Visto en el D’A 2016 (III): ‘Oleg y las raras artes’, de Andrés Duque. Songs of distant earth
Hubo una vez un pianista y compositor genial –quizás demasiado genial, que hasta en estas cosas puede haber excesos- que deslumbró al mismísimo Iósif Stalin con apenas 7 años de edad. Fue una ocasión gozosa para su familia: el virtuosismo del benjamín los acabaría absolviendo a los ojos del más afamado de los asesinos nacidos a la sombra de los soviets. Un proto-artista con un programa propio (Oleg, no el cinéfilo de Tiflis), dispuesto a discurrir por su particular camino, con una ideología musical a la contra. En resumidas cuentas: un raro.
Un santo raro al que el director Andrés Duque pretende, corteja y, finalmente y contra todo pronóstico, seduce (logrando incluso sacarlo por vez primera de su Rusia natal, un periplo –con visita incluida a El Prado- que finalmente se cayó del montaje final). ¿El resultado? Pues cercano a lo imposible: un monólogo, una performance, un divagar de orate, un salto al otro lado del espejo. Conozcan al pronto nonagenario Oleg Karavaichuk: un superviviente de mil y una purgas, penúltimo residente en aquellas comunidades de artistas al servicio de la dictadura de los trabajadores… y sin excesivo resentimiento, además, hacia los viejos (buenos) tiempos, esos en los que se creyó que, realmente, le permitirían expresar con total libertad toda su extrañeza.
Oleg no cuenta que las pasó canutas, que lo de “protegido” le duró poco. Que tras convertirse en un favorito de los suyos a la hora de musicar películas, estuvo condenado al ostracismo, que su obra empezó a ser valorada de verdad bien lejos de su patria. Y sobre esa madre Rusia tan proclive al sentimentalismo, la morriña Imperial y las glorias prerrevolucionarias tiene Oleg una visión deformada y única. Una de las Catalinas es su Audrey Hepburn particular; Putin y sus adláteres, unos paletos maleducados y la religión ortodoxa el último bastión de las bellas artes (a través de la prohibición, extraña teoría que puede argumentarse a través de mucosas y camisas sin poliéster).
Oleg camina por Komarovo, el orgullo del antiguo régimen convertido ahora en arrabal abandonado. Bajo aquella arboleda, artistas en nómina de un Estado utópicamente igualitario (la fantasía apenas sobrevivió dos décadas a la toma del Palacio de Invierno) erigieron su Camelot. Luego vinieron los gulags, el deshielo, la perestroika. La flor y nata de las ciencias y las artes rusas creyó en cada momento en lo que tocaba creer, mientras se las apañaban para seguir a lo suyo comulgando con ruedas de molino, sufriendo arresto domiciliario o abrazando el exilio. El desencanto tenía sus fases y la deportación, un camino sólo se ida.
Nuestro cicerone se detiene y señala a izquierda y derecha del camino, trazando su particular mapa de las estrellas. Aquí vivió este, allí habitó aquél. Qué tiempos.
Las manos de Oleg son gruesas, más propias de un obrero fabril que de un pianista de dedos finos. Más que interpretar, Oleg ejecuta: huye continuamente de la melodía hermosa (esa “consonancia” necesaria, con todo, para hacer válido el contraste) y se emplea a fondo en las “disonancias”: aporrea, improvisa, descoloca. Él, nostálgico de los zares, le declara la guerra al clasicismo.
Al esteta no le vale cualquier instrumento: su música es merecedora de la magnificencia de un piano barroco y si no encuentro algo parecido… pues es capaz de darle plantón a la mismísima Reina de España. Porque Oleg es un antisistema y un nostálgico, todo a la vez. Recuerda un tiempo en que los árboles podían crecer en la linde del vecino sin que peligrase su integridad. Echa de menos la clase (en una sociedad que pretendía abolirlas) y quemaría hasta los cimientos la sede de la perniciosa filarmónica, ese club de gente bien que espera escuchar pulidas sinfonías sin aristas. (Y las suyas cortan. ¡Y de qué manera!)
Oleg quizás está perdido para lo que llamaríamos… una vida en sociedad. Pero… ¿cuándo le importó lo más mínimo eso a Oleg?
Andrés Duque, en un ejercicio de respeto por el personaje que recuerda al de Jordi Morató en Sobre la marxa (2013), se conforma con captar algún trance, con dejarle creer que puede ser él el que controle también la puesta en escena, con seguirle en sus arrebatos peripatéticos. Su planteamiento es radicalmente científico: recoger muestras del planeta Oleg sin alterar el entorno. Y sale airoso del primer viaje a Marte de este siglo, trayéndose consigo muestras indudables de vida inteligente… la que cuesta ya tanto de encontrar en el planeta de los cuerdos.