Americana 2021: ‘Small Town Wisconsin’, de Niels Mueller. Los lugares comunes del indie

Small Town… es una película de la que, si digo que no me ha gustado, provocaré de inmediato entre lectores y hasta algún que otro simpatizante dudas razonables sobre mi actual nivel de amargura existencial. Y es que aquí todo está pensado –milimétricamente- para “gustar” a costa del disgusto ajeno.
Me explicaré. No es exactamente una feel good movie (esas de las que sales con el subidón y renovadas esperanzas en la viabilidad del género humano). Quizás los referentes más cercanos sean los realities o, mejor dicho, las oscuras razones por las que nos enganchamos a ellos. ¿Que cuáles son esas?

¡Ay, hipócritas míos! El goce perverso que se experimenta al ser testigos de las peripecias ágrafas de tipos a los que consideramos sin apenas discusión posible más imbéciles que nosotros mismos. O más malos. O menos merecedores de… de la suerte que nosotros sí hemos tenido. Ese morbo de naturaleza claramente pornográfica que despierta en un espectador empoderado en la cochambre todo garrulo orgulloso de su condición (no confundir con la figura de “el perdedor”, la aristocracia del sufrimiento).
Eso es lo que suscita en nosotros Wayne. Un tipejo –sí, merecedor de compasión, pero tipejo al fin y al cabo- que protagoniza este ‘Alexander Payne quiero y no puedo’ (nota aclaratoria: aunque Payne ejerza de productor, su cine siempre es lo suficientemente profundo como para dudar abiertamente de las motivaciones que impulsan las odiseas de sus héroes en crisis).
Wayne es un antiguo integrante de la clase media-baja estadounidense que no sabe que ha dejado de pertenecer a la misma. Ha sido desahuciado de su casa (que pertenece otra vez al inevitable banco), acaba de perder la custodia de su hijo y comienzan a ser evidentes las consecuencias de su alcoholismo crónico. Un dramón en ciernes, vamos. ¡Ponte tú a maquillar esto!
Y aquí es donde entra en juego la vaselina optimista administrada en generosas dosis y del agrado de cierto cine autodenominado independiente, que copia sin rubor los mecanismos de identificación y exoneración de personajes mezquinos, torpes o víctimas de su cochina condición del “gran cine” hollywoodense. Porque al concluir este fin de semana, Wayne vivirá su particular epifanía. Ese ir a misa sin homilía tan sospechoso, tan irreal –aunque siempre pretenda ser, justamente, “cuasi documental”– y tan… aleccionador.
Porque no temáis, náufragos del capitalismo: ¡hay esperanza! Si él puede, tú también puedes: ahorrar, dejar las bebidas graduadas o azucaradas, convertirte en adulto a los 40, recobrar el favor de la familia atomizada (¡Aleluya, hermanos!) y ayudar a… no sé… ¿a hacer a América grande de nuevo?
El elemento inverosímil –el elemento “norteamericano”, en esencia poco más que un tic moral- es esa creencia ciega en la redención del individuo a pesar de sus pesares. Claro que la cosa tiene trampa: su ex resulta pasmosamente comprensiva, su amigo del alma hace de ángel de la guarda entre melopea y melopea, su hijo le aventaja en 100 puntos de coeficiente intelectual y, para remate de feria, tiene en Milwaukee –cabeza del condado y meta final hacia la que converge el filme- a una hermana santificable.
En resumidas cuentas: necesita de tres a cuatro milagros concatenados para tener algo parecido a una segunda oportunidad. No está nada mal. Del callejón sin salida a un nuevo amanecer en 90 minutos; una perita en dulce de esas que se llevan premios del público en festivales y hace creer –a los más ingenuos- que los desafortunados lo son porque… porque no se esfuerzan lo suficiente, carajo. Persevera, proletario, persevera.
No, no hace falta haber visto muchos dramas sociales “a la europea” (otro tópico en sí mismo) para saber que hoy en día Frank Capra estaría en algún programa de desintoxicación o hablándoles a las paredes acolchadas de las bondades de su último guion agita-conciencias. Si se aparcan todos estos prejuicios (¡la realidad, ahí es nada!), Small Town Wisconsin es bastante disfrutable, como lo son los cuentos y las fábulas que nos retrotraen a nuestra infancia. Ese tiempo sin espacio para la duda que algunos todavía confunden con la felicidad.

En lo cinematográfico, ninguna sorpresa: se alteran las escenas dibujadas para hacernos sentir lástima del prenda con los destellos de una futura vida rehecha. Mueller (que llevaba 16 años sin ponerse detrás de las cámaras, desde El asesinato de Richard Nixon) sólo nos pide a cambio aparcar el principio de verosimilitud, como en las pelis de superhéroes. Con todo, se hace particularmente insoportable la banda sonora, un no parar de subrayados emocionales que buscan nuestra identificación incondicional con este hijo putativo del white trash.
Al final, ese pueblecito de Wisconsin resulta hasta idílico y transformador. Como si fuese necesario habitar una temporada en el infierno antes de huir a alguna gran ciudad del Medio Oeste (del purgatorio al averno y tiro porque me toca).