Visto en el D’A 2018 (IV). ‘Dhogs’ y ‘A estación violenta’: sostiene Galicia

Desde el noroeste peninsular no sólo llegan borrascas. Una temporada más, también arriban algunas de las propuestas más innovadoras y honestas en lo que al buen hacer cinematográfico se refiere.
Nos centraremos en dos óperas primas vistas en el marco del D’A Film Festival: Dhogs (Andrés Goteira, 2017) y A estación violenta (Anxos Farzáns, 2017). La primera aspira –y la verdad es que lo logra- a reformular los cánones mismos de la experiencia cinematográfica, en plena mutación de formatos, alternativas a la exhibición en sala e implicación de los espectadores. Y la segunda, desencantada y triste, repasa las ruinas de una juventud en la que todo parecía posible (incluyendo el que esta nunca se acabase).
Tres son los bloques en los que se estructura Dhogs. Podrían ser más, podrían ser menos: hasta el final no sabremos que tan solo estamos explorando tres repliegues de una narración topográfica conformada por innumerables curvas de nivel. Un taxista que asiste impasible a la gestación de una infidelidad (¿a cuántos hombres de negocios hastiados no habrá conducido a hoteles sobresaturados de promesas sicalípticas?). El suyo, en cualquier caso, no es más que un trabajo a tiempo parcial, aprovechando un interludio entre carrera y carrera para protagonizar una extraña audición / performance.
La noche será el preludio de un amanecer de instintos básicos y apetitos animales, con la víctima de un depredador sexual camino de una fosa anónima en mitad de ningún sitio. Siguiendo su via crucis nos cruzaremos con una madre y un hijo mal avenidos, al cargo de una gasolinera poco concurrida. Y con un cazador perverso que tanto puede ser su salvador como su verdugo.
No, el qué o el cómo no es determinante en el caleidoscopio ensamblado por Goteira. De hecho, uno empieza bien pronto a sospechar que cualquier cosa es posible, sometidos como estamos a una aleatoriedad desconcertante. Sólo al final seremos conscientes de nuestra responsabilidad como espectadores: pasivos en la etapa clásica del cine, quién sabe hasta qué punto demiurgos y copartícipes en el cine (transmutado en experiencia) que viene.
La crueldad-disfrute (a la que Haneke le dedicó dos versiones de una misma película, Funny Games que demostraban que él también podía adaptar su discurso a la procedencia de la audiencia) es un poderoso catalizar de tramas, pero… ¿hasta qué punto podremos llegar a condicionar la representación misma?
Alejado de este cine visionario y contundente, A estación violenta vendría a ser una elegía pop, qué digo, una balada folk en formato visual. Un personaje que nunca se fue, dos que vuelven y un Satán atemporal. Eso y un prólogo capaz de retrotraernos a un tiempo de sensualidad y locura compartida bastan para poner en movimiento (un movimiento circular, lejos del aparente caos de Dhogs) el relato-recuerdo, alegoría de otra ciudad y otra generación perdida.
Lo inevitable –en forma de destino o maldición, escoja usted- coquetea con las innumerables posibilidades de escape que la vida le sigue ofreciendo al más derrotista de los humanos, ya sea en forma de compañera de trabajo caritativa o hermana del que finalmente triunfó para perderlo todo… entre sus brazos, eso sí.
El guión a muchas manos no enmascara el ritmo que Ángel Santos sabe imprimirle a sus blues de provincias: danzas alicaídas, coplas inmortales, aliento del ayer y fatalidad a pie de playa.
Quizás sea este uno de los rasgos distintivos de esta consolidadísima pleamar (más que nueva ola) gallega: rabiosa contemporaneidad (en la lonja de pescado o en el desierto de Tabernas) y muchas ganas de volverlo todo del revés, cediéndole el mando a distancia a un espectador con ganas de participar en el drama, de sumergirse en unos nuevos tiempos en los que podrá elegir ser héroe o villano.