Tuan Andrew Nguyen. Nuestros fantasmas viven en el futuro

“Las narrativas son intangibles. Después de contar una historia, esta desaparece. Los objetos son muy tangibles. Pero creo que esos objetos también pueden sostener una historia intangible”. Tuan Andrew Nguyen.

Para Tuan Andrew Nguyen, Vietnam es un lugar en el que el reloj de la historia (o más bien de la vida de aquellos que la escriben) se detuvo hará cosa de medio siglo. Concretamente en 1975, al acabar un conflicto de tres décadas con un imperio colonial en retroceso (Francia) y otro imperio global en funciones (EEUU). Todo lo ocurrido sembró el territorio de unos espíritus que se proyectan hacia adelante, invocando a los supervivientes y a sus descendientes desde los túneles excavados bajo tierra, desde las aldeas borradas del mapa y los terrenos baldíos que siguen albergando en sus entrañas aquel armamento descomunal arrojado sin mesura desde ultramodernas fortalezas del aire.

La exposición temporal que pudo verse en la Fundació Joan Miró de Barcelona entre el 10 de mayo y el 24 de septiembre de 2024 (y resultado de imponerse Tuan en el premio homónimo convocado bianualmente) arrancaba con unos móviles al estilo Calder cuyo sentido e intención se explorarán más adelante. Como pórtico de bienvenida chocaba uno con esas trayectorias balísticas sustentadas en el aparente vacío, ecos de aquellos bombardeos de cadencia ininterrumpida (en esta guerra se arrojaron casi 8 millones de toneladas de bombas, el doble de la cantidad usada por los aliados en toda la Segunda Guerra Mundial). El movimiento relativo de sus diferentes elementos emite sonidos en una frecuencia con unas supuestas propiedades sanatorias (supuestas para este occidental poco crédulo pero muy tangibles para alguien educado en la tradición budista, acostumbrado al uso de cuencos y campanas en las diferentes liturgias).

El primer acercamiento a este respecto (a ese 10% de bombas que no detonaron y que han causado más de 100.000 muertos desde que se diera por concluido el conflicto) es la inquietante y mórbida historia de una bomba en vías de ser desmantelada… ¡contada por ella misma! En Los sonidos de los cañones, familiares como tristes estribillos resuenan las consignas de efectividad quirúrgica propias de aquellas operaciones militares bautizadas con pomposos nombres e ilustradas por los noticiarios propagandísticos del momento, así como diversos soliloquios del propio artefacto sobre el trato recibido y su supuesta función (hacer daño, mucho daño) postergada. Su explosión controlada -y sus terribles consecuencias sobre una geografía inhabitada y convenientemente balizada- terminan por acallar la voz interior… y cualquier discurso preconcebido que hasta ese momento manejase el visitante.

La pieza de mayor duración -una producción cinematográfica en toda regla, Los sonidos insepultos de un horizonte turbulento– nos cuenta la historia de una escultora local que trabaja justamente con ese material (el fuselaje de las bombas lanzadas) para escándalo de su piadosa y enferma madre. La cosa no termina ahí: un buen día descubrirá la cercanía entre su fecha de nacimiento y la de la muerte del también escultor y precursor de la escultura cinética Alexander Calder… ¿y si fuese ella su reencarnación?

El resultado es un curioso drama humanista, en el que el respeto por los que ya no están halla una vía de expresión tan polémica como consecuente. Merced a la intermediación de un monje budista, vuelve la idea de la chatarra fatídica moldeada con el objetivo de hablar expuesta al viento, de curar a través de su potencial criminal silenciado. Láminas moldeadas resultado de haber sido fundidas y convertirlas en carillones afinados a la frecuencia de 432 Hz (la resonancia Schumann).

Los dos últimos cortometrajes arrojan luz sobre otra genuina perversión que caracterizó este dilatadísimo conflicto armado: la utilización, en el ejército regular francés, de soldados que provenían a su vez de otras colonias francesas. No se quedaron (muchos ni pudieron contarlo), pero su descendencia no ceja en su empeño por entender las razones de su marginación (imaginaos el estigma de haber tenido por padre al enemigo). A través de antiguas fotografías y de una misiva escrita en primera persona por Habiba (la hija de un soldado marroquí muerto, otra espigadora que malvive recolectando lo que otros desechan) sabremos de esa sensación de desarraigo y de pertenencia impostada, impuesta a víctimas que se relevan en una secuencia interminable de agravios y daños colaterales.  

De Marruecos saltamos al Senegal, donde en una instalación 360 grados y a cuatro pantallas asistimos a un conflicto desarrollado en diversas líneas temporales; el de los soldados senegaleses encuadrados en unidades de origen subsahariano (los tirailleurs sénégalais) que tuvieron que aprender a… ¿olvidar todo por lo que habían pasado?

El viaje de Tuan Andrew (nacido en 1976) es de ida y vuelta, como su propio trasiego existencial. Porque el artista nació en Saigón, sí, pero vivió muchos años en los EEUU hasta su definitiva vuelta a un Vietnam del que sabía más por sus padres, sin el recuerdo de un conflicto que no vivió en carne propia… ¿o quizás sí, merced a esos fantasmas que se reencarnan, que no olvidan, que padecen por las heridas viejas y las cicatrices venideras?

Tuan emplea su arte con unos fines que pueden ser tildados de ingenuos (¿ayudar a que las víctimas de realineen con la frecuencia de la Tierra?) pero que hallan una hermosa forma de expresión: la claridad, el acabado visual rotundo pero sin esteticismos, la injusticia que no conoce de nacionalidades y hasta un cierto optimismo en la desgracia comunitaria pendiente de asimilación.

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