Visto en el D’A 2019 (II): ‘Sueño Florianápolis’ y ‘Familia sumergida’. Señora de rojo sobre fondo gris

Dos películas argentinas me ayudan a situar en el mapa a la enorme Mercedes Morán. Sí, la teníamos vista, pues no en vano ha estado en algunos de los títulos más importantes del cine de su país: como madre de socio de killer en la reciente El Ángel (Luis Ortega, 2018), también se paseó por la Luna de Avellaneda de Campanella en 2004 y chapoteó como la que más en La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001).

Una habitual en series televisivas desde principios de los 80, la de Mercedes ha sido una vida de sensaciones fuertes. A los 17 años, contra todo y contra todos, ya estaba casada y es en aquella juventud apenas vislumbrada -tuvo la primera de sus tres hijas con apenas 20 años- cuando comienzan sus escarceos con el teatro. Ella iba para socióloga, pero cuatro juntas militares -lo dice ella en las entrevistas- “dejaron sin efecto mi carrera”.

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¿Qué sentido tenía el estudio de la sociedad humana en ausencia de libertad? Mercedes todavía se sigue haciendo este tipo de preguntas en la Argentina de hoy, la misma en la que debe de salir a la palestra durante la concesión de un premio a su trayectoria cinematográfica (ocurrió a finales del año pasado en Mar del Plata) y pronunciarse a favor del aborto legal. El miedo constante en la Sudamérica del susto o muerte: el pronunciamiento, la involución, el retorno de los momios.

Y sin embargo, en la gran pantalla la Morán no había tenido un rol protagónico hasta hace cinco años. A rebufo de esta nueva y aplaudida etapa nos llegan al D’A 2019 Sueño Florianópolis (Ana Katz, 2018) y Familia sumergida (María Alche, 2018). Dos películas dirigidas por mujeres y que constatan sendas derrotas, dos actas levantadas alrededor de la madurez lúcida y, por tanto, forzosamente dolorosa.

En Sueño Florianópolis, una familia ficcionada (los padres están juntos sin estarlo) arriba a un Brasil lúbrico y esperanzador. Quizás tan solo lo sea en sus recuerdos de noviazgo, hace ya tantos años. Esa tierra donde practicar su macarrónico portugués, quemarse en playas de ensueño que ya no lo son tanto y dejarse vencer por la laxitud total. Y quién sabe… ¿aprovechar para arreglar lo nuestro?

Unas vacaciones entendidas como macanudas para lo que vendría siendo el grueso de la clase media globalizada. Con unos hijos adolescentes a los que todavía se les arrastra a regañadientes, azuzados por la idea de que quizás sea el último verano juntos. Pero sólo es el padre el que se hace ilusiones sobre el futuro, regocijándose entre las ruinas de una relación finiquitada. Más allá del negacionismo, es ella y sólo ella la que entiende que esta no es una penúltima oportunidad, sino un punto y final definitivo.

Y será ella la primera en abandonarse en los brazos de un desconocido, de quien poco importa pero mucho reconforta. Y lo hará sin sentimiento de culpa alguno, porque todo está hablado y sólo queda ponerlo por escrito. Así que Lucrecia -así se llama- se dedicará a hacer inventario de sus contradicciones, seguir sus propios instintos y dejar de juzgar a los demás pero sobretodo -y eso debe de ser lo más complicado para la psicóloga que es- de juzgarse a sí misma.

Sueño Florianópolis podría haber caído en la caricatura, en la ridiculización de la fuga vacacional tan rancia como ansiada. Pero no: está claro que su directora vivió / sufrió el equivalente a nuestras peregrinaciones costeras en el Seat 850 y que puede y quiere recrearlo sin necesidad de apelar a la nostalgia irónico-perversa. El sueño de la protagonista es un sueño de viajes y soledad, pero también de familia reencontrada. Una fantasía que como casi siempre se construye alrededor de una realidad no tan triste como… ¿convencional?

En Familia sumergida la crisis la desencadena la muerte de una hermana. El retorno a la casa vacía, con sus libros, sus plantas, sus pieles y sus aromas. Y la confirmación de una soledad multitudinaria: un marido que ya ni está para reconfortar, tres hijos que viven su día a día sin percatarse apenas del duelo materno y tan pocas amistades con las que poder contar.

En ambas películas hay aventuras con hombres pasajeros, episódicos, casi intercambiables. No están ahí para subrayar ninguna necesidad sexual, sino el abandono sin asomo de falta en los brazos del desconocido (lo que hemos visto hacer a roles masculinos toda la vida sin cuestionarnos su moralidad). En ambas historias idéntica sensación de lejanía, de desconcierto, de llegar demasiado tarde a demasiadas cosas. Y de querer ser una misma, al fin.

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La familia por debajo del nivel terrenal es en la película de Alche la compuesta por parientes fenecidos, idos, ya casi olvidados. El coro de tías, abuelos y primos lejanos a los que ya ni reconocemos por el nombre en las fotografías, sustrato irredento de cualquier saga o conato de estirpe. Y el drama de esta mujer es descubrirse teniendo ya más conversaciones con los muertos que con los vivos.

¡Salve pues, Mercedes Morán! Actriz mayúscula que uno vislumbra a pocos papeles de lograr algo imperecedero y brutal. Mientras llega ese momento (Sebastián Lelio, ¡qué gran papel podrías escribirle!) podemos disfrutar de algo tan inhabitual y sincero como son estas dos mujeres maduras pero en plena búsqueda, cohabitando con sus fantasmas personales y tratando de sobrevivir a los propios vástagos y los ajenos maridos.

Porque todavía están a tiempo. De lo que quieran.

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