‘The gentlemen’ y ‘Such Brave Girls’. Alta y baja cultura británica (a la vez y en todas partes)

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Al igual que existe el “toque escandinavo” (más bien el toque danés) en el panorama catódico internacional, de una serie británica también se espera una recurrencia temática muy particular; esa sorna perfectamente compaginable con la sal gorda y el ingenio cruel. Por entendernos y sin solución de continuidad: tipos endomingados discutiendo con idéntico garbo de leyes y opiáceos o padres en el paro yendo al pub a pulirse la ayuda social (si este último tema no se afronta con cierto sentido del humor, es que estás viendo una película de Ken Loach).

Empecemos por el toque de qualité. El director Guy Ritchie –‘elexmaridodeMadonna’ para los restos- ya había vuelto a brillar al nivel que antaño en su film homónimo de 2019, The gentlemen. Hasta entonces anduvo algo perdido, pero siempre fiel a su troupe de gualtrapas, conseguidores, macarrillas de saldo y mafiosos con serias carencias afectivas. Un microcosmos de tarados de gatillo fácil, cadenas de oro al cuello, tipos flacuchos en chándal y amateurs con dinero a los que timar que vivió sus mejores entregas con Juegos, trampas y dos pistolas humeantes (1998) y Snatch. Cerdos y diamantes (2000).

Ritchie retoma el universo lumpen-glamouroso presentado en la película y firma aquí los dos primeros episodios para Netflix. ¿Qué pasaría si mezclásemos Downton Abbey (2010-2015) con Breaking Bad (2008-2013)? ¿Y si hacemos que se codeen lores cultivadores de marihuana en sus extensas haciendas con trapicheros de apellido ilustre? El resultado, efectivamente, es The Gentlemen.

Enfrentamientos y alianzas entre familias de muy diferente extracción social, pero con un mismo objetivo: llevárselo crudo. Hay un hermano responsable que sabe disimular su esnobismo para no resultar ostiable, otro inmaduro y politoxicómano e incluso una hermana con ganas de conocer mundo a expensas de la herencia paterna. La transición de poder será accidentada (no tanto como en las tragedias shakesperianas), pero sometida a una lógica incuestionable: business must go on.

La buena noticia es que la cosa funciona: todo resulta muy educado y ponderado (hasta que deja de serlo), las conjuras maquiavélicas miden su viabilidad en millones de libras esterlinas y existe una fauna variada y fascinante: el guardián de la finca que ha hecho de su casa un santuario para los animales de los alrededores y que le debe a la viuda del feudo una sospechosa fidelidad, el colgado a cargo del departamento de investigación y desarrollo, el clan gitano, el predicador criminal, el aduanero belga, la tratante de autos robados de gama alta con leves brotes psicopáticos, el multimillonario farolero…

Richie domina los clímax histéricos, las elipsis inteligentes, la violencia soterrada y la explícita. Su ritmo espídico se alterna con diálogos para besugos que recuerdan al Tarantino más gamberro (y más genial: el de antaño, ya me entendéis). The gentlemen, en su primera temporada, apenas nos muestra todas las piezas de un tablero de juego en el que el cinismo y el beneficio a corto plazo lo son todo. La legalidad o la ilegalidad vuelven a depender de la cuna de la que procedas y hasta el más horrible de los negocios termina siendo una cuestión de actitud.

Al otro lado del espectro tragicocómico se situaría el traje a medida de la influyente A24 para la BBC, deudora de tantas y tantas series kamikaze made in Britain (The Young Ones (1982-1984), Little Britain (2003-2006), Misfits (2009-2013), Shameless (2004-2013)). Básicamente consiste en disfrutar -siempre que uno no sea excesivamente sensible- del incomparable espectáculo que proporciona la estulticia humana.

Una madre, dos hijas. El padre se fue hace algún tiempo a por tabaco (o a por té) y las tres sobreviven como pueden en el inevitable adosado, cifrando todas sus esperanzas en el último ligue de la progenitora: esa figura paterna fuerte (ejem) que aseguran necesitar (no, qué va).

Costumbrismo bizarro en vena: Such Brave Girls es una serie ‘cuanto peor, mejor’: no parece que tenga fondo ese abismo emocional que las protagonistas disfrutan / padecen. Más que retrato generacional, aspira a cartografiar la propia debacle occidental: perdidas en sus miedos paralizantes pero autoconvencidas de su valía, Josie y Billie se dedican a coleccionar relaciones tóxicas, a traumatizar a psicólogos, a amenazar con suicidarse por whatsapp a garrulos integrales, a luchar por lo que no importa y a dejarse ningunear en casi todo lo demás.

La desubicada pareja sentimental de la madre (que acaba de enterrar a su mujer) merece también un capítulo aparte. Gorrón peterpanesco, machirulo pasivo-agresivo, triste a perpetuidad. Un tipo patético que encuentra en esta familia mórbida el sustituto ideal a una fase del duelo que no se va a poder ahorrar. De ninguna manera.

La propuesta es arriesgada y no apta para todos los estómagos: nuestras tres infelices viven en una continua celebración de lo precario, de lo doloroso, de lo inasible. Una de ellas es continuamente vejada -aunque su autoestima ya se halle por debajo del nivel del mar-, la otra se deja chulear por un descerebrado. Y ambas disfrutan de ese mundo mierdoso, chapoteando en el lodazal de esperanzas frustradas, sueños hipotecados y seres humanos con menos empatía que una roca metamórfica.

Así que nuestra ‘chicas valerosas’ lo son por el mero hecho de enfrentar este día a día al que sobreviven sintiéndose miserables ahora y poderosas al rato siguiente. Mis amistades más jóvenes me aseguran que no es una mala estrategia de afrontamiento, pero lo cierto es que al final de cada capítulo uno no sabe si reír o llorar…

La Gran Bretaña post-Brexit se nos presenta inmersa en una crisis de identidad camino de resultar endémica. Por un lado (The Gentlemen), una clase dirigente que encuentra en el mundo delictivo una vacuna como otra cualquiera contra el nihilismo. Y por otro (Such Brave Girls), una clase media que enfrenta terribles estrecheces con una sonrisa idiotizada en la cara, preguntándose -y esto es lo más terrible- si después de todo no se merecerá la total insignificancia, ese analfabetismo emocional con el que aspira a que… ¿a que no duela tanto?

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