Alice Guy-Blaché. Del artificio a la naturalidad
Como ya supondréis, la historia del cine es materia viva, pendiente de continua revisión (por parte de los archiveros) y revisitación (por parte del espectador). Esto es particularmente cierto en todo lo referente a sus albores, aquellos comienzos que tuvieron algo de alocada carrera de carromatos reclamando tierras en la fértil Oklahoma. Muchos fueron los convocados y pocos, muy pocos, los que alcanzaron fortuna o simple reconocimiento.
El reconocimiento que se desprende de constar en los libros, de tener tu nombre impreso en cualquier compendio que hable del arte (antes del arte mismo) que practicaste. Si nos remontamos a las primeras películas que se conservan, las de aquellos pioneros que empezaron a filmar antes incluso del año 1900, a todos os vendrán a la cabeza tres nombres: los Lumière (padres putativos del cine), Méliès y sus arrebatos mágicos y el serio y siempre interesado Edison con su legión de espigadores de imágenes diseminados por medio mundo.
Desde hace cosa de una década ha quedado claro que el triunvirato no era tal y que debía de dejarse espacio a un cuarto nombre. Una mujer que trabajó para la Compañía Gaumont (junto con la Pathé, las dos productoras que cortaban el bacalao en Europa) y que filmó alrededor de un millar de historias (con una duración que va desde el minuto a la poco más de media hora de su filme más extenso conservado).
La historia de Alice Guy es tan apasionante como su tardía recuperación. Empezó como secretaria del fundador de la Gaumont, pasó a ser nombrada mandamás de la productora y terminó sus días viajando entre dos continentes donde tuvo que dedicarse a reivindicar… su mera existencia. Y eso que Alfred Hitchcock o el mismísimo Serguéi Eisenstein habían mentado sus películas como parte importante en su educación cinematográfica (¡casi hasta de su educación sentimental!).
Alice fue de las pocas personas presentes, junto a su jefe Léon Gaumont, en la primera presentación -para empresarios, profesionales y potenciales inversores- del invento de los Lumière. Sí, hablamos antes incluso de la mítica proyección pública en el Boulevard de los Capuchinos. Con poco más de 20 años, Gaumont le dio plenos poderes para hacer lo que quisiese con aquellas cámaras que captaban la imagen y que debían de ser promocionadas con convincentes argumentos de venta… para lo que valía, por qué no, cualquiera cosa que le viniese en gana filmar a ella.
El negocio siempre quiso estar en el captador, en el proyector. Pocos pensaron en aquél principio en el potencial comercial de lo inmortalizado por la máquina, por lo que su uso quedó como un divertimento amateur sin ninguna regla escrita (todavía). Yo me imagino lo aburridos que debían de ser los primeros encargos; pienso en esos documentales espectaculares -llenos de movimientos de cámara imposibles y de contrastes antinaturales de colores- con los que se publicitan hoy en día los televisores 4K en los grandes almacenes. A nadie le importa un carajo el hilo narrativo: es una simple demo con la que maravillarse de los parabienes del producto.
Pues bien, tras estos primeros tanteos, Guy le perdió el respeto a la técnica y comenzó a hacer cine. Nuestra ninguneada protagonista se empleó a fondo: mucho antes del rodaje de las fundacionales Fantomas. A la sombra de la guillotina (Louis Feuillade, 1913) o El nacimiento de una nación (D.W. Griffith, 1915), Alice Guy ya había trabajado en Francia y en los EEUU, donde arribó con el que sería su futuro marido. Mientras tanto había dejado las cosas atadas y bien atadas en el viejo continente, sugiriendo la contratación, precisamente, del que acabaría consolidando el prestigio (y la fortuna) de una Gaumont que sigue en activo 127 años después: Louis Feuillade, un pionero de lo que ahora llamaríamos… ¿series televisivas?
En los EEUU (donde aterriza en 1907 en labores estrictamente comerciales, tras su intensa década gala) la inquieta Alice Guy crea su propia productora independiente (Solax) en Nueva Jersey (si, antes de la guerra de las patentes el futuro Hollywood estaba en la costa este) y se lanzó a cubrir la creciente demanda dándole al público exactamente lo que quería: westerns, policíacos y vidas ejemplares de stars bíblicas (recordad el filón que explotaría sin rubor Cecil B. DeMille: en aquellos tiempos la Biblia era la principal fuente de vicio y perversión cinematográfica). Para ello tuvo que innovar, básicamente porque casi todo estaba por inventar: coloreó escuetos metrajes, usó la sobre-impresión y cualquier trucaje a su alcance y hasta trató de fundir imagen y sonido pregrabado (el mítico y carpetovetónico cronófono).
Hasta la fecha -sí, esto es cine mudo: a la espera siempre de nuevos e imprevisibles hallazgos- se conserva menos del 10% de todo lo que filmó, así que no deja de resultar bastante osado lanzarse a una taxonomía de su obra… pero qué demonios, allá van algunos títulos.
Uno de sus primeros éxitos -si no el primero- fue El hada de los repollos (1896). Todo viene de un ripio francés: al parecer a los niños se les decía que venían de los repollos y a las niñas de las rosas. Y en poco más de 60 segundos, eso es lo que vemos: el “mágico” florecer de mocosos por generación espontánea verduril. La escena tuvo tanto éxito que dio pie a muchas, muchísimas variaciones. En Sage-femme de première classe (1902), los potenciales compradores de muñecas reciben una tentadora oferta de la tendera: elegir un crio del huerto colindante. Lo habitual, vamos.
En aquellas piezas sintéticas que rondaban el minuto, el escenario podía utilizarse una y otra vez para ampliar catálogo sin sonrojo. Los “argumentos” (las improvisaciones, las ideas enunciados apenas un instante antes de darle a la manivela) podían acabar siendo el paraje mismo; así un salto de agua y una balsa en el mismo río dan lugar a las consecutivas Baignade dans un torrent (1897) y Le pécheur dans le torrent (1897). Un instante plagado de movimiento, una broma pesada. Y ya.
La plasticidad y la alegría de los primeros rodajes. Todo eso se desprende de piezas como Pierrette’s Escapades (1900), purita danza coloreada a mano y en el inevitable plano fijo rodado de una tacada. Y ya que estamos con el baile, no olvidarse del folklorismo y sus alrededores (cualquier excusa era buena para justificar un viaje); Gipsy Dance (1905), por ejemplo, era exactamente eso: una forma de dejar testimonio de aquél exotismo andalusí que cautivó a tantos visitantes sedientos de autenticidad prêt-à-guiri.
The Consequences of Feminism (1906) es amarga a la vez que certera en su particular propuesta de Jauja: un mundo en el que los roles de género han quedado invertidos. Hombres siendo seducidos por mujeres insistentes, mujeres que no reconocen paternidades, féminas arracimadas en bares a los que acuden sus parejas reclamando atención. La ridiculización de ese reparto (de este acaparamiento del ocio) establecido sin consenso alguno hace de esta una de las comedias más mordaces de esta primera hornada de cine silente.
The Drunken Mattress (1906) debería de constar también en todo recopilatorio cómico que se precie. Estamos ante el colchón más maltratado de la historia: un beodo se introduce en él y sufre toda clase de desgracias hasta ser devuelto a sus propietarios originales. Francamente hilarante.
Traducida como Anarchiste, L’emeute (1906) es una pieza a lo “madre coraje” totalmente contemporánea de aquella La madre escrita por Máximo Gorki. Cuatro minutos, no necesita más Alice Guy para escenificar un alboroto en las calles francesas, la represión subsiguiente y la desventura de un joven que va a por leche y se encuentra en mitad del tumulto.
La embarazada de Madame a das envies (1906) se mueve entre el antojo y la envidia: cosa que ve, cosa que quiere. Puede tratarse de la absenta de un desconocido o de darle sencillamente una calada a la pipa de un vendedor ambulante. El marido, contrariado, la irá siguiendo con el vástago que ya tienen en común, para terminar todo… con otro retoño que emerge de un campo de repollos.
Guy ya se veía más que capaz de rodar “superproducciones” adhoc, como La naissance, la vie et la mort du Christ (1906). Pocas cosas más estandarizadas que los acercamientos a la pasión y muerte de Jesucristo: el habitual sucederse de estampitas beatas con mucho extra y escasa emoción (convencidos y comulgantes al margen, por supuesto).
En la catártica Le piano irrésistible (1907) un pianista revoluciona la comunidad de vecinos con sus tonadas. No hay nada que hacer: costureras, tenderos y hasta un policía que pasaba por ahí se unen a la fiesta, obligando al intérprete a que continúe dándole a las teclas hasta la extenuación. Sentido del ritmo y de la duración del gag, en un crescendo agradecido y lúdico.
Starting Something (1911) es una danza dipsómana que parte de la confusión de un alcohol cualquiera con un veneno. Un desmadre por acumulación: poco a poco se irán sumando los personajes que caen, uno tras otro, en este estado de sugestión mental.
Falling Leaves (1912) es un melodrama sensiblero al gusto de la época: tuberculosis, un médico bocazas (que da de vida a la paciente “hasta la caída de las hojas”, en una metáfora bastante cafre) y un hermanito dispuesto a evitar que el árbol del jardín consume la maldición del galeno.
Y es que los niños -haciendo casi siempre de adultos: ingeniosos, responsables, mucho más empáticos que los adultos- tienen un papel preponderante en aquél cine primigenio de la Guy-Blaché. En A Four-Year-Old Heroine (1907), correspondiente a su etapa francesa, estuvieron tras las cámaras tanto ella como Feuillade. Narraba la epopeya de una niña que entre salto y salto a la comba evitaba un atraco y salvaba a un can, aprovechando la siesta de su cuidadora. Como Batman, pero sin trauma de infancia.
The Detective’s Dog (1912) demuestra que Lasssies y perros robaplanos los hubo ya desde los comienzos. No os destripo nada que no se vea venir desde el mismo título: el chucho será el protagonista de esta intriga alrededores de una red de falsificadores de papel moneda.
A Fool And His Money (1912) reafirma la condición de precursora de Alice Guy: acabó siendo la primera película con reparto íntegramente negro, aunque como os podéis imaginar la circunstancia fue más fruto de la casualidad y el sempiterno prejuicio (otros actores blancos sencillamente no quisieron actuar junto al único miembro del casting de color). Una parábola a lo hombre rico, hombre pobre que mantiene su poder universal y desolador (sí: tanto tienes, tanto vales).
Algie The Miner (1912), encuadrada ya dentro de un periodo de completa madurez, cuenta el viaje al salvaje Oeste de Algie, con el plan de hacerse valer y pedir la mano de su prometida cargado de razones (y posibles). Algie al principio es todo amor, pero sus buenas maneras (incluso su amaneramiento) chocan con las de los brutos que habitan el lugar.
Existe una versión de unos 40 minutos de The Ocean Waif (1916), esta ya una “película al uso” atendiendo a su duración. Se montó con el material superviviente y mi consejo es que esperéis a que se encuentre alguna copia menos vapuleada que os permita hacer de la experiencia algo… inteligible.
Alice Guy-Blaché empezó a hacer cine por accidente, por supuesto. Cuando el cine era un accidente en sí mismo. Y en dos décadas entendió que aquello no se podía quedar en un artificio, en otra atracción de feria efectista. En su estudio cinematográfico se podía leer el lema ”be natural”, un mantra con el que pedía a sus actores lo más sencillo (y lo más complicado): olvidar los vicios heredados de otras formas de representación y regalarle al público la sensación de unicidad, de cercanía, de complicidad.
Aquella que les haría volver una y otra vez, en busca de sus propuestas o las de cualquier otro sueño materializado a 16 (o quizás 18) fotogramas por segundo.