‘Una pastelería en Tokio’: Naomi Kawase, lejos de aguas turbulentas
La última película de la directora japonesa Naomi Kawase discurre también por las plácidas aguas –“bienintencionadas y complacientes”, dirá algún diablillo- por las que lleva haciéndolo su cine desde ese punto y aparte que supuso El bosque del luto (2007). Se abrió así una etapa menos sutil, puede que incluso menos profunda. Pero que le ha permitido llegar a un público más numeroso, ese mismo público que no ha tenido oportunidad de ver (y que posiblemente disfrutaría) su mejor película hasta la fecha, la mística y misteriosa Shara (2003).
Aguas tranquilas (2014) quizás fue, en ese sentido, su sima absoluta. La poética acuática de la Kawase parecía agotada, incluso se nos antojaba hueca, apelando reiteradamente a imágenes y referentes manidos (el amor adolescente, la tormenta (atmosférica y emocional), la muerte accidental (o no) que desencadena la catarsis familiar…) La realizadora entregaba así un producto falsamente pulido, apto para casi todos los paladares y alejado de la ambigüedad (de la polisemia, más bien) de sus trabajos más alabados. Como si la fórmula –que la hay- hubiese sido simplificada…. refinada, corregida y aumentada. Cuando lo que hacía excelente a su cine era la proliferación de aristas, el material en bruto, por desbastar.
Una pastelería en Tokio hace de la elaboración y venta de dorayakis un recorrido espiritual, un camino de perfección que ya hemos visto muchas veces en el cine nipón. Concretamente en los dos principales frentes abiertos: la cocina convertida en competición (contra uno mismo) y la existencia de otro grupo de descastados todavía marginados en el muy clasista país del sol naciente.
En Tampopo (Juzo Itami, 1985), el ramen y su ciencia infusa daban forma “al primer noodle western” de la historia del cine, un delirio con maestros a lo Karate Kid y aspirantes dispuestas a perfeccionar la técnica perseverando… o ejerciendo el “espionaje industrial” en los fogones ajenos. Y por otro lado, en Duelo silencioso (1949) Akira Kurosawa nos hablaba del drama de un cirujano que contraía la sífilis operando a un paciente, precipitándose a partir de entonces en un infierno personal –pero en silencio, como buen japonés-. Los prejuicios, en suma, que acompañan a las enfermedades-tabú.
Los pastelitos de salsa de fríjoles rojos y la lepra, respectivamente, son los dos asuntos principales de esta Kawase más contemplativa, más “japonesista” (que vendría a ser lo que los occidentales entendemos por “ser japonés”, floración de los cerezos incluida). Haya transigido o no como resultado de la socorrida coproducción, lo cierto es que Una pastelería en Tokio logra lo que pretende –por primera vez, diría, descaradamente en el cine de Naomi Kawase-: emocionar. De una manera queda pero no tan delicada como en otras ocasiones, invirtiendo menos tiempo en “preparar” el momento, en destilar el sentimiento… pero manejando con maestría sus escasos elementos: una tienda esquinera en un barrio periférico de la capital, los tres perdedores que la habitan y el sucederse de las estaciones.
Es así, a base de copas de árboles agitándose, caldos en ebullición y pacientes esperas, como la cinta nos entra dulcemente –como los dorayakis, sí-, sin llegar a empalagar. Y eso que hay mucha azúcar, y eso que nos conocemos todos los trucos: el trauma del tipo meditabundo condenado a ser cocinero a su pesar, el de la enferma en eterna cuarentena que saluda a cada nuevo día con regocijo panteísta (y excéntrico), el de la adolescente con mamá ausente a lo Nadie sabe (Hirokazu Kore-eda, 2004)… todos son desclasados arquetípicos y sus carencias parecen construidas a partir de los retazos de otros personajes merecidamente inmortales.
Pero está lo importante, el discurso vertebrador de toda la obra de la directora de Nara. La carga del pasado. Las ausencias que nos acompañan. Los que nos hablan sin estar ahí, ya sea un hermano muerto o una bandada de pájaros. El triunfo del paso del tiempo, fracaso anticipado de nuestros propios cuerpos.
Tras otro garbeo de la tierra alrededor del sol, nos queda la determinación. La de empezar a querer hacer algo, lo que sea… pero de verdad, empleándonos a fondo en la empresa. La de huir de quienes trafican con las ganas de vivir ajenas, aunque sea a la carrera y canario en mano. ¿Enseñanzas simplonas, de libro de autoayuda rebajado de precio? En absoluto: entre el cripticismo sublime de Shara y el simbolismo carente de símbolos elaborados de Una pastelería de Tokio (le basta con enfocar el rostro de una anciana agradeciendo un nuevo amanecer) no media ningún abismo.
Son sólo formas diferentes de hablar de lo que a una le importa, queriendo esta vez que tu mensaje le llegue a una audiencia mayor. Poder ser comercial sin dejar de ser autora. Un lujo al alcance de muy pocas.