méritos. La consecuencia será la independencia, la desvinculación de la empresa y el retorno a una vocación aparcada.

¿Dónde falla Unboxing Girl? Le falta entrar a matar, ser realmente incisiva, hiriente. Pero lo mas inexplicable termina siendo el romance episódico entre ambos, facilitado por una inveterada afición al soju que causa estragos en la cadena de mando y en el buen juicio. El acercamiento sentimental resulta no solo improbable, sino francamente ridículo.

I don’t fire myself (Lee Tae-gyeom, 2021) se inscribe en esa ola de películas pretendidamente feministas -desde el punto de vista coreano… o quizás solo desde el punto de vista masculino- que en este otro lado del mundo nos parecen algo pueriles, ambiguas no tanto por su ausencia de subrayados sino por su endémica falta de ambición. Sí, existe denuncia de la situación de desamparo: una empleada es trasladada a una sede periférica tras ser sometida a un continuo mobbing por parte de sus compañeros varones. De esta manera acaba integrada en una cuadrilla -¡ahí es nada!- especializada en trabajos de mantenimiento eléctrico con tensión.

El absurdo comportamiento hacia la recién llegada -que va más allá del machismo heteropatriarcal: es purita estupidez pandémica- la lleva a realizar desesperados intentos por encajar, viendo peligrar su puesto de trabajo.

Porque como bien se dice durante el propio filme, el trabajo está por encima de la vida en Corea. La complicada situación personal del compañero que decide adiestrarla (¿ningún curso de formación antes de poder encaramarse a torres de alta tensión y reparar líneas de 300.000 voltios? ¿De verdad?) la lleva a desarrollar una supuesta ética profesional que está más cerca del síndrome de Estocolmo.

Porque de alguna manera nuestra aprendiz de bombero decide que aunque haya perdido a un compañero hace apenas unas horas (¿?), es buena idea acudir a la llamada de la empresa y reparar un apagón que deja sin suministro eléctrico a varias islas del archipiélago. El orgullo del trabajo bien hecho allí donde a una no se le valora en absoluto. Pues vale, oigan.

Quizás sea esta sensación de esquizofrenia en el guión lo que lastra esta muestra representativa del cine coreano más “concienciado”. La mujer es la protagonista, la situación resulta injusta, hay ganas de romper tabúes… pero las soluciones a los conflictos resultan testostesrónicas, tópicas, ridículamente heroicas.

A Leave (Ran-hee Lee, 2020) explica los escasos niveles de sindicación y la indefensión crónica del coreanos medio. Jae-bok y dos de sus ex-compañeros llevan 5 años batallando con la justicia por sendos despidos improcedentes. Cinco años acampados a pie de acera en una céntrica intersección de Seúl, repartiendo pasquines y recordando -a quien quiera recordar- que las empresas tiene alguna que otra obligación para con sus trabajadores.

Nos puede parecer más o menos obvio hasta en esta Europa en retroceso, pero es que el panorama coreano es genuinamente desolador para el asalariado. El pacto social inveterado entre Estado, multinacionales y supuestos representantes sindicales se logró hace mucho tiempo, tutelado por unos Estados Unidos con eterna mala conciencia (que se renueva con cada guerra perdida o abandonada) y que siempre vio en el amigo coreano el freno a un comunismo convertido por debajo del paralelo 38 en anatema.

En ese mundo de individualidades y sufrimiento asumido se mueve nuestro alicaído héroe. Su lucha será muy digna, pero… no, no paga las facturas de casa. Dos hijas -una de ella preuniversitaria- se encargarán de recordarle que ya va siendo hora de que pase página, que se deje de reivindicaciones y se reincorpore a la rueda.

El cansancio ha hecho mella en el trío de resistentes. Así que deciden concederse unos días de vacaciones, que serán aprovechados para efectuar un trabajo temporal en unas condiciones a años luz de las que disfrutaba como obrero especializado.

Esta economía sumergida apenas maquillada (y sus normas) han sido asumidas dócilmente por unos trabajadores en tránsito continuamente temerosos de perder su única fuente de ingresos. Microempresas con dirección deslocalizada, nula preocupación por los riesgos laborales y preferencia por emplear a gente en situación de desamparo o claro desespero. En este marco demencial el hiato de nuestro huelguista cobra sentido: se impondrá como tarea despertar cierta conciencia de clase en el que es su único compañero, mucho más joven y educado en el acatamiento y el miedo.

Hay poco planos más tristes que el del veterano descubriendo desde el piso superior que el chaval prefiere comer solo -frente a su móvil, por supuesto- a compartir la remota posibilidad de un diálogo, de un intercambio de pareceres con alguien.

Vindicado y refortalecido en sus principios, Jae-bok vuelve más convencido que nunca de la necesidad de su cruzada, de recordar a una generación educada en el desamparo y la renuncia que sus derechos son eso, derechos, por mucho que hayan apostado por la amnesia colectiva.

A Leave fue sin duda la mejor de estas cuatro cintas-resumen del descontento de otra clase media que despierta de su propia franquicia del sueño americano.

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