Underloop: videoarte en el subsuelo de Barcelona

LOOP nació en Barcelona hace casi tres lustros como plataforma dedicada a la imagen en movimiento en el arte contemporáneo (sí, así de genérico). Es una feria consolidada y muy especializada, pero en el marco de este evento anual, también ofrece 10 días de programación desaforada centrada en el proceloso mundo del videoarte. Un montón de espacios de la ciudad acogen desde proyecciones varias a conferencias, ofreciendo la oportunidad al lego en la materia (ahí entro yo) de coleccionar los pequeños clásicos que ya ha ido dejando el formato desde su irrupción en… pongamos… ¿principios de los sesenta?
Este año tocaba echar la misma atrás, con el ambicioso propósito de –ahí es nada y en palabras de la coordinadora del festival, Carolina Cluti- elaborar una “arqueología contemporánea del video”. Una genuina retrospectiva que incluía obras fundacionales de Nam June Paik, Andy Warhol, Robert Cahen, Paul McCarthy o Mary Lucier.
Del programa en curso (el LOOP 2017 concluirá este mismo sábado, 27 de mayo) la exposición que de inmediato llamó mi atención fue Underloop. No tanto por la naturaleza de las obras expuestas (de creación reciente) como por la originalidad del espacio expositivo: el mitificado cine Avenida de la Luz, un antro catacumbero ubicado en el pasaje comercial que conectaba, siempre bajo tierra, la plaza Catalunya con la calle Pelayo.
Aunque los escandinavos acabaron monopolizando la idea, lo cierto es que se trató de la primera galería comercial subterránea abierta en Europa (1940). En realidad no se hizo otra cosa que aprovechar un túnel ya excavado con motivo de la Exposición Universal (1929), tan pródiga en obras públicas infrautilizadas. Lo que quería ser una Ciudad Subterránea conoció en apenas medio siglo su esplendor (se declaró atracción turística en 1949) y progresiva decadencia, cerrándose el total de 65 locales que llegó a albergar. Estanco, barbería, una representación de la casa de máquinas de coser Singer (¿todavía la guarda vuestra madre o abuela en la habitación de los trastos?), armería, lavandería y… y un cine, por supuesto. El Avenida de la Luz.
Y, no os lo negaré, la principal razón de que descienda las estrechas escaleras de la estación Catalunya de los FGC, esa que ahora está emplazada en la calle Bergara, entre tres o cuatro hoteles remozados o de cuño reciente (por supuesto). Cuenta la leyenda que esta sala –sobre la que cimentó su buena estrella un empresario de la exhibición cinematográfica apellidado Balañá- arrancó en 1943 poniendo películas de Disney, para cerrar definitivamente cuatro meses después de los Juegos Olímpicos de 1992 con una última cinta que señalaba, bien a las claras, un cambio de enfoque: El placer entre las nalgas, título español de la mucho más sutil Bourgeoises mais… perverses! (1986).
¿Qué queda de la antiglamourosa sala de cine? Pues… pues apenas el volumen, la verdad. El espacio, la ligera pendiente y, con algo de imaginación, el “aroma a barquillo” –eso aseguran los más viejos del lugar- y lo ecléctico de su programa de reestrenos “para adultos”. El resto del pasaje comercial, por si tenéis curiosidad, se corresponde con un tercio aproximadamente de la actual perfumería Sephora, ubicada en las entretelas de El Triangle.
¿Contracultura o simple marginalidad nostálgica? No nos atrevemos a rememorar –y muchos menos, a tratar con condescendencia – unos tiempos que no fueron los nuestros. Nos contentaremos –algo decepcionados, pues hasta nos habíamos traído la cámara esperando inmortalizar la montonera inerte de butacas arrinconadas, la cortina rasgada de la pantalla o los pósters “clasificados S” de la época- con asomarnos a algunas de las obras que alberga este espacio que pretenderá, a partir de ahora, “dar visibilidad a artistas que trabajan temporal o permanentemente en el ámbito local pero sin representación en los principales circuitos comerciales”. Que así sea.
La evolución de los paisajes y territorios –y, nuevamente, elevo la mirada hacia los impersonales techos de aquél cine que empezó con risotadas y acabó con gimoteos- vendría a ser el hilo conductor de los trabajos expuestos. Azahara Cerezo, por ejemplo, utiliza en Mediterranean Sunset la letra de una tonada popular de Charles Aznavour –y que resulta no ser otra cosa que burda propaganda colonialista made in France– para contarnos cómo pueden llegar a modificar economías enteras los flujos migratorios de temporada protagonizados por los jubilados más prósperos del continente. Y cómo se ajusta a la perfección aquella letra de exotismo mainstream y cuerpos jóvenes bajo el sol con la fantasía de eterno veraneo que se pueden permitir unos pocos.
El movimiento repetitivo y la danza ciega de cajas y bultos que caracterizan una mudanza le sirven a Andrea Domenech Revesz en Breytingar para ilustrar el proceso de transformación de un pueblo islandés, a resultas de la implantación de una industria piscícola.
La propuesta más divertida es la de Christina Schultz, que reflexiona con malicia y lucidez sobre el Brexit, partiendo de las imágenes generadas por el, digamos, cine clásico británico. Algunos de sus detectives y agentes más brillantes (Sherlock Holmes, Miss Marple, James Bond, Monsieur Poirot o Mrs. Jessica Fletcher) se dedican a investigar el sospechoso caso de la isla aislacionista en Decision with no Return or A Sense of Territory, un proyecto del que tan solo nos llega este potente mashup de referencias cruzadas, conclusiones elementales y susceptibilidades mutuas.
Marion Balac, por su parte, nos devuelve al año 92 (justamente, cuando el cine Avenida de la Luz cerró sus puertas). En Francia, todo un paisaje se preparaba para ser violentado, por no decir arrasado: los alrededores del futuro parque temático Disneyland París. En Les Enfants de Val d’Europe, y partiendo de la experiencia como trabajadores en el complejo de jóvenes locales, nos habla de este experimento de colonialismo consentido, de invasión silenciosa, de suplantación de la memoria.
Como en una pesadilla distópica, los habitantes de los alrededores abrazaron el melifluo (y a menudo, indecoroso) mundo creado por Walt, con la secreta intención de “formar parte de la magia”. El slogan comercial convertido en mantra vital: la urbanización del entorno incluso siguió al pie de la letra el modelo residencial norteamericano, haciendo copartícipes –a la fuerza- a los habitantes de la zona de ese ‘postureo’ de la felicidad. Un decorado inverosímil en fuerte contraste con una realidad menos azucarada: las condiciones de trabajo impuestas por la multinacional.
Con todo, los testimonios no revelan una especial animadversión. Víctimas de un síndrome de Estocolmo mancomunado, los jóvenes se muestran encantados de haber podido hacer de príncipes y princesas en interminables desfiles donde, ¡dichosos quince minutos de fama!, todas las miradas estaban pendientes de ellos. Triste, humano y muy contemporáneo.