‘The Disaster Artist’, de James Franco. Barra libre de freakexploitation

Un par de amateurs intentan algo con toda su alma, perseverando con un ahínco que no dignifica per se su absoluta falta de sentido del ridículo. Pongamos que ese “algo” sea… rodar una película, por ejemplo. Está claro que esas ganas no les aseguran el éxito. Es más: si tenemos en cuenta lo escasamente desarrollado que tienen el sentido del gusto, parece inevitable que lo que les aguarde sea el más estrepitoso de los fracasos, que en Hollywood viene siempre acompañado del escarnio público. Loosers!

Este material –el desastroso rodaje e inverosímil estreno de The Room (2003), convertida en película de culto merced a su acumulación de sinsentidos, lugares comunes y diálogos sonrojantes- debió de parecerle oro en barras a un James Franco aficionado precisamente a eso: a que se mofen de sus aspiraciones de “artista total”.

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Un repaso a su carrera como director ilustra perfectamente este descaro, esta falta de abuela, esta fe –siempre algo indecorosa- en el talento propio. Thrillers decimonónicos, adaptaciones de Faulkner, biopics pseudoconcienciados, comedias con simios parlantes… el criterio de Franco es no tener criterio y, eso sí, reservarse casi siempre el papel protagónico. Porque él lo vale, que para eso tira de contactos y extiende generosos cheques al portador.

The Disaster Artist podría sonar entonces a ejercicio de honestidad, ¿no? Cojo un filme infecto y aprovecho para hacer un homenaje a los que lo intentan –como yo mismo- sin tener muy claro ni tan siquiera qué es lo que quieren contar. Pero existe una pequeña salvedad, una diferencia respecto al pelotón infame del genuino cine freak: The Room, en realidad, acabó siendo un producto triunfante. Como le gustaría a Franco que fuesen los suyos. Como, a buen seguro, será esta The Disaster Artist.

Ahí radica, a mi entender, la principal traición del filme. El no entender qué hace freak al freak, qué es lo que convierte a una película tosca en un filme de culto. Debe de haber sido minoritaria, maldita, ignorada en su momento. Y si es de las malas –de las descaradamente malas-, trascender su condición por el mero hecho de que sus responsables estaban convencidos de estar haciendo algo serio. Distinto. Grande.

La vergüenza ajena que suscita este hecho en el espectador, ese estupor que mezcla el “esto no puede estar pasando” con el “pues sí, se han atrevido” es lo que hace que se ganen su puesto de honor entre la cinefilia más desacomplejada. Para que una peli mala acabe siendo “buena”, tiene que transpirar ingenuidad. Resultar entrañable por su falta de medios o por su fragrante ausencia de talento. Pero repito: el director -¡con dos cojones!- debe de estar convencido de haberle entregado al séptimo arte un nuevo Ciudadano Kane (1941).

Es imposible no acordarse de Ed Wood (1995), posiblemente la mejor película de un perdidísimo Tim Burton. En contraposición a esta, un homenaje sincero –y caro, muy caro- al cine de serie Z, en el que se celebraba la condición de iluminado del desastroso realizador de Plan 9 from Outer Space (1959) y Orgy of the Dead (1965).

Franco hace algo bien distinto. En un ejercicio oportunista –y algo vampírico, acorde con las pintas de su maestro de ceremonias- se apropia de la inclasificable figura del ¿polaco? Tommy Wiseau, un marciano que habita esta tierra y que hubiese merecido, más que una ficción, un documental de altura.

Empezamos sabiendo poco del director, actor y muchas otras cosas más de The Room y terminamos… pues sabiendo igual de poco. A James Franco le interesa su valor simbólico, el manido juego de espejos. Abraza el esperpento y, como es habitual, evita ahondar –incluso fabulando, ¡¿por qué no?!- en las motivaciones reales del mcguffin con greñas que sustenta toda su película.

¿Qué siente realmente Wiseau por su joven compañero de piso? ¿De dónde podría provenir su fortuna? ¿Qué le hace verse condenado a la más absoluta de las soledades, seriamente incapacitado para la vida en sociedad? No, Franco se limita a filmar el catálogo habitual de extravagancias tirando precisamente de emociones impostadas –la marca del Hollywood contemporáneo- y fabricando exactamente lo que nunca será la denostada The Room: otro producto de temporada simpático y olvidable.

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Sí, es innegable que hay momentos divertidos, pero casi todos coinciden con el rodaje del bodrio en cuestión. En los propios títulos de crédito el director, actor y productor (y aquí me estoy refiriendo a Franco) se encarga de recordarnos cuán fidedigno ha sido al material original, lo miméticas que son las escenas respecto al horror parido en apenas dos meses de calor, azoteas con croma, cagaderos privados y anarquía narrativa.

¿Y por qué digo que The Disaster Artist –al igual que The Room, obras de exhibicionistas patológicos- apesta a necesidad de reconocimiento y triunfo? Pues porque está perfectamente calculada: cine dentro del cine, apología del sueño americano desde los supuestos márgenes de la propia Industria y final propio de la más indigesta de las comedias buenistas francesas.

El cine freak no espera consagración alguna: su territorio es el de la miseria y la coña autorreferencial. Y James Franco no se ríe con él, sino de él. Un ejemplo más de esa apropiación indebida con la que el cine norteamericano trata de endosarnos, cada temporada de Oscars, su nuevo y recauchutado Frankenstein.

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