Tu casa a juicio. Propuesta de guión para el capítulo #126
[La cosa empezó como un chiste privado alrededor de uno de los fenómenos televisivos del momento: la fascinante y repetitiva Tu casa a juicio (Love it or List it). ¿Qué pasaría si..? Aquí va una fantasía alrededor del programa que más ha contribuido a que envidiemos a los canadienses y su mundo feliz] Plano general de una casona en mitad de la nada. Conocemos a la habitual pareja vivaracha, Marian y Mike, profundamente enamorados, padres amantísimos de dos hijos y con la habitual cara de satisfacción que lucen los burgueses de sexta generación encantados con su suerte. Han decidido que su “solución habitacional” no les satisface: sus trescientos cincuenta metros cuadrados están mal distribuidos, no tienen sitio para un armario ropero donde les quepan las dos toneladas de trapitos que no piensan donar a la beneficencia (“¿por qué hay gente que pide, Mike? ¿Qué se creen, qué esto es España?” –comentario censurado-) y por si fuera poco… ¡la cisterna del baño les gotea por las noches! Un desastre, vamos. Ni que decir tiene que la decisión la ha tomado ella, porque en realidad él no quiere mudarse: ama el barrio, el trinar de los pájaros por la mañana, la seguridad que le da el no tener que trabajar para vivir… y ama también a una vecina que vive dos calles más abajo. Todo cuenta a la hora de hacer la lista de los ‘pros’. Descubrimos que compraron la casa hace 13 años, cuando él atravesaba una profunda crisis espiritual y ella había decidido dejar de experimentar con las drogas de diseño. Sí, posiblemente no era el momento más oportuno para tomar este tipo de decisiones. Y luego vinieron los hijos y entonces –asegura Marian- “entendí que mi vida se había acabado”. Hillary y David, nuestros dos jinetes del Apocalipsis, deambulan por la casa desierta con la cama por hacer, la colada a medio tender y la sala de juegos de los niños presidida por una gran pintada en rojo donde puede leerse ‘redrum’. David no para de hacer comentarios mordaces y despectivos (“mi caseta del perro es más grande que esta habitación”, “esta cocina tiene menos luz que el sótano de The Blair Witch Project”, “aquí huele a muerto… ¿sigues con tus problemas de gases, Hillary?”), mientras ella le lanza miradas recriminatorias y lo trata con infinita condescendencia. David subraya varias veces que es el mejor, que lo va a petar, que les va a encontrar la casa de sus sueños y está tan seguro de ello que se saca la pija y comienza a mear en mitad del comedor. Hillary lo castiga con un silencio sepulcral, optando a continuación por una actitud victimista-agresiva marca de la casa. La diatriba concluye asegurando a cámara que la casa tiene posibilidades y que la va a convertir en un mausoleo kitsch versión años 90. El primer encuentro con los clientes no podría ser más tenso. A Hillary le ofrecen un presupuesto de 100.000 dólares que ella califica de ridículo (“si llego a saber que sois unos muertos de hambre paso de aceptar esta mierda de encargo… ¿tengo cara de hacer esto por necesidad?”), mientras David contará con un millón de dólares para buscar casa nueva (“¿Bromeáis? Con ese dinero podría compraros tres bloques de pisos en Ciudad Meridiana. Os vais a cagar por la pata abajo”). Hillary y David sentados en el sofá, interior, día. Ambos se desean suerte, pero David subraya que no la necesita porque tiene dinero, es famoso, consume crack habitualmente y se va a casar con su cuarta esposa. Hillary lo mira con sorna y musita: “¿a quién quieres engañar, corazón? En todos los cuartos oscuros que he reformado este año he visto una foto tuya presidiendo la estancia”. David, tras ensayar una mueca por sonrisa, comienza a enseñarles casitas adosadas (american deco, para ser más exactos). Los susodichos han pedido una en el barrio (les encanta, porque está repleto de gente hipotecada que lleva a sus hijos a colegios exclusivos, se relajan echando unos hoyitos los sábados por la mañana y padecen las almorranas en silencio), así que nuestro agente inmobiliario los lleva a 32 kilómetros de allí. Les gustan las zonas tranquilas y los barrios residenciales, así que David opta por un suburbio al lado de la autopista. Le han pedido 4 habitaciones, así que les muestra 2.
Ah, y un sótano “completamente acabado”, así que la elegida parece una tenada, con restos de humedad y obra vista por doquier. La pareja pasea por las habitaciones horrorizada, mientras David subraya que cerca de allí hay un penitenciario y un descampado donde los yonquis van a meterse de todo. La mujer –que será claramente la antagonista de la historia- le dice que si está de coña o va puesto hasta las cejas y David la mira como si fuese a poseerla allí mismo, en el recibidor por donde se pasean media docena de ratas. Salen de la casa y una prostituta le ofrece un servicio al marido, que le ruega a su mujer que lo espere dentro del coche porque tiene que ir a mirar unas cosas “a la parte de atrás”. Comienzan las obras, comienzan los problemas. Un paleta con pinta de actor de Hollywood que pasa de acudir a castings le dice a Hillary que la caldera está a punto de reventar, el suelo radiante pierde, las paredes están siendo devoradas por terminas, están sobre una zona sísmica, las vigas estructurales están afectadas de aluminosis, los cimientos se alzan sobre arenas movedizas y… y él tampoco se encuentra muy bien. Hillary abre muchos los ojos y se lleva las manos a la cabeza mientras le espeta: “imbécil, ¿y por qué me cuentas todo esto a cámara?”. Hillary les da las malas noticias a la pareja con sumo tacto (“vuestra casa es una mierda: amenaza ruina y posiblemente vuestros hijos tengan sarna y legionella”). Marian parece no escucharla. A lo que realmente le da vueltas es al conjunto de ropa interior que encontró hará dos noches en el cajón de la mesita de noche de su marido. Se pregunta si esto del “cambio de aires” habrá sido buena idea, después de todo. Hillary aprovecha su desconexión mental para pedirle más presupuesto, argumentado que a cambio tendrán una habitación con vistas. Ninguno de los dos entiende muy bien a qué se refiere, pero salen de su antigua casa (ahora convertida en un esqueleto de madera y forjados retorcidos) con la cabeza gacha. En el exterior, él la culpa a ella de su infelicidad, mientras ella rompe a llorar y le dice que jamás debió de perdonarle aquél affair con su compañera de trabajo, “la guarra de la Jessy”. Todo esto grabado desde un ojo de buey de la segunda planta, plano subjetivo. Siguiente casa (craftsman style) [disminuir tamaño de grano de la imagen]. David parece haberse centrado un poco más, aunque todavía tiene restos de cocaína en el tabique nasal. Está eufórico y les asegura que si esta casa no es de su agrado es que no tienen gusto y se merecen un apartamento en Benidorn. Ella sonríe por su ocurrencia –coquetea descaradamente con él-, mientras el marido acaba de cerrar una nueva cita para esa misma tarde a través de eDarling. A nadie le importa la casa que están viendo, que destaca por su decoración estilo Luis XIV y sus suelos Ricardo III (segundo acto, charco de sangre incluido en el extremo izquierdo). Mike da una excusa peregrina y abandona la filmación, mientras su mujer, destrozada, se deja caer junto a la puerta del que sería su quinto cuarto de baño. Hillary obliga a trabajar a su equipo a destajo. Hace cinco días que no ven a sus familias y están a punto de plantarse. Incluyendo su colaboradora habitual, que en un aparte confiesa que “es la última vez que esta nazi me roba una idea”. Es tal el stress, que uno de los carpinteros se cae por el hueco de las escaleras y se abre la cabeza contra una mesita esquinera. Hillary, nerviosa, le asegura a su compañero que tendrá un bonus si logra emparedar al finado. Marian –visiblemente demacrada y con los rulos todavía puestos- quiere comprobar el ritmo al que avanzan las obras. Descubre estupefacta que Hillary ha decidido demoler la planta de arriba, convertirlo todo en una zona diáfana y decorar el suelo con cuadrados de colores que le recuerdan a la pista de baile de Fiebre del sábado noche. Se pone a llorar en un extremo, arrancándose mechones de pelo y maldiciendo su suerte. “¡Mierda, mierda! ¡Mi marido es un putero y se cree que nuestros dos hijos son suyos!”. Hillary le trae un vaso de agua y le pide que sea fuerte, que va a enseñarle unas cuántas cositas de la vida. Cierra la puerta, entorna las contraventanas y le pide que se relaje, que “quién lo prueba ya no vuelve”. David parece más confiado que nunca. Les lleva a una casa gothic revival que está en frente de la que viven. Es exactamente igual que la que tenían, pero con orientación sureste. Marian luce una sonrisa de oreja a oreja, lleva un libro de Anaïs Nin bajo el brazo y una camiseta con un par de mujeres al volante [Tamara de Lempicka, 1929. Comprar en eBay]. Por su parte, Mike muestra restos de lápiz pintalabios en las solapas de su camisa, no para de recibir mensajes a través del WhatsApp y de reírse solo tras mirar la pantalla. Los dos están encantados: felicitan a David por su trabajo, que de tan contento que está esnifa una raya sobre el capó de su coche –escena censurada-. Por último, es el turno de Hillary. Les había engañado a todos: ha convertido la casa familiar en un hogar de acogida donde servir comidas a los más necesitados. Las habitaciones están llenas de literas y ella luce un delantal del ejército de salvación, mientras reparte platos de sopa caliente a algunos de sus antiguos clientes (homeless tras la crisis económica). No ha cumplido con ninguna de las demandas de la pareja, pero los dos parecen estar muy contentos con el resultado final. “Total, como nos vamos a divorciar…” Ha llegado el momento. ¿La amarán o la venderán? David le dice a Hillary que después de todo ha hecho un buen trabajo, que le encanta el contraste del naranja rollo Glee con el blanco hospitalario. Hillary le pide que se calle, que no se ponga en ridículo, que sea un hombre. Marian –que se ha rasurado el pelo y ha cambiado las faldas por pantalones bombachos- les confiesa que la casa está a su nombre, que la custodia de los niños no le interesa lo más mínimo y que la reforma la va a pagar “el pichabrava de mi ex”. Mike, por su parte, confiesa que nunca la había querido, que se casó con ella al acabar la Universidad porque su padre estaba podrido de dinero y que posiblemente le haya pegado un par de enfermedades venéreas. “A mi y a tu hermano”, responde ella. Mientras la ex-pareja permanece en la cocina echándose los trastos a la cabeza, los niños –abandonados por sus indolentes progenitores- son raptados por una furgoneta con los cristales tintados, que desaparece quemando rueda al final de la calle. La cámara sigue al vehículo unos segundos, para acabar con un fundido a negro (no sin antes encuadrar el esplendoroso follaje de los árboles situados a uno y otro lado de la avenida principal). Bello. David y Hillary, sentados en la terraza de un bar que dejó de estar de moda hace 15 años, se lanzan piropos. David le dice que por una vez no ha ganado ninguno de los dos, que la partida puede considerarse que ha acabado en tablas. Hillary le replica que eso no es cierto, que sin duda alguna la ganadora tiene un nombre: Marian se va a ir a vivir con ella y Mike va a ser imputado por perversión de menores. Al parecer su última cita, grabada accidentalmente por un equipo del programa, fue con una colegiala de 12 años. David alza su copa y reconoce su derrota, mientras se saca un petardo bien cargado de un bolsillo interior. – Joder, después de todo… ¿acaso importa?