‘Upstream color’ y otras películas que jamás entendí del todo

Shane Carruth es uno de esos directores a los que no les gusta ponérselo fácil al espectador. Y así, en caliente, esto no debería de entenderse como un piropo, sino como un insulto toscamente maquillado. Porque recién vi Upstream color (ganadora del premio del jurado en el último festival de Sundance y de improbable estreno en nuestro país) y me embarga el estupor y la impotencia, como siempre que termino de ver películas que no acabo de entender del todo. (“Lo primero es reconocerlo”, o eso me dijo el médico).

Entender y gustar, por desgracia, acostumbran a ser sinónimos en el arte occidental. No nos pongamos estupendos: mayormente nos gusta aquello que entendemos, sí. Y arrugamos el morro ante aquellas películas –en esta difusa disciplina artística llamada cine- donde algo se nos escapa, donde algo entendemos que… no queda explicado. ¿Seguimos exigiéndole la “comprensibilidad” total a aquello que vemos? ¿Acaso alguien se cree todavía que cuánto mejor quede delimitada una historia, mejor es?

No, me atrevería a decir que desde hace un par de generaciones cinéfilas –tres en la literatura, cuatro en la pintura-, esto ya no es así. Tras el ofuscamiento inicial, nos acabamos deleitando ante esa sensación de plenitud imposible. Ya pasaba en la primera película de Shane Carruth, Primer. Preguntad, preguntad a amigos y conocidos “de qué iba Primer”. Escuchareis respuestas como esta: “ah, la de los viajes en el tiempo… un poco rarita, ¿no?”. “Sí, los dos tipos aquellos que se encierran en un garaje rollo mitología de Apple y se montan una máquina para ir, volver, recular… joer, había que tener conocimientos de relatividad especial para entender aquella paranoia”. Pero en general… Primer gustó. ¿Por qué?

No explicarlo todo. O incluso dejar cierto regusto de obra en progreso (Eyes wide shut (Stanley Kubrick, 1999)) o concierto inacabado (El tiroteo (Monte Hellman, 1966)). Engañoso, muy engañoso, incluso puede que un tic de la autoría malograda. Pero efectivo. Primer no era una cinta memorable, pero como otras muchas películas-experiencia (La montaña sagrada (Alejandro Jodorowsky, 1973), Cabeza borradora (David Lynch, 1977), La fuente de la vida (Darren Aronofsky, 2006), Holy motors (Leos Carax, 2012), poseía el perverso don de la evocación.

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Como acabo de adscribirla a tan minoritaria tendencia, lo suyo será retornar a la… sí, a la muy evocadora Upstream color antes de olvidarla, antes de leer demasiado sobre ella, antes de darle al rewind y comenzar a encajar las piezas (o creer que uno lo logra). Os contaré, a grandes rasgos, lo que creo haber entendido, que acostumbra a ser una demostración palmaria de las propias y clamorosas limitaciones. Un ejercicio de sinceridad crítica o de estupidez compartida, según. Esta ha sido “mi” película, la que me he acabado construyendo; me gusta así, aunque admito aportaciones. [El filme es tan hiperbólico que no entiendo que lo que vengan a continuación sean spoilers… pero necesito ponerlo por escrito, como siempre que trato de aclarar algo. Disculpadme].

Un jardinero hacendoso entre macetas, transplantando y removiendo la tierra. Unos niños del vecindario revolotean en torno a su casa. Nuestro hombre parece estar especialmente interesado en los gusanos que pueblan las raíces de algunas de ellas, aquellas en las que un extraño pigmento azulado ha colonizado sus hojas (ese color “a contracorriente” al que se refiere el título original). Va recolectando las larvas (¿el cebo para sus anzuelos?) y no tardamos en descubrir que estos poseen una extraña cualidad.

Los chavales están en el secreto. Bebiendo un extraño brebaje obtenido tras hacer entrar en contacto el agua con las lombrices, son capaces de repetir miméticamente movimientos, de anticipar incluso los del rival. De alguna manera difusa… de influir en el otro.

Las posibilidades del descubrimiento se nos antojan infinitas. No tardamos en descubrir que esas manos que tan meticulosamente recolectaban la materia prima para las pesadillas ajenas… también han pensado en sus “posibilidades”. Trapichea con los poderes cuasi alucinógenos de estas criaturas e incluso va más allá en su explotación comercial: elige víctimas anónimas, se apropia de sus voluntades y les desvalija la casa, al tiempo que vacía sus cuentas bancarias. Sencillamente pidiéndoles que saquen el dinero, jugando con el ilimitado poder mental que tiene sobre las desamparadas cobayas de su lucrativo experimento. Series repetitivas, libros que deben de ser memorizados, anulación del libre albedrío… un estado hipnótico del que sólo saldrán cuando su carcelero-chamán así lo quiera.

La vuelta a la realidad es dura. Uno acostumbra a perder su empleo tras el prolongado e injustificado absentismo. Para descubrir acto seguido que no le queda ningún ahorro. Y que padece insólitas secuelas físicas: los dichosos gusanos se han incorporado al flujo sanguíneo. ¿Cómo extraerlos sin recurrir a medios pedestres muy Darío Argento?

Es aquí donde entra en juego otro extraño personaje del que no llegamos a saber en ningún momento hasta qué punto está conchabado con el primero. Un tipo que se dedica a reproducir sonidos de su entorno y convertirlos en parte del paisaje sonoro de las víctimas originales. Porque estas –las que han visto envenenada su sangre y destrozada su vida- acaban acudiendo a su caravana, a su llamada a través de los campos.

Tras una intervención quirúrgica bizarra, parte de su esencia les es transmitida a unos… a unos gorrinos. Sí, unos cerdos de granja que acaban interactuando e influenciando en la vida de los seres humanos que fueron (¿que son?). Un Gran Hermano versión pata negra en el que provocar encuentros, enfados y disociaciones. (Sí, ese fue el momento en el que le di a la pausa y empecé a dar vueltas por el comedor. ¿Se prestaría Mercedes Milá a moderar los debates de un reality porcino? Demonios, ¿acaso no lo hacía ya?)

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El trauma acaba uniendo a los damnificados. ¿O no hacen más que reproducir los patrones de comportamiento que ensaya el granjero en su explotación? Así conocemos a Jeff –interpretado por el propio director-, un tipo algo marrullero que también trata de sobreponerse a una experiencia que le supera. Al igual que Kris, desarrolla un trabajo anodino; ambos tratan de pasar por lo que no son, ambas han aprendido a desconfiar patológicamente del prójimo. Y mientras tanto, nuestro científico de los puercos sigue jugando, influyendo sobre ellos a través de los ruidos de las máquinas con las que interaccionan y que tanto les recuerdan a otros sonidos de la propia naturaleza (¿debido a su condición dual de hombres-cerdo?). Como si de un observador de Fringe se tratase, estudia los gustos de los sujetos involucrados en esta prueba pavloviana: sus rutinas diarias, sus flaquezas, sus deseos. ¿Con qué propósito?

Nuestro creador de conexiones, nuestro doctor Frankenstein de la sociología de laboratorio, hace estragos a su paso. Para empezar, en el cuerpo de sus víctimas: algo les ha sido extirpado, como sabemos después de que nuestra protagonista se someta a un chequeo médico.

La condición animal parece imponerse en la pugna. Ciertos lugares les atraen, los recuerdos de unos y otros se entremezclan hasta resultar indistinguibles. Necesitan abandonar su bucle melancólico, romper el férreo protocolo impuesto por el Creador. Improvisar y abandonar el redil –la piara, en este caso- para saber qué les está pasando. En el momento en que sean conscientes de estar siendo observados, en el instante en que abandonen sus quehaceres preprogramados… estarán en condiciones de salir del círculo, matar a su Dios anodino y quién sabe si volver a reestablecer un cierto equilibrio en el universo.

Vale, sé lo que estáis pensando: menuda fumada. De acuerdo, a Shane Carruth se le ha ido un poco la cabeza, pero se le puede perdonar. Como a cualquier loco dispuesto a dirigir, escribir, interpretar, fotografiar, editar, componer y… distribuir sus películas. Aunque tarde diez años en poner en pie sus proyectos, con presupuestos ridículos e intenciones demasiado grandilocuentes (a veces uno cree haber visto una peli de González Iñárritu con argumento de Cronenberg).

¿Sabéis? Lo cierto es que tengo ganas de enfrentarme de nuevo a Upstream color, entendida ahora como una oda a la independencia compuesta por un director que chapotea en charcos propios, alejado de la ciénaga donde la mayoría hozan. No os asustéis, uno no da mucho más de sí, así que no tendré el mal gusto de “entenderla” un poco mejor. Aunque quizás me acabe inventado otra historia que encaje mejor con la moraleja que ya empiezo a presuponerle. Ah, nosotros, nuestra cochina circunstancia y… y esas benditas películas que jamás comprenderemos del todo.

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