‘Tenet’, de Christopher Nolan. El galimatías por el galimatías
El contubernio Nolan culmina aquí y ahora, en esta Tenet que parece situarse definitivamente en el territorio de las cintas “sólo aptas para incondicionales”, incluyendo críticos de cine a los que los viajes en el tiempo les provocan síndrome de abstinencia. Y que conste que habla un nolanista, dispuesto a defender -si se tercia, aunque con una inmensa pereza- lo defendible: una brillante carrera jalonada de títulos terriblemente ambiciosos (sí, ¿por qué no?) pero tan disfrutables y notables como Memento (2000), El caballero oscuro (2008), Origen (2010), Interstellar (2014) o Dunkerque (2017).
Pero hete aquí que Tenet se constituye en resumen, compendio y pecado -nimio o mayúsculo, dependiendo del estado de ánimo y espíritu cainita del cronista- de las otrora virtudes que tanto habíamos alabado en el realizador londinense. Enumeraremos los yerros en contraposición a esas reconocidas bondades, pidiéndole de antemano al espectador impactado y con complejo de inferioridad (“¿la habré entendido? ¿Sería capaz de reconstruir todos los bucles pretérito-futuribles? ¿Si no demuestro entusiasmo quedaré como el que no coge un chiste inteligente?”) que se deje de eufemismos y rodeos melifluos: mal está lo que mal se explica y peor se entiende.
Nolan, el rey de los relojeros y las narrativas confluyentes, tensa el mecanismo más de la cuenta en esta Tenet de espías infalibles, magnates rusos copropietarios del tiempo y enfrentamientos múltiples con uno mismo. Se pasa de frenada proporcionando un espectáculo que quiere ser excitante, pero cuyo desinterés crece a medida que avanzan estas dos horas y media de vueltas y revueltas. Veamos qué hace de Tenet su película menos lograda hasta la fecha:
1.- Arranque in medias res que ahorra algo tan pasado de moda como… ¿un mínimo desarrollo de los personajes? ¿Dotar de un cierto background al héroe? Nolan adopta los supuestos millenials y prefiere marcarse un TikTok que -a manera de ráfaga impresionista- nos define al protagonista por lo que le pasa en lugar de por lo que es. Y con eso lo que logra es que en ningún momento nos importe lo más mínimo el devenir de su constructo diríase que metaliterario: ese individuo-máquina que hace lo que tiene que hacer sin importarle -¡ahí es nada!- por qué está haciendo lo que está haciendo.
2.- Jamesbondismo de tres al cuarto. Que si lo que quería era rodar otra entrega a mayor gloria del degustador de dry martinis, sólo tenía que pedirlo. Infalibilidad, proliferación de escenarios exóticos, aparición episódica de popes que catapultan la acción… un dandismo superficial en el que incluso hay espacio para una historia de amor imposible entre la maja atada por un Goya y el asaltador de museos francos.
3.- El misterio -si es tal- no puede ser desvelado de carrerilla, como quien le ubica el baño a un guiri en un bar de tapas pringosas. En un discurso de apenas tres minutos, la científica que en un Bond le estaría enseñando los gadgets escondidos en su descapotable último modelo o en su reloj de esfera luminosa, nos revela sin tomar aliento “el gran arcano”: balas que vienen en lugar de ir, una tercera guerra mundial que quizás ya sea pasado, un ataque impredecible del futuro sobre nuestro incierto presente. Pim, pam. Al más puro estilo J.J. Abrams, pero sin invitarnos primero a cenar. Aquí te pillo, aquí te spoileo.
4.- El gigantismo inherente a su cine (formato 70 mm., space operas, recreaciones bélicas sin apenas CGI de por medio, complejo de David Lean sin desierto ni estepa) alcanza en Tenet extremos preocupantes. De hecho, en esta ocasión Nolan tiene tics absurdamente enfáticos: contrapicados de morros de avión amenazantes, tomas cenitales de camiones en plena coreografía, escenas gratuitas en catamaranes, primeros planos de las amígdalas de Kenneth Branagh para demostrarnos que es un tipo que está muy mal de lo suyo, uso encomiástico de la banda sonora… todo contrapunteado por escenas de supuesta acción bastante descafeinadas. Como si Michael Bay se rodease de actores shakesperianos para dignificar un producto emperrado en negar su condición.
5.- Tengo las escenas, termino de construir el largometraje. O dicho de otra manera: engarzo set pieces y las articulo mediante excusas que me permiten saltar de una a otra. Cuatro escenas tenía bien claras el director antes siquiera de tener un primer libreto: un gran arranque en la ópera de Kiev -un Hitchcock con el espectador todavía frío, negándole cualquier conocimiento por adelantado, que viene a ser lo mismo que negarle el disfrute del suspense-, un accidente aéreo (porque yo puedo: ¿para qué idear un complicado plan a lo Misión imposible si puedo estrellar un avión de carga contra un hangar?), una persecución por una capital escandinava (en la que se dedica a acumular tonelaje sin venir a cuento) y un homenaje final al Kubrick de La chaqueta metálica (1987), con tiroteo indiscriminado en ciudad abandonada (eso sí, hacia adelante y hacia detrás, como un Méliès todavía ojiplático tras descubrir el poder evocador de la manivela).
6.- Diálogos apresurados, imposibilidad de asimilar ninguna exhortación al pensamiento mágico. Los protagonistas de Tenet son máquinas de matar con masters en física (¿?), tipos capaces de entender paradojas espacio-temporales que a Einstein le hubiesen llevado 75 pizarras y cuatro postulados sin apoyo empírico. La duda no existe y eso le resta verosimilitud porque al otro lado hay seres humanos tratando de disfrutar de una proyección cinematográfica. Si nada le resulta extraordinario a nadie… ¿para qué involucrarse?
7.- El amo del tiempo se olvida, en definitiva, de contarnos una historia. Nos pide que disfrutemos con la demo mientras él está por lo suyo, tan pendiente de sincronizar su mecanismo de relojería (me lo puedo imaginar en la sala de continuidad uniendo alfileres con hilos de colores, plastificando el storyboard como demostración palpable de que todo casa, de que todo tiene sentido) que se pierde en la senda tenebrosa de los saltos temporales. ¿Un algoritmo fragmentado en nueve partes, de verdad? Hasta en el Superagente 86 había capítulos más elaborados.
Pero olvidémonos del escarnio y acudamos a su propio cine: en Origen sabíamos perfectamente lo que estaba en juego. En Dunkerque, teníamos tiempo de sufrir (unos días, unas horas, unos minutos) con los disgregados átomos de una tropa malherida. Y en Interstellar nos creíamos hasta que el amor pudiese salvar sistemas solares enteros, porque la gente que propiciaba el milagro cursi… joder, Nolan: ¡importaban!
Magnífico análisis. De aquí a un tiempo (¿uno años?) la volveré a ver… con una libreta y un boli al lado.