William Eggleston y el río que no cesa
Las fotografías de Eggleston pertenecen a un lugar y a un tiempo muy determinado. Me atrevería a decir que el que fuese él quien las tomase resulta prácticamente anecdótico: alguien debía documentar ese sur en vías de desaparición, con sus carreteras comarcales corriendo paralelas al más famoso cauce de agua que surca el país (con permiso del Misuri y los otros tantos ríos que pusieron títulos a películas de Howard Hawks). Es como si al no haber podido levantar acta de defunción los grandes escritores estadounidenses de los ríos, fuese la hora de los fotógrafos. ¿La realidad al rescate de la leyenda, la imagen poniendo en contexto tanta palabra?
¿De qué río hablo? William es oriundo de Menphis, la ciudad donde fuese asesinado Martin Luther King en 1968 y por donde discurre ese Misisipi tan dueño de sus silencios turbios. Nació a escasas semanas del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo -al menos en mi imaginario- seguía siendo en blanco y negro.
También lo era la fotografía que quería ser reconocida, la “artística”, esa en la que el color -cuando empezó a ser una posibilidad- quedaba reservado a las pintorescas apuestas de magazines chillones. Esas imágenes que, según cuentan los biógrafos, recortaba y coleccionaba ya en su juventud.
Comenzó con una Leica -cómo no- y a mediados de los 60 se puso en serio con lo que acabará siendo su legado y principal aportación al “arte” que para él nunca lo fue: la dignificación de la fotografía en color (que no colorista). Concretamente practicó la impresión por trasferencia de tinte, la más espectacular; la misma que creó la leyenda del tecnicolor, la misma que ya lleva 30 años sin fabricar Eastman Kodak. El resultado es un contraste atronador, un abanico de tonos que nos parece inimitable con nuestras (¿sofisticadas?) cámaras actuales.
El corpus central de Eggleston, su manifiesto espiritual, decía, está ligado a su época más activa (los 70), pero hay que tener en cuenta que su trabajo tardó mucho en ver la luz. Concienzudo o demasiado exigente, de sus primeras series no supimos hasta hace apenas una década: fotografías en blanco y negro tomadas hace medio siglo y que inauguraban su obsesión por los tugurios, los parkings de pavimento agrietado, las cunetas llenas de escombros franqueando la entrada a villorrios tétricos con algo de escenario abandonado de spaghetti western; no lugares en los inmediatos alrededores del río. Los héroes faulknerianos ya no habitaban el terruño, pero la lucha por la vida continuaba… y no, tampoco estos iban a ganar.
El resultado -que alcanza su expresión más monumental en la serie Outlands, disfrutable en la reciente exposición subtitulada “el misterio de lo cotidiano” en la Fundación Mapfre de Barcelona- es hermosamente melancólico, con esa capacidad que tienen los grandes para convertir los detritus en genuinos conjuntos monumentales. Ese diálogo de luminosos a la greña (Pepsi vs. Coca-Cola), el sucederse de locales clausurados con maderos barrando los ventanales, las naturalezas muertas a base de saleros, botes de kétchup y servilleteros; enormes carromatos con motor que se miden por sus metros de eslora. Carteles donde quedaron legibles -en un lenguaje tan conciso como ancestral- los últimos menús nunca servidos, rostros mustios, robados que no cuentan con la simpatía del retratado. Gasolineras sin surtidores, hitos de una ruta mitificada por fabuladores y profesores universitarios (nómadas y sedentarios, fumadores de pipa y vagabundos). Autocines donde ya ni se entra ni se sale: la única pantalla superviviente es la que conforma un horizonte agonizante, apenas cambiante.
Eggleston captura ese momento exacto en el que el metal empieza a ser tomado por la herrumbre. El subtexto está ahí, no siempre en los márgenes: un coche familiar con una pegatina que recomienda “registrar a los comunistas antes que inventariar mis armas de fuego”, un joven con peinado a la moda recogiendo los carritos de un supermercado -¿su primer trabajo?-, esa segregación ni tan siquiera disimulada y que se prolonga mucho más allá del momento álgido de la lucha por los derechos civiles. El decadente escenario de una sociedad de consumo en retirada (¿porque ya no hay dinero con el que seguir comprando?). Silencio, escasas celebraciones, pocos seres humanos poblando las instantáneas. Rencor y dejar pasar el tiempo, a la espera de un cambio de época que nunca llega. Una falsa paz social que no es más que la calma tensa entre dos incendios.
Paradójicamente Eggleston, el perpetuador de esa materia en vías de descomposición, ha acabado vendiendo una sola copia de su trabajo por más de medio millón de dólares. Su trabajo cotiza al alza en el mercado del arte y fue el protagonista de una polémica ciertamente sintomática: un coleccionista de arte lo demandó por “rebajar” el valor de las obras que había adquirido cuando eran realmente raras, todo por dedicarse a imprimir como si no hubiese un mañana copias y más copias de sus instantáneas más reconocidas y reconocibles. ¡Habrase visto!