Vanda y un señor de París
Me gusta pensar en Roman Polanski como en un director autoconsciente, de los que se preocupan incluso de cómo y cuándo será su despedida del cine. Esa cosa tan digna y necesaria que se dio en llamar “legado”… hasta que a algún mediocre le pareció un término fatuo y pretencioso. ¿Será de los que repasan su filmografía desternillándose o cabreándose por renuncias, errores y demás aventuras frustradas? Sí, Polanski debe de ser de los que odian las medias tintas. Un tipo con las ideas demasiado claras, algo autoritario y cada vez más cascarrabias (o esa es la imagen que proyecta, acostumbrados como estamos a verle maltratar verbalmente a su pareja en toda rueda de prensa festivalera).
A Emmanuelle Seigner –que a estas alturas también debe de saber que a Roman no le quedan más de tres o cuatro filmes por hacer- le costó mucho deshacerse de la etiqueta de “señora de”. Y aprender a ignorar las sonrisas sarcásticas cuando conocían que le separaban 33 años de aquél hombre nervioso, traumado y bajito con el que se casó en 1989 con apenas 22 primaveras. La modelo y la bestia. O en su versión clase media (mucho menos romántica): “ella tiene cara de trepa. Y él está ya chocho, fijo”.
Seigner había sido una “chica Godard” en Detective y después de su emparejamiento con el controvertido realizador de origen polaco trabajó también a las órdenes de un Darío Argento en horas bajas (Giallo) o con el muy mediático –y muy sobrevalorado- Julian Schnabel (La escafandra y la mariposa). Seamos sinceros: ni para su marido (así se sobreentiende viendo sus roles en Frenético, Lunas de hiel y La novena puerta) parecía ser otra cosa que una presencia femenina amenazante que rezumaba sexualidad y condenaba con un giro de su melena a machos desamparados.
Largo, muy largo ha sido el camino hasta verla convertida en fabulosa intérprete capaz de cargar sobre sus espaldas con el peso exacto de media película en esta La Venus de las pieles. El milagro –el supremo acto de amor, quizás- lo logra Polanski en un filme que dista mucho de ser menor (un calificativo que he visto repetido en multitud de medios y que sí se le podría haber aplicado a El pianista, la que tantos éxitos le deparó). No nos engañemos: Polanski llevaba desde Tess (1979) sin hacer una película memorable.
Y para lograrlo ha tenido que mostrarse tal cuál, en cueros, más expuesto que nunca. En un tuya-mía de altura que me ha recordado, cómo no, a otros celebrados duetos de la historia del séptimo arte (Infierno en el Pacífico, La huella, En tierra de nadie) pero sobretodo a la cinta más reivindicable del italiano Giuseppe Tornatore, Pura formalidad (1994). En ella, el propio Polanski –aquí en su faceta de actor- ejercía de juez custodio, interrogando al mismísimo Gérard Depardieu a las puertas del Cielo. O del Infierno, según.
Roman ya no está para jueguecitos. La sexualidad (que era el argumento en sí mismo de filmes como El cuchillo en el agua, Repulsión, El baile de los vampiros, ¿Qué? o Lunas de hiel) es contemplada por este octogenario como el Deus ex machina que gobernara antaño sus brillantes pulsos de morbo y sana perversión buñueliana. En La Venus de las pieles el autor –él mismo, pero con el apellido Amalric- descubre los engranajes de su corpus cinematográfico. Es casi como asistir a la última función de un mago dispuesto a revelarnos el truco final. Sin florituras, sin chisteras, sin conejos. Extendiéndose en el diván y tomando prestada una obra teatral que parece ser otra de sus biografías no autorizadas.
Para ello escoge a su ama dominante y la convierte en musa de musas. En esa intérprete perfecta soñada por cualquier dramaturgo primerizo: la encarnación del personaje, la plasmación exacta de todas las pulsiones jamás llevadas a cabo por el burgués cansino que se muere por un poquito de cuero y un látigo manejado con donaire. Ella será la maestra de ceremonias, la verdugo que aparece mojada y terriblemente vulgar en el teatro de las audiciones perdidas, dispuesta a juzgar al que cree tener la maza y el peluquín. Pobrecito.
El elemento maléfico –fáustico, en este caso- vuelve a ser la mujer. Esa bruja-mártir redimida y condenada alternativamente durante medio milenio de cultura Occidental. Botticelli, Tiziano, Rubens, Velázquez, Cabanel. La suma representante de la lujuria no es más que el espejo en el que el hombre –el género que, invariablemente, pintaba los cuadros- se mira y se abstrae. Sólo hay una culpable, incluso de nuestras perversiones y aparentes desviaciones. Eva, siempre Eva. ¡Desdichado Adán, él, que no quería!
Pues no. Vanda (la protagonista de la novela de Leopold von Sacher-Masoch que trata de adaptar nuestro reprimido alter ego de Severin von Kusiemski) no está aquí sólo para convertir en esclavo al pelele culturetas, sino para liberarle de todos sus miedos y represiones. ¡Por supuesto que él quiere pecar! Y ella le ayudará a confesar sus verdaderos intereses (maquillados bajo la conveniente patina intelectual), a vestir para la ocasión y quedar atado de por vida a lo que realmente es.
El perfecto manipulador decadentista acaba sucumbiendo ante la personificación de todos sus deseos. No es un tema nuevo y, sin embargo, la manera elegida por Polanski para contárnoslo (las tablas de un escenario decorado de manera estrambótica, tramoya heredada de una obra todavía más frívola) resulta lúcida y perturbadora. Un sentimiento de extrañeza que se le contagia al espectador desde la primera escena, con esa Vanda-Mefistófeles caminando en plano subjetivo por la avenida arbolada, en mitad de una tormenta con inusitado aparato eléctrico. ¿Realidad o ficción? No, la pérfida Vanda (pérfida siempre desde la omnipresente perspectiva masculina) es una figura literaria en sí misma, quintaesencia de esa simbología recurrente que acostumbra a reunir en una misma habitación al sátiro y a la frívola.
La elección de Mathieu Amalric como sabiondo sin el coraje suficiente para protagonizar sus vicios privados no es en modo alguno casual. Se parece –¡y de qué manera!- al Polanski de Chinatown y El quimérico inquilino, aquél al que le gustaba estar a uno y otro lado de la cámara. Amalric es ahora el Polanski cuarentón, cargado –y eso ya es mucho elucubrar, lo sé- de sus sempiternas obsesiones de esteta anonadado ante la condición femenina.
Donde no triunfaron Fellini o Truffaut (que acabaron sus respectivas carreras cultivando una imagen de seductores algo trasnochada, enamorados del “ellas” genérico pero estancados en un acercamiento tan masculino como reduccionista), prevalece Polanski. Porque sólo ahora –desde una madurez pletórica y sin arrepentimientos- puede burlarse de sí mismo a placer, permitiendo que su eterna víctima –como hacía Sigourney Weaver en La muerte y la doncella– se ensañe con el torturador melifluo que lo único que ha deseado durante todo este tiempo ha sido… gastar taconazos, coño. Y que le castiguen por haber sido un chico malo, pero que muy malo.
¡Oh, sí!