D’A 2020. Sección: Un impulso colectivo. Amor interespecies, muerte en la aldea y primoroso tren de sombras

Nos detenemos en tres películas españolas que destilan extrañeza, soledad y capacidad de sugestión. Todas dentro de este recopilatorio anual con lo que nos gustaría que fuese nuestro cine: Un impulso colectivo.

La reina de los lagartos (Burnin’ Percebes, 2019) arranca a lo Ben-Hur o West Side Story: con obertura musical antes de vislumbrar imagen alguna. El subidón Miklos Rozsa vira hacia el pasodoble fallero, una música -escrita y editada por Sergio Bertran, arreglada por Carles Blanch e interpretada por la banda sinfónica del barrio de Les Corts- que se va a enseñorear de un relato digamos que… diferente.

La primera imagen es casi digna de Ophlüs. Una Lola Montes dignísima ocupa el sitial, de negro y contrita. Es una legítima heredera al trono palmariano. A continuación, una serie de planos dignos del mejor kaiju (el más casposo, se sobreentiende) nos muestra a enormes lagartos enseñoreados de la ciudad de Barcelona. ¿Cómo se te queda el cuerpo, eh?

Como si los lagartos de la serie V habitasen entre nosotros -pero con un plan mucho más sofisticado, donde va a parar- la invasión empezó tiempo ha. La avanzadilla única la compuso Javier, un saurio hecho hombre en su venida a la Tierra y que se encama con Berta. Ambos se dejaron llevar por el momento, porque oye, no todas las veces se conoce a un príncipe reptiliano.

Y no os voy a contar mucho más, porque a los hechos me remito: se puede hacer una cinta de ciencia ficción surrealista con apenas media docena de personajes, un fotomatón, una parada de autobús y una catequesis con disfraz. Vecinos captados para la causa, algún que otro cura dogmático, telepatía vacuna y una pareja que tiene que dilucidar si el ‘aquí te pillo aquí te mató’ vira hacia algo más estable y duradero. Por el bien de la Humanidad, oiga usted.

Rodada en Super 8 y plagada de honestidad extraterrestre, la película de Fernando Martínez y Juan González se inscribe en ese nuevo subgénero de sci-fi povera en el que lo sublime y lo subnormal conviven en deliciosa armonía. No es que menos sea más: es que hace falta bien poco para reventarnos la cabeza a base de casticismos, épica de escalera y confabulaciones marcianas. Donde no llega el presupuesto, llega nuestro bagaje cinéfilo.

La gallega As mortes (Cristóbal Arteaga Rozas, 2019) cambia la urbe por la aldea, ese espacio reducido y misterioso que lleva explorando el cine galaico desde hace un par de lustros (Lo que arde (Oliver Laxe, 2019), Trinta lumes (Diana Toucedo, 2018), Pelerinaxes (Simone Saibene, 2016), Arraianos (Eloy Enciso, 2012)).

Sin existir elemento fantástico, sí hay fantasmagoría. Personajes encerrados en el terruño, micromundo asfixiante del que les es imposible salir a unos protagonistas incapaces de cambiar dinámicas y suposiciones que pronto devendrán obsesiones. Tenemos una muerte -o una muerta rematada- como desencadenante de la acción. No se aclara el por qué, quizás para que empaticemos con los supervivientes, obligados también a (re)interpretar la realidad.

¿Y cuál es esta realidad? Casonas esparcidas, escasa iluminación y un colmado-bar donde confluyen las fuerzas vivas del pueblo (el veterinario, el guardia civil) y las dos víctimas (según ellos) y verdugos (según nosotros). Ambos se creen engañados de una u otra manera, ambos arrastran una rabia que quiere desbordarse.

Así que esto no es un noir con pistas, investigación y resolución detectivesca. La muerta / desaparecida es la excusa para que la gente hable, para que el vecindario metomentodo elucubre. Todos se conocen y sin embargo… ninguno sabe exactamente qué ocurre en casa ajena. El engaño, pues, pasa a ser una cuestión mental. ¿Y hay algo que una más que el sentirse traicionado?

Por último, cine evocador rayano en la excelencia. Sobre el poder infinito de las imágenes pretéritas, más concretamente. En My Mexican Bretzel (Núria Giménez, 2019) la directora utiliza la vida de supuesto ensueño de Ilse G. Ringier y Frank A. Lorang (transmutados para la ocasión en los Barrett) como substrato para un descomunal ejercicio de prosa poética: tristeza en el éxito, en el peregrinar, en no estar con quién se quiere estar.

Podría uno investigar sobre la procedencia de este glorioso material amateur, filmado con los máximos estándares de calidad que se podía permitir un tomavistas adinerado. Pero a los cinco minutos deja de interesarnos de dónde ha salido. Lo único que queremos es ver qué hace con él nuestra demiurgo, cómo lo transforma en el diario íntimo de una mujer en la retaguardia.

Desde Suiza, nuestra pareja emprende su particular grand tour años 50-60 del pasado siglo. Estaciones de esquí, las últimas playas antes de la definitiva masificación del turismo. Sus destinos exudan exclusividad, pero también la cansina repetición del diletante en pos de experiencias: acueductos romanos, capitales europeas, la Norteamérica de los colonos inexistentes, las islas en las que inevitablemente hay que recalar. Por tierra, mar y aire, un paréntesis existencial de dry martinis, cigarrillos, yate y ganancias continuadas en la industria farmacéutica.

Pero las andanzas de nuestra protagonista (esa Vivian continuamente acosada por la cámara de su esposo, incapaz de descubrir que aun estando a su lado nunca están realmente juntos) tienen algo de fake, de galería de estampitas insulsa. De cansino contentar a los demás. A pesar de ser siempre arrastrada de un sitio para otro, se las ingenia para echarse un amante mexicano en Mallorca, un extraño al que nadie llega a retratar y con un nombre prácticamente homónimo al de su marido. Su vagabundeo perfecto se torna entonces todavía más doloroso. ¿Podrá escapar alguna vez de su rol como protagonista absoluta de los logros materiales de su cameraman-carcelero? ¿Existe mayor maldición que serlo todo para otro? ¿Es esto siquiera cierto?

… y así trascurre este tren de sombras a todo color, salpicado por las citas de un supuesto maestro indio (el tal Kharjappali) que a la postre se revela como otro impostor del aforismo y la frase ampulosa.

Un Te querré siempre sin Pompeya, una maravilla ante la que el mismísimo Chris Marker se hubiese rendido, envidiando no haber podido ensamblar él tanta escena gloriosa con la de los tres niños en un camino de Islandia. “Si no se ve la felicidad en esta película, al menos se verá la oscuridad”.

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