True detective T2. Abrazando el sueño eterno
En la segunda temporada de True detective, Nic Pizzolatto, su creador, no ha tenido el mal gusto de volver al lugar del crimen. Hubiese sido ridículo centrar la acción alrededor de otro personaje que largase sin parar como el Rust Cohle de la anterior y memorable entrega o darle otra vez un tono espiritual, de búsqueda de certezas.
Pero lo que sí que persiste es la angustia, la desesperación, el desencanto. Personajes con una clara voluntad marginal que acaban encontrando una postrera legitimación en el desempeño de su trabajo. Sin que por ello se les pueda tachar ni mucho menos de “profesionales”: los verdaderos detectives no van más allá de obsesionarse por el caso, de adentrarse en la zona oscura pasando de antiguos amores, amigos o familiares. Sencillamente porque entienden que su existencia tampoco de para mucho más.
Estar acabado, pues, cobra un nuevo significado en True detective. Los protagonistas son muertos en vida que se sorprenden cada mañana de haber sobrevivido a los excesos de la noche anterior. Entonces vuelven a recordarlo todo –que quizás no puedan amar a sus novias de la manera que ellas les piden, que puede que estén perdiendo para siempre a sus hijos, que jamás lograrán sobreponerse a aquél acontecimiento fatal de sus infancias o que no son más que meros peones en el emporio que creían regentar- y se reintegran a… a su círculo autodestructivo.
Como en Chinatown (Roman Polanski, 1974), la complejísima trama nos lleva a las afueras de Los Ángeles. A una de esas ciudades-estado (dentro de la propia megametrópolis) gobernada en base a los oscuros beneficios que genera el estar dispuesto a asumir cierto grado de contaminación; el apostar por ser el vertedero (no sólo físico, sino también moral) de ese monstruo cercano y a la vez distante de 1.300 kilómetros cuadrados de extensión.
Dos detectives y uno más en ciernes. La detective Ani Bezzerides (una excelente Rachel McAdams) carga con un pasado que incluye el haber sobrevivido a la etapa hippie de sus progenitores. Educada en una comuna en alguno de los reveses del Big Sur, debe de soportar de vez en cuando el magisterio de un padre erigido en gurú trasnochado y de una hermana que tontea con el porno a través de internet, sin haberse decidido todavía a dar el siguiente paso (¿escort de ricachones?). La suya es una existencia marcada –como la de los cuatro protagonistas del drama- por un trauma asociado de una u otra manera a la sexualidad. Se acuesta más a menudo de lo debido con compañeros de comisaría, mucho más deshonestos que ella misma. Diríase que busca flagelarse a través de unos –intuimos- coitos poco satisfactorios. Como si debiera de hacerse perdonar algo, como si el follar fuese en sí mismo… ¿el castigo?
Ray Velcoro (un voluntarioso Colin Farrell) trata de ganarse el respeto de su hijo, un chaval apocado que sufre todo tipo de abusos en el colegio. El chico nació tras la violación de su mujer (de la que actualmente se halla divorciado), un suceso que marcó para siempre su existencia, llevándole a tomarse la justicia por su mano. Siempre ha albergado dudas sobre su paternidad, pero no está dispuesto a traspasarle dichas cuitas a un adolescente apocado y dividido entre una madre que parece haber rehecho su vida y un padre violento, al borde siempre del estallido.
La disputa interior del oficial Paul Woodrugh (atormentadísimo Taylor Kitsch) se refiere a su todavía no asumida homosexualidad. Él es un policía de campo y no tiene muchas más ambiciones que montar su moto, tomar curvas bien cerradas y sentir el viento en la cara. Su pasado condiciona totalmente su presente a través de una insana relación materno-filial y de un oscuro episodio en tiempos de guerra.
En el otro lado del tablero (y próximamente, de la ley) se encuentra Frank Semyon, al que aporta su imponente percha Vince Vaughn. La suya es la historia de un engaño: timado por sus acaudalados e influyentes compinches, descubrirá que tan sólo ha sido el chico de los recados de un tejemaneje monumental con millonarios intereses inmobiliarios de por medio. Es un tipo expeditivo, así que bajará a la arena y reclamará lo que entiendo como suyo. En lo personal trata de hacer feliz a una pareja que quiere ser madre y que asiste apesadumbrada a su deriva pragmática y justiciera.
La muerte del socio principal de Frank –tirando a putero, para que engañarnos- hace aflorar una guerra de intereses creados. Ni los inversores mafiosos, ni los políticos locales, ni las autoridades al cargo de la investigación están dispuestos a que la cosa se desmadre, a que algún iluminado les arruine el negocio. Lo que hacen es levantar una barrera de contención en torno al caso, minimizando daños y asegurándose de poner al mando a tres sujetos manipulables, con tantos claroscuros en sus hojas de servicio que, llegado el momento, puedan ser fácilmente manipulables. No cuentan con que tras los aproximadamente cuatro meses que dura la investigación los tres tontos útiles van a acabar siendo arrastrados a una situación insostenible, tan insostenible que les liberará de tener que rendir ya cuentas a nadie.
Sí, volvemos a tener un camino de redención por delante. El mal en estado puro vuelve a emanar de las alturas, de mansiones apartadas donde los poderes fácticos se sumergen en orgías de especulación y viagra. Unos matan a otros, otros se matan entre sí y los de más allá eliminan a estos de acá en aras de lo de siempre: el triunfo de la inversión, del capital, del “mirarlo todo con la perspectiva adecuada”. Aunque esta vez, podéis creedme, el rastro de cadáveres sería incapaz de reseguirlo ni el Philip Marlowe de El sueño eterno (Howard Hawks, 1946).
True Detective 2 es como asomarse a la ventana de casa y ver caer muy lentamente a alguien: a veces da la sensación de que sonríe, anhelando rebotar cuanto antes contra ese asfalto que pondrá fin a todo. Ya lo dice Leonard Cohen en los mismísimos títulos de crédito: “la historia se cuenta con hechos y mentiras; tengo un nombre… pero qué más da (…) La guerra está perdida, el tratado firmado, hay una verdad que vive y otra verdad que muere. Y como no sé cuál es cuál… pues tanto da”. Vivir o morir.
Así que no existe tragedia. Sólo liberación. En esta búsqueda de la masculinidad mítica, todos fracasan. El que no sabe reconocer a tiempo que la hombría no se mide en función del sexo de la persona con la que te acuestas. Y los que creen en las huidas peckinpanianas con final feliz: el uno vencido por la familia, el otro por un ataque de orgullo, ese que le valió una reputación y un imperio sin cimientos. Ninguno creía en la tierra, elemento de canje que se envenena para construir sobre ella trenes de alta velocidad. Así que Ani abrazará el agua, Frank el fuego (en forma de desierto) y Ray el aire, el poco que queda arriba del todo, por donde se escurren las inalcanzables hojas de las sequoias.