‘The last movie’, de Dennis Hopper. Si te drogas, no filmes
“Los de mi generación creíamos en hacer películas por menos de 1 millón de dólares, pero los productores importantes creían que socavaban el sistema” (Dennis Hopper)
A ver, entiendáseme: que no digo yo que no se pueda lograr algo mayúsculo bajo los efectos del alcohol o de diversos opiáceos combinados a discreción. No, no era un mensaje institucional rollo DGT: cada cuál encuentra su fuente de inspiración donde quiere (“¡allá penas!”, que dicen en mi pueblo). Pero es que hay veces en que el abuso de dichas sustancias (cocaína, marihuana, peyote, ácido, speed… aquí se metieron todo lo inventado y por inventar) anula un poquico la necesaria capacidad autocrítica del creador. Y quizás nos hallemos ante uno de los casos más paradigmáticos del pasado siglo.
En lo cinematográfico, la década de los setenta significaría el empoderamiento de la figura del director como máxime responsable del filme (un enfoque pelín tramposo, pero que parecía novedoso setenta años después del nacimiento de este arte); imbuido, en suma, de plenos poderes por unas productoras todavía más desnortadas que el ritmo de los tiempos. Y sí, logramos ver cine de autor dentro del mismísimo mainstream, aunque pocos podían imaginar que ese mismo factor humano acabaría dinamitando algunas de las intentonas más honestas y arriesgadas de la historia del cine.
El experimento terminó con la debacle de La puerta del cielo (Michael Cimino, 1981), una obra maestra masacrada que no ha conocido un montaje a la altura de su grandeza hasta hace cosa de dos años. Si se considera de manera unánime la bancarrota de la United Artists como el epílogo a esta década prodigiosa -aunque Coppola también rozase el desastre en Apocalypse Now (1979)-, lo cierto es que existió un prólogo doloroso y surrealista filmado muchos años antes por Dennis Hopper: The last movie (1971).
The last movie, su segunda película tras el sorprendente éxito de Easy Rider (1969), fue filmada bien lejos de Hollywood, no sabemos si como forma de preservar la independencia creativa o como fórmula infalible para poder pillar ciegos sin ser portada de tabloides. En las faldas de los Andes desembarcaron Dennis y sus asilvestrados compañeros, dispuestos a hacer historia con otro neo-western de espacios abiertos, amor libre, vértigo fronterizo y malos viajes.
Cuenta la leyenda que la idea se le ocurrió durante una fiesta al final del rodaje de Los cuatro hijos de Katie Elder (Henry Hathaway, 1964), la cinta que supuso su vuelta a la Industria tras su veto de más de un lustro impulsado justamente por Hathaway, hasta los mismísimos de sus desvaríos a costa del método Stanislavski (1).
Hopper estaba seguro de petarlo. Se conformaba con un sueldo de 500 dólares a la semana y, eso sí, la mitad de los beneficios que hiciese su película en taquilla. La Universal le dotó de una cantidad redonda: un milloncete de dólares de por aquél entonces. Nada mal.
La cinta arranca con lo que bien podría pasar por parte del material descartado de Easy Rider: los prolegómenos de una celebración católica en lo litúrgico y pagana en el espíritu, con el decorado de fondo de la inminente película. Un cura muy preocupado por la moral de sus feligreses (a los que no ve capaces de distinguir la realidad de “el juego”), pone en antecedentes a un Hopper que parece desempeñar labores de extra, algún trabajo de stunt relacionado con los caballos.
Montado en paralelo a este extraño rito de purificación asistimos al rodaje de una escena del filme que quiere ser un momentazo Peckinpah: emboscada, balas perdidas, caballos arrastrados al suelo tirando de sus bocados y caídas libres desde diversas alturas. De entra la sangre y la pólvora emergerá posteriormente la figura del mismísimo Samuel Fuller, pope del bajo presupuesto y el “a mi manera” en plena etapa de reivindicación.
Nuestro vaquero de Kansas (que parece estar y no estar en la película) hace amigos con cierta facilidad: una chica local, la mujer de un ricachón que ha levantado un imperio vendiendo escobas, un buscador de oro… pero también se ve impelido por fuerzas que no acaba de entender -aunque creedme que a estas alturas de la película ya no hay nadie más perplejo que el propio espectador-, materializadas todas en una especie de director amateur–bandido nativo que obliga a los lugareños a “remakear” las escenas de la película rodadas durante el día en aquelarres nocturnos de antorchas, realismo sucio (aquí los puñetazos tienen que ser de verdad) y recreacionismo artesanal (todos los artilugios empleados en una filmación convencional son aquí ensamblados a base de imaginación y trozos de palitroque, en una especie de mimesis en arte povera).
Perdido en este marasmo sin rumbo -y presionado por cartas de la productora, algo que ciertamente acabó ocurriendo- Hopper acaba tirando de la misma solución de compromiso que la adoptada por Marlon Brando en su primera y única película, El rostro impenetrable (1961). ¿En qué consiste esta huida hacia delante? En rodar de alguna manera su propio calvario, convirtiéndose en estrella torturada, muerta y resucitada (ambos compartían complejo de culpa y no poco afán exhibicionista). Y qué demonios, ¡Hopper tenía exactamente la edad de Cristo! Demasiadas coincidencias como para renunciar al símil mesiánico.
Recta final de este despropósito suicida (ni que pensar quiero lo que debió de ser la primera proyección del material en bruto ante sus ojipláticos socios capitalistas). Hay una orgía bastante light -sí, Pornhub ha hecho mucho daño-, un diálogo de besugos de nuestros dos buscadores de fortuna con más moral que el Alcoyano (“si Walter Huston encontró oro en El tesoro de Sierra Madre, ¡yo también puedo!”) y un via crucis del héroe para terminarlo todo con una forzada estructura cíclica.
¿Crítica al imperialismo norteamericano y su colonialismo vía peplum o peli de vaqueros (aquí también lo vivimos, maravillas del desarrollismo y los sueldos bajos)? Puede. ¿Epopeya a contracorriente con ingenuo afán de novedad? Quizás el equivalente a El final de la escapada (1959), rodada aquí por un Godard que no había visto tanto cine y que llevaba una continua melopea bukowskiana. El pesadillesco cruce entre un anuncio de Marlboro y la contracultura, regurgitado tras un montaje final caprichoso y pretendidamente radical.
¿Hermosa? Hay destellos, cómo no. Pasajes enteros, incluso. El resultado, sin embargo (por mor de una edición a hachazos, repleta de ideas que no funcionan pero seguramente aplaudidas por el más peligroso sensei que uno podía tener si estaba enganchado a algo en los 70: ¡Alejandro Jodorowsky!) es apabullante hasta el mareo. En eso, The last movie no decepciona: logra transmitir el desconcierto de lanzarse a rodar algo parecido a una superproducción… sin tener ni pajolera idea de qué hacer con tanto dinero.
En esta acampada hippy no falta ninguno: László Kovács (que ya había firmado la fotografía de Easy Rider y que trabajaría con Bob Rafelson, Peter Bogdanovich, Peter Yates, Hal Ashby, Martin Scorsese… y Silvester Stallone, ¡por qué no!), Peter Fonda, Dean Stockwell, el hijo de Robert Mitchum (casi tan golfo como el padre) o Kris Kristofferson, que también pasaba por allí y que, curiosamente, también acabaría estando en Pat Garret & Billy the Kid (Sam Peckinpah, 1974) y La puerta del cielo.
The last movie -que se llevó el premio de la crítica en el festival de Venecia, haciendo bueno el dicho de “si no la entiendes, ¡prémiala por si acaso!”– demuestra que no todo se arregla en la sala de montaje (un año se pasó jugando con sus más de 40 horas filmadas). Hopper malogró una grandísima idea (¿qué efecto puede tener sobre una pequeña comunidad el desembarco de la ficción cinematográfica?) y se volvió a autoinscribir en las listas negras hollywoodenses, pero… qué demonios… ¡menudo invierno aquél de 1970 en Perú!
(1): https://www.esquire.com/entertainment/movies/a23287946/the-last-movie-dennis-hopper/