“Tiger King”. Tú Chita, yo paleto

Si hay un lugar del mundo en el que todo, absolutamente todo, nos parece posible… esos son los EEUU. Un asombro interminable que se traduce en admiración o espanto (a veces, ambos a un tiempo) y que ha hecho de este país un manantial inagotable de inadaptados, divos, genios, tarados, solitarios y supervivientes.

A veces cuesta distinguir a unos de los otros. No en el caso que nos ocupa: Tiger King nos sumerge en el lumpen de los coleccionistas, criadores, tratantes y explotadores de wild cats, esos grandes felinos en cautividad que en los USA existen en un número que dobla a todos los que habitan en libertad en el resto del planeta. ¿Y cómo son estos personajes? Pues absolutamente deleznables, pero con unas dosis de patetismo irredento que puede llegar a hacerlos entrañables. Ególatras y maleantes que pretenden hacernos creer lo desinteresadas de sus intenciones (sin mucha sutileza, claro, porque tampoco dan más de sí).

¿Pero cómo es posible que un particular pueda llegar a acumular dos centenares de guepardos, pumas, leones, tigres y panteras? ¿Pasión freak por tener mascotas peligrosas o descomunal negocio con mínima coartada conservacionista? Pues no, no hay que ser un lince para suponer que en este drama -para los animales- y comedia bufa sobre la condición humana no hay ni un solo inocente: el lucro indecente es la principal motivación de unos tipejos que se mueven en los límites de la legalidad. Y fue así, aprovechando huecos y lagunas legislativas, como se hicieron con sus animales, abrieron sus zoos y se convirtieron en esperpentos carismáticos.

Los siete capítulos se vertebran alrededor del pulso entre Joe Exotic, quintaesencia del paleto norteamericano con ínfulas y Carole Baskin, activista compulsiva y propietaria de Big Cat Rescue. Lo que el uno tiene de impresentable y abiertamente turbio, la otra lo tiene de sibilina e inteligente. Y a pesar de todo, la historia está contada -y dosificada- de tal manera, que las simpatías del espectador de inmediato se decantan por Joe, un mediocre de mediocres empeñado en convertirse en alguien respetable. En suma: un norteamericano del Medio Oeste absolutamente orgulloso de su ignorancia supina e incapaz siquiera de ejercer la autocensura. Televisivamente hablando, un diamante en bruto.

A su narcisismo sin límites se suma un inexistente sentido del ridículo. Así que la obra de teatro puedo empezar: verdugo y víctima a tiempo parcial, Joe está dispuesto a dar el salto hacia un estrellato que ya anticipa su autoimpuesto título; porque él quiere ser el rey de los tigres, cercano, excéntrico, temible y tierno. Desde Oklahoma -donde ubicó hace más de 20 años su Greater Wynnewood, a rebufo del sueño de un hermano muerto en accidente- emprende un programa cesarista a mayor gloria de su persona.

Canal de televisión propio, intento infructuoso por ser la star de un reality show, siempre rodeado de amantes politoxicómanos bastante más jóvenes que él, con la pistola al cinto –“es para las personas, no para los animales”– y con un look de red neck sin complejos. Joe Exotic es una contradicción con patas, pero desde luego hay que reconocerle que no anda mal de autoestima: en su intento por llegar a ser alguien notorio no dudará en presentarse al cargo de gobernador del Estado e incluso… al de presidente del país (y uno tiene serias dudas sobre si hubiese sido el más impresentable de la década de salir elegido).

Alrededor de este proxeneta y camello dueño de su propio circo, una cohorte de individuos más propio de una película de Buñuel (etapa mexicana): ganapanes, ex convictos, reventados, chaperos, escuderos leales y perplejos espectadores. Su guardia pretoriana es explotada a conciencia -como todo el que acaba bajo su órbita- pero la mayoría se dan por pagados formando parte de esta locura.

A pesar de sus sueños de grandeza, Joe no olvida en ningún momento a su Moriarty particular: Carole, azote concienciado de las redes, dispuesta a dar carpetazo a su turbio pasado y empañar el vitriólico presente de los propietarios de tanto parque de atracciones con bichos que te pueden arrancar la cabeza en un mal día.

Porque dejando de banda a Joe, hay unos cuántos zoológicos fruto de la iniciativa “privada” distribuidos lo largo y ancho de la geografía norteamericana. Y no hay ni uno solo de sus dueños que deje indiferente, que tenga un background convencional: ex traficantes de drogas, polígamos concupiscentes, ermitaños, hombres “de negocios”, puteros, timadores en prácticas. Todos, en realidad, conforman un idéntico cuadro psicopático: la voluntad de poder insatisfecha, el convencimiento de que se puede abandonar la zona gris rodeado de seres vivos asalvajados, de que la virilidad guarda alguna relación con la sobreexposición a un supuesto peligro de naturaleza aleatoria. Un cuadro freudiano indigno de estudio, pero muy revelador.

Esta caterva de acomplejados -en mayor o menor medida- son capaces de contagiar su vanidad a extraños, visitantes y entusiastas. Hacerse un selfie con un cachorro de tigre, estar irresponsablemente cerca de un felino ingobernable… y hacer creer al personal, además, que esa fiera está en el mejor de los lugares posibles, recluida a perpetuidad.

¿Pero acaso el negocio que también tiene montado Carole Baskin alrededor de los animales tiene algo de altruista? Partiendo del mismo punto que todos, supo prestigiar su empresa a tiempo poniéndose del lado de “los buenos”. Frente a la responsabilidad colectiva de grupos como PETA, el espíritu indómito e insolidario del norteamericano asilvestrado. Joe Exotic contra cualquier tipo de legislación que ponga en peligro su fuente de ingresos, Carole Baskin contra el espíritu “emprendedor” de seis o siente bandidos que se reparten el pastel de la fauna salvaje en cautividad. ¿Alfa y omega, cara y cruz? No, desgraciadamente su disputa legal millonaria e interminable cuestiona muy mucho el verdadero calado de sus acciones.

Tiger King vuelve a demostrarnos que la desregulación excesiva de cualquier actividad -mucho más allá del sentido común- no lleva sino a una ley del más fuerte con los damnificados habituales: quienes no tienen ni voz ni voto, por supuesto. Pero sobretodo, este docu-reality voluntariamente feísta funciona como foto fija de esa América profunda que niega tratados justos, no conoce ningún condicionante moral más allá de la libre competencia y minimiza hasta la repercusión de una pandemia entre su propia población, postulándose, en definitiva, como enemiga acérrima de la inteligencia y la razón.

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