‘Tokyo Vice’ (Temporada 1). Negocios sucios políticamente correctos

Comienza extraño este noir asiático con yakuzas, mujeres fatales y policías en el límite del bien y del mal. Porque el deus ex machina de la acción es un extranjero, un ajeno a ese mundo poderosamente codificado que era -y es- el Japón de hará unos 25 años. El gaijin (palabro que vendría a tener las mismas connotaciones despectivas que nuestro ‘guiri’, con un plus de esa xenofobia discreta que los nipones definirían como “fuerte arraigo por lo tradicional y propio”) que ejerce de maestro de ceremonias es en realidad un desperado sin crímenes a su espalda. Un expatriado que busca perderse en un anonimato imposible, sobre todo cuando no eres un “born and raised in Japan”.

Jake Adelstein ansía incorporarse a la redacción del Yomiuri Shinbun, prestigioso diario nipón. Para ello deberá de ignorar a su familia, malvivir, pasar un examen multitudinario y defender su candidatura a intruso en el paraíso. Un paraíso cuyos fundamentos, aplicando los muy occidentales principios del periodismo de investigación, terminará por poner en la palestra.

Para ilustrar su odisea tenemos al mando, en el capítulo piloto, al mismísimo Michael Mann. La televisión no constituye para él ninguna concesión a la moda: Mann cimentó su prestigio con aquella Miami Vice (1984-1989) grosera, vacilona, quinqui y… deslumbrantemente hortera, qué demonios. Después vendría su cine épico, no solo en las formas (El último mohicano (1992), Heat (1995), Ali (2001)) sino hasta en las ambiciones (El dilema (1999)) y los silencios (Collateral (2004), Enemigos públicos (2009)). Merecedor de un prestigio crítico que este que subscribe considera cuanto menos cuestionable, supo hacer blockbusters con alma, ritmo y atmósfera. Algunos hasta le encontraron una trascendencia hipnótica a los reflejos de neón sobre las superficies metalizadas de vehículos silenciosos yendo a ninguna parte en mitad de la noche. Como si a Tony Scott le hubiese poseído el espíritu de Monte Hellman.

El punto de partida -más que la inevitable intriga criminal- debe de ser, en opinión de Mann, esa sensación de extrañeza made in Japan (admiración o rechazo según el día, los encuentros y la morriña), seguida de la asimilación paulatina de una cultura de la que se conocen los valores… pero se desconoce el papel protagónico de la liturgia y la jerarquía en todo lo relacionado con las interacciones personales. Un parecer más que un saber hacer real, pero que bien llevado y practicado con denuedo puede desembocar en un prestigio alejado del significado que tiene en EEUU o Europa. El motivado, ambicioso y mal educado Adelstein -siempre para los estándares nipones- deberá de entender que el cómo es tan importante como el qué o el por qué se hacen las cosas.

Tras el brillante prólogo firmado por realizador de prestigio, el planteo y desarrollo de los arcos narrativos al uso. Un policía íntegro (Ken Watanabe con una peligrosa tendencia a la charlesbronsonización de su registro actoral), otra naufraga de pasado convulso (tranquilos: para eso se inventaron los flashbacks) y algunos peones y cargos intermedios de organizaciones mafiosas con los que nuestro periodista en ciernes coincidirá en garitos pretendidamente exclusivos.

La partida está dispuesta para ser jugada. A un lado, la ley y el orden (o su representación simbólica). Al otro, el Imperio criminal, casi un sottogoverno con múltiples e impensables conexiones. En medio, el cuarto poder, practicando un equilibrio imposible entre lo que se sabe y lo que puede ser impreso.

Nuestro jovenzuelo tendrá que aprender las reglas -nunca explicitadas- de un juego en el que se pretende que impere la armonía… pero donde lo que predomina es la hipocresía y el ventajismo. Como ya nos enseñó el año pasado el libro Seis Cuatro de Hideo Yokoyama, las relaciones con los medios son cultivadas con denuedo por las policías locales, que exigen una reciprocidad y un fair play impensable en otros lugares del globo. En última instancia, estas pretendidas “buenas maneras” ocultan una patológica falta de autocrítica, que se conjuga con la autocensura practicada por la prensa escrita.

Mientras la yakuza entiende que su terreno de actuación debe de estar libre de injerencias, a la policía parece bastarle con la utilización de eufemismos para los homicidios y otros actos violentos, proyectando en el conjunto de la sociedad una falsa sensación de normalidad y control. Japón dista mucho de ser una balsa de aceite: en la metrópoli que abandera la imagen internacional que quiere proyectar el país abundan los actos delictivos, chantajes, extorsiones y suicidios inducidos sin reflejo alguno en las estadísticas criminales.

El socorrido código del honor (entre esos pares que resultan ser uniformados con placa y tatuados recaudadores) queda aparcado en Tokyo Vice: una guerra abierta está a punto de declararse y Adelstein -tutelado por su paciente redactora y secundado por dos compañeros de sección azuzados por las peculiaridades del de Missouri- descubrirá que de la práctica de ciertos negocios -y de la conformación de dicho relato- no se puede salir indemne.

Basado en el libro homónimo de 2009, la serie demuestra una autosuficiencia casi arrogante, convencida de la valía del material que maneja. Es una apuesta de larga distancia (los 12 años como cronista de sucesos del autor darían fácilmente para cinco o seis temporadas) que ha tenido el descaro de dejarnos huérfanos de conclusión, un desenlace parcial que bien podría haberse alcanzado con un par de episodios más en esta primera entrega.

Así que tocará esperar. Hay triángulo amoroso, hay ganas de polemizar en torno a una de las sociedades más inmutables del planeta; de marcarse un Black Rain (Ridley Scott, 1989) en lo visual pero con el rigor de una Spotlight (Tom McCarthy, 2015). O ya en términos televisivos, como si pudiese volverse a aquella Florida disfuncional de Sonny Crockett y Ricardo Tubbs pero con el enfoque hiperrealista de una The Wire (2002-2008). Clubs nocturnos, mujeres ninguneadas, dinámicas perniciosas (las de enterrar los desmanes de unos y de otros debajo de la alfombra), ausencia de héroes monolíticos y actos aparentemente inofensivos que conllevan consecuencias inesperadas. Porque a fin de cuentas lo importante es a quién le acabas dando tu palabra, a qué daimio sometes el filo de tu espada.

No se trata de que todos mientan o pretendan sacar un provecho tangible de sus tejemanejes. El drama latente en el subtexto de Tokyo Vice es que a pocos les importa el destino de los que han sido arrastrados a los márgenes de otra sociedad clasista, competitiva e inmisericorde con los que se quedan atrás.  

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