‘Tony Erdmann’, de Maren Ade: Ines al desnudo

1.- La mirada del miedo y de la desconfianza en una misma. Porque cada vez es lo mismo, por muchas que lleve ya demostrando su valía. Los ojos angustiados de una hija que está pero no está. Presa de un continuo estado de nerviosismo, aferrada a su teléfono móvil, repasando mentalmente los puntos débiles de su presentación. Inquieta en su papel de escudera fiel, de forjadora de eufemismos, especialista en aseverar complacientemente ante sus superiores… pero enérgica con los que están por debajo de ella, negociadora implacable con las vidas de quienes jamás conocerá. Meretriz del capital con generosa dieta diaria.

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Ante los suyos, otra forma de teatro. Porque las cosas le van bien, “no me puedo quejar” (¿cuán textual es esta frase?). Aunque su lenguaje corporal indique todo lo contrario. La única pega, por poner alguna, que quizás viaje mucho. Con propósitos inconfesables, con alguna meta profesional difusa. Rehén de sus aspiraciones primigenias. Más miedo y asco en los lugares donde se aíslan las élites económicas; siempre de paso, siempre con ganas de irse. Doberman etéreo, Judas despreciado por clientes hipócritas, brazo ejecutor de la deslocalización, la externalización y demás barrabasadas rentables acabadas en –ción.

2.- El guasón desaforado –y no necesariamente con gracia- es un padre sin sentido del ridículo. Quizás haya sido desde siempre su manera de superar la timidez: apelando al estupor que provoca en los demás. ¿La excentricidad como una de las bellas artes?

Tony Erdmann, su alter ego bufo, no es precisamente un genio de la improvisación. No tiene sentido de la medida y a sus gags les falta ritmo, propósito… y hasta final. Sus familiares y amigos no sabrían si definirlo como “particular” o catalizador de ese incómodo sentimiento conocido como vergüenza ajena.

Su indeseada visita sorpresa le permitirá conocer de primera mano el precio que ha debido pagar su hija por un supuesto éxito profesional. Y el conspicuo funcionamiento de los movimientos empresariales, de los vaivenes de la economía global. La miseria y la tristeza de los peones que se creen reinas, remunerados por hacer suyas las obscenas causas de sus firmas.

… aunque lo único que quiera Tony Erdmann es volver a ponerse al teclado e interpretar un éxito pop junto a ella.

3.- Bucarest, nuevo hub de oportunidades. Como uno de esos anuncios que promocionan economías emergentes y que salpican la programación de las principales cadenas de noticias del mundo. Rumanía (“con el centro comercial más grande de Europa en un país donde nadie tiene dinero que gastarse”) es el marco perfecto para la caída del caballo (San Pablo style). Gris soviético, construcción modular. Porque sobre las ruinas del antiguo Imperio erigiremos los cimientos de este Nuevo Orden.

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Pero Rumanía, y especialmente Bucarest, también es para el cinéfilo el plató donde una generación contestataria (o sencillamente, libre por primera vez en mucho tiempo) escenificó la soportable levedad de los sueños rotos. Esa barriada oscura por la que ir escurriéndose de sombra en sombra, antes o después de un aborto ilegal. Una calle con socavones por la que correr. La geografía carente de color (y calor) de otra utopía social naufragada.

¿Os acordáis? Hubieron manifestaciones, un helicóptero que no despegó, un juicio sumario, unas ganas tremendas de hacerlo bien partiendo de cero. Ahora, 25 años después, el palacio de Ceausescu se ha convertido en otra residencia de los Habsburgo, hito de cualquier tour turístico. No se me ocurre escenario más discordante para la escenificación del éxtasis empresarial en sala polivalente reservada de antemano. Rumanía como síntoma, como remedio, como tabla rasa.

4.- La fractura, el abandono, el conato de cordura (que no locura). El momento de la liberación, del nada importa del “y a mí, ¿qué?”. La asunción de la propia estulticia, de que una forma parte de la troupé de ‘Los idiotas’ vontrierianos. La renuncia a la perfección, ese estado transitorio y ficticio que se caracteriza por la negación de las propias necesidades. El golpe de Estado en contra de una misma.

Y todo ello a través de la desnudez, ese estado primigenio de aparente indefensión. Deshacerse de los disfraces, eliminar los formalismos, las buenas palabras, los canapés y el regalito de marras. El sabotaje de la enésima fiesta de bienvenida al fin del mundo. Una becaria, un novio gañán, un jefe libidinoso: nadie que en realidad importe. Un arranque de “tonierdmannismo” que tendrá un maestro de ceremonias a la altura: el abominable hombre de las Bulgarias. Anónimo, peludo y achuchable.

5.- Y un epílogo (¿lo dudabais?) sin esperanza. Porque la Rumanian Rhapsody no sirvió de nada. No, no hubo milagro. Quizás porque esto sea cine europeo del bueno, sin catarsis de esas que sirven para el crecimiento personal y la redención de los pecados. La operación rescate de papá, ya lejana, fue una pesadilla para ella y un divertimento amargo para él. La verdugo del PowerPoint cambió de trabajo, mudó el destino en los confines del euro por uno asiático; más trendy, más conveniente, más definitorio en su carrera internacional.

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No hubo vuelta a casa para visitar a una abuela moribunda durante demasiado tiempo como para tomársela en serio. La crisis existencial no se llegó a manifestar en su plenitud: bastó con hacer un apresurado control de daños, redefinir la zona de confort y enfundarse el elegante vestido de cínica para no volver a pensar en cosas tan poco tangibles –tan poco cuantificables- como la felicidad o el sentido de la vida.

El postizo no aguantó ni al retorno de un padre que se fue a por la cámara, dispuesto a inmortalizar el momento.

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