Sólo los alienados sobreviven
Torrente de imágenes difícilmente digeribles de manera individual. Fumata blanca de intereses comunes. “Legalidad vigente”. Triunfo de la democracia (¿”sistema de gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía mediante la elección libre de sus dirigentes”?). Avanzan las negociaciones. La estupefacción nació en los telediarios, esa gran fuente de instantáneas aparentemente en movimiento y autoconscientes hasta decir basta, montadas con la torticera intención de perdurar. Ah, ¡carrusel de momentos pretendidamente históricos! Y todo ello, digo, se conjugó con cierta sensación de desazón provocada tras el visionado de la última película de Jim Jarmusch, esa en la que unos vampiros enciclopedistas y sabelotodos se vanaglorian de haber metido baza en casi todos los avances significativos de la humanidad. El monolito de 2001, una odisea del espacio, pero con colmillos. Y mientras tanto, ¿qué aparecía en los noticiarios? La crónica al minuto de una abdicación, noticias de una proclama, “relevo generacional”, “normalidad institucional”… y para coronar –esta vez el pastel- una debacle mundialista de la selección nacional, la misma que cuatro años antes (¡miseria de la filosofía!, ¡porfía infinita!) se había hecho con el cetro de oro, entorchado supremo ansiado por todo mercenario balompédico. Todo juntito, arremolinado; “fines de etapa” por riguroso orden de llegada, declaraciones indecorosas, brindis al sol, celebración ufana del ejercicio del poder al margen del propio país (¿alguna vez fue de otra forma?). En la fantasía del realizador norteamericano, Eve y Adam viven prácticamente recluidos en sus habitaciones de Detroit y Tánger. Entre tinieblas, ignorando –en la medida de lo posible- una realidad desalentadora, un nuevo sucumbir de todo lo que merece ser llamado civilización. El pasado siempre resulta glorioso, el presente, un accidente que maldecimos con vehemencia, quizás por el único motivo de que es nuestra línea temporal impuesta, la que nos ha tocado defender sin convicción. Envidia de la inmortalidad. De poder leerlo todo, de tener tiempo para acabar siendo un virtuoso de mil y un instrumentos. Consciente de mi precipitado paso por el siglo en que nací –y sin renunciar a la sanísima práctica de la dispersión mental-, hace unos años decidí prescindir, precisamente, de los telediarios. Lo hice por razones de salud mental, en un momento en el que “la crisis” (escríbase con cuerpo rojo y bien perfilado, como los títulos de crédito de una película de la Hammer) se había convertido en un sonsonete aburrido e implacable. Los medios nos invitaban a abrazar la neurosis y unirnos al desaliento colectivo: esta vez no se perdió más en Cuba. En paralelo (y ya no creo en las casualidades) la telebasura vivía su momento de esplendor en la hierba de muchos de los canales de la TDT recientemente fenecidos. Susto (realidad falsamente espectacularizada) o muerte (cerebral). Usted elige. Pompa y circunstancia. Hermosas palabras, grandes propósitos. Levanto la cabeza y una figura egregia saluda a lado y lado, con una banda azul de fallera cruzándole el pecho y un montón de medallas en el ídem (alguna de ellas me recuerda a la cruz de hierro, aquella que lucía en la pechera el desencantado James Coburn del filme bélico de Sam Peckinpah). En coche descubierto, el nuevo jefe de los ejércitos luce seguro de sí mismo mientras una multitud que hasta podríamos tildar de enfervorecida le saluda agitando el smartphone. Ahora viene a mi memoria Berlanga, aunque el vehículo no pasa a la velocidad infernal de la comitiva del presunto plan Marshall. Luego el plano se abre, la toma deviene aérea. Y las calles y avenidas del recorrido se revelan bastante poco concurridas. ¿La “normalidad” trae de la mano la indiferencia? Momento para el “análisis”, infalible fórmula para soportar las retransmisiones en directo de duración incierta. ¿Volverá a salir algún tipo de mandíbula prominente reclamando la República? No, no. Hoy no toca. Se indaga sobre la única derrota de la que se permite hablar en el día de hoy: la futbolística. Porque al parecer no estaban en forma. Y el portero tuvo mucha culpa. Y la soberbia no es buena. Y “llegaron a la cita mundialista cansados”. Cansados. Semanas antes habían trascendido las primas que obtendría cada jugador en el hipotético (y muy lamentable) caso de ser campeones. 750.000 euros por cabeza. Lo
que un españolito medio podría ingresar –que no ahorrar- sólo tras cuarenta años de laboro. En noventa minutos (pongamos que 120, de haber habido prórroga). Unos 120 euros por cada segundo que estuviesen pisando el césped. O corriendo, si se tercia. La desafectación para con los zombis (así llaman a la enfermiza humanidad los héroes fatales y algo poseros de Jarmusch), para con esa mayoría (poco silenciosa) que brama, agita banderolas y “siente los colores”. Y que por el camino olvida, relega, margina o remata a los mejores, a los que se han ido yendo, a los depositarios del único ingenio que importa. La ceremonia de abdicación, el día anterior, también había sido pródiga en instantes reveladores. Una escalinata de mármol por la que iban subiendo, uno a uno y bien erguidos, los integrantes de este club exclusivo. Autoridades, máximos representantes de la judicatura, individuos grises que una vez, contra toda lógica, mandaron. El (todavía) líder de la oposición alcanza a uno de los prohombres del sindicalismo, otro de esos que llevan toda la vida ahí sin atesorar grandes merecimientos (lo que en sí mismo comienza a ser un rasgo definitorio del “carisma” patrio) y que no se cansa de pedir “el cambio”. Se dedican piropos, el uno le dice al otro que va muy elegante. Qué francachela, qué entendimiento, qué apología indecorosa. Un rey antes, dos reyes ahora. “Nuestra familia real”. Los comentaristas subrayan los gestos que humanizan, que acercan, que engañan. Un intento baladí, por mucho que las imágenes de archivo se entremezclen sin mucha coherencia con las del día anterior. Blanco y negro, color. Y uno que no alcanza a vislumbrar diferencias. “Está muy preparado”. “El más preparado”. “Mucho”. La letanía se pierde, reverbera. Un eco impreciso que vuelve a resonar de la misma manera cuando se acerca el micrófono al pueblo (¿llano, soberano?). “Preparadísimo, si señor. Y muy guapo”. Hay que apagar el televisor, evitar la sobreexposición, refugiarse en los libros, incluso en los malos. En realidad, el engaño ya es imposible. Lo dan por supuesto. Pero sobretodo cuentan con la única respuesta que puede presumir de mayoritaria, casi hasta de democrática: la indiferencia. Si para el coronel Dax de Senderos de gloria el patriotismo era el último refugio de los canallas, para los ciudadanos-vampiro la indolencia –refrendada por ese “quedarse en casa”, volver a la caverna platónica- es la frustrante respuesta a unos tiempos mediocres. Sólo los alienados sobreviven. Pero a qué precio.
Brillante