Visto en el D’A 2015 (I): ‘Saint Laurent’, de Bertrand Bonello
El modisto en su laberinto. Encierro voluntario, creatividad arrolladora, pocos amigos, mucho dinero. Cárcel de oro en la que rodearse de cosas bonitas y… morir, dormir, tal vez soñar.
Saint Laurent arranca con aroma a clásico, con saltos en el tiempo que, a manera de retales, acaban por responder al diseño de un patrón clásico y extravagante a la vez. Una estructura que se acaba ajustando a las necesidades de cada espectador con un par de retoques por aquí, un plisado, una solapa vuelta del revés… un montaje inestable que sirve de preludio (y muerte de amor) para un relato de auge y olvido, mucho más terrible que los de auge y caída sin más. La odisea de un autor sometido a las leyes del mercado.
El biopic y sus dichosas convenciones. ¿Ángel o diablo? ¿Sordidez o victoria? Yves fue lo que fue: un niño bien nacido en las colonias francesas y cuyos diseños le hicieron ganar premios con tan solo quince años (imponiéndose –y volvemos a tirar de leyenda- al mismísimo Karl Lagerfeld, tres años mayor que él). Sin embargo, el director opta por ahorrarnos su etapa en Dior, aquella que se interrumpió bruscamente al tener que hacer el servicio militar obligatorio.
El trauma está ahí pero nunca se convierte en “el asunto” (Yves duró tres semanas en el ejército, el peor lugar del mundo dónde lucir su arrebatadora diferencia. Las vejaciones sufridas lo llevaron al psiquiátrico, donde le administraron electroshocks y le aficionaron fatalmente a los sedantes). Al autor cinematográfico le interesa más el Saint Laurent autor; esa etapa “independiente” que se consolida definitivamente tras el desfile de otoño de 1966 con temática Mondrian, estando ya en funcionamiento su primera tienda prêt-à-porter y huido del guetto clasista de la alta costura.
Los años se suceden y el triunfo empalaga. En pantalla partida vemos los sucesos que sacudieron a Francia y al mundo entero durante aquel trienio que arranca en 1968. Junto a estas imágenes –en blanco y negro-, el color arropa el desfile de las diferentes colecciones de la firma. Plano fijo de una escalera de mármol por donde vemos descender y lucirse fugazmente a la modelo de marras. Bonello no reparte equitativamente la acción: le concede dos tercios de la pantalla a la realidad, un tercio al mundo feliz de Yves. Es una pista: paulatinamente lo “feo” (tan temido por el esteta) le irá comiendo terreno a lo hermoso.
Yves sale de caza por los locales de moda, Studio 54 incluido. Allí no sólo tienen lugar sus escarceos amorosos, rodeado de una troupe sofisticada, joven, de una belleza casi aristocrática. Allí también colecciona musas: juncos rubios que bailan solos, diosas ingenuas que parecen recién salidas del verano del amor. Juntos acaban conformando una camarilla fatal y mundana, un cruce entre las huestes vampíricas de Jim Jasmush (Sólo los amantes sobreviven) y la pandilla a la vuelta de todo de Paolo Sorrentino (La gran belleza). No cualquiera puede entrar en este club. No cualquiera sobrevive a él, a ese decaimiento enfermizo que
contagian quienes lo tienen todo.
El paraíso tiene su reverso tenebroso. Currantas atadas a su máquina de coser de sol a sol, un personal abnegado dispuesto a hacer realidad sus esbozos brillantes (pero esbozos, al fin y al cabo), un amante entregado que lidia con los asuntos del dinero y mira para otro sitio cuando Yves comparte la cama con otros… Para que la nave marche y el creador ufano pueda coleccionar Mondrians y tratarse de igual a igual con Warhol son necesarios muchos remeros. Y un capataz por momentos ladino, pasivo-agresivo, dispuesto a dar el beso de Judas a quienes no estén siempre ahí. Incondicionalmente.
La pasión alocada y autodestructiva irrumpe en la vida de Yves. Un chulapón adinerado y todavía más anticonvencional que él. El justo premio de todo trabajador compulsivo (e Yves lo era): un vago desacomplejado. A él se entrega con desespero y fatalidad, sin importarle las consecuencias.
Bertrand Bonello narra su primer encuentro con un fulgor setentero que oscila entre La fiebre del sábado noche y el arrebato lírico-épico made in Xavier Dolan. En realidad, Saint Laurent puede presumir de musical merced a una brillante elección de temas insertados en escenas claves y capaces de describir, por sí mismos, estados de ánimos y hasta inminentes desgracias.
Bonello –como el Frederick Wiseman de National Gallery– intenta aunar artes en un epílogo pirotécnico, fusionarlas todas en un deleite absoluto para los sentidos. El desfile de 1976 se convierte así en un estallido libertario donde lo que importan son los pasos arrogantes y seguros de las modelos, sus turbantes en contrapicado, sus giros y su premura en la pasarela. Pintura, ópera, arquitectura, cine. Un éxtasis en el que conviven armoniosamente Puccini, Mondrian, el rococó…
Saint Laurent vuelve a ser una película de interiores y, como en su anterior y magistral Casa de tolerancia, es allí donde tienen lugar las escenas más memorables. Más allá de su innegable –y confesada, durante la presentación del filme en la inauguración del Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona- adoración por los perdedores y marginados, el realizador de Niza va camino de convertirse en un especialista en la puesta en escena de la tristeza. Un rasgo en común que tenían tanto las prostitutas de L’Apollonide como el alienado propietario de una colección de arte que se vendió a su muerte por casi 400 millones de euros.
¿Perdedoras, triunfadores? El final, ya sea bolso en mano en la cuneta de una carretera o en el lujoso comedor de su retiro parisino, es común para los protagonistas del cine de Bonello: una soledad inmensa de la que son rescatados, fugazmente, por ensoñaciones de éxitos pasados.