‘Tekkonkinkreet’, de Michael Arias: aprendices de dioses
Dos niños a manera de yin y yang, de amanecer y atardecer, de blanco y negro. Huérfanos, vagabundos esporádicamente crueles y vigilantes orgullosos del orden –inestable y muy relativo- que reina en Treasure Town. El nombre no deja de resultar irónico: la Takaramachi de tekkonkinkreet (traducible como “hormigón armado”) se nos antoja cualquier cosa menos la culminación de las aspiraciones capitalistas de los piratas de la novela de Louis Stevenson: una isla, sí, aislada dentro de la megalópolis pero condenada, al mismo tiempo, por su relativa cercanía.
Un proyecto inmobiliario colosal amenaza con llevar al traste este mundo feliz de descamisados, chicos de la calle, Minotauros y yakuzas en prácticas. ¿Pero acaso no tiene ya el skyline de un parque de atracciones con sus montañas rusas, sus torres de observación silenciosas, sus elefantes babilónicos y sus casetas de feria? Los más viejos del lugar respetan su épica y pretenden perpetuar la leyenda, contradiciendo las aspiraciones de sus propios jefes.
Negro asume su papel de protector, de hermano mayor dispuesto a hacer lo injusto y necesario para no ver alterado este paraíso consistente en un coche abandonado con vistas al sumidero de aguas industriales, unas cuántas azoteas que funcionan a manera de ciudad abierta y una ley del más fuerte en la que se imponen, curiosamente, los más críos. Blanco sobrevive cobijado bajo su ala, en esa infancia salvaguardada y artificialmente inocente: sueños, playas, éxtasis coloristas y… esporádicas acciones de castigo.
La llegada de nuevas ambiciones vendrá acompañada del aterrizaje –textual- de esbirros más competentes. Una tríada de asesinos sin alma (en contraposición a la fauna autóctona de yakuzas, retratados aquí como tipos nostálgicos y descreídos, pero con una cierta noción de la ética y del honor); autómatas programados para una operación de persecución y exterminio. ¿Conseguirán nuestros dos héroes alados sobrevivir por separado al empuje de la, por así llamarla, civilización?
Michael Arias, el máximo responsable de este circo desproporcionado, de esta amalgama de capitales asiáticas, vio cumplidas en este filme muchas de sus aspiraciones personales. Cuenta la leyenda –bueno, él mismo en los extras del DVD- que recién arribado al Japón –y de eso ya hace más de 20 años-, cayó en sus manos un manga de Taiyo Matsumoto con el que se sintió plenamente identificado. En él veía reflejada aquella ciudad en continua transformación, cambiante hasta la locura. Era difícil encontrar remansos de paz, lugares lo suficientemente abandonados y cochambrosos como para escapar a las ansias especulativas. En ese descomunal atrezzo –esa sensación de gran guiñol desconcertante y abrumador que todo el mundo tiene la primera vez que pisa Tokio- Arias vislumbró sobretodo un espacio idóneo para la soledad, patio de juegos por el que dejar campar a sus anchas su carácter introvertido.
El animador nacido en Los Ángeles se convirtió así en el primer no japonés en dirigir una macroproducción de anime (y corría ya el año 2006). Para ello contó con el concurso del estudio de animación 4ºC; un esfuerzo que se reveló descomunal, con unos plazos de entrega imposibles que les obligaron a solicitar la cooperación para determinadas escenas de todo el mundillo (cuando un proyecto se sale de madre no es inusual externalizar los pasajes más laboriosos, acudiendo a la competencia natural).
Su gran acierto fue combinar a la perfección la era digital con la animación clásica, en un equilibrio de lapiceros y secuencias 3D que no patina, que no abruma. Tekkonkinkreet se convierte así en otra oda a la urbe inhabitable, tan querida por el imaginario del anime (Metrópolis, Neotokio, New Port City). Para ello se rodeó de un equipo mixto, conformado por compatriotas (tanto el guionista como el autor de la banda sonora original) y algunos de los nombres más sobresalientes de la animación local (la dirección de arte a cargo de de Shinji Kimura, por ejemplo).
Aunque el reconocimiento fue instantáneo (la premiere americana del filme tuvo lugar directamente en el MoMA), lo cierto es que los sectores más radicales del universo otaku –norteamericanos, en este caso- tildaron a Arias de poco menos que advenedizo y traidor al espíritu del manga original.
El esfuerzo que Arias le dedicó a esta historia fue descomunal. Venía de haber formado parte con 21 años –aunque sin lograr mención en los títulos de crédito- del equipo técnico de The Abyss (James Cameron, 1989), aunque los galones pareció ganarlos como integrante del multitudinario dream team de The Animatrix (2003). Tekkonkinkreet, tan sorprendente como minusvalorada, es una de esas películas que parecen haber elegido conscientemente director, aprovechándose de su lance vital para trascender, impulsada por el hálito –o el dolor- de quién quiere ver reflejadas en la pantalla tantas, tantas cosas.
Comenzad a verla, acercaos a vista de pájaro a esa Estambul insertada en mitad de Bangkok (¿o es Osaka?, ¿o quizás Hanói?) y dejaos seducir por este cuento cruel de adultos avariciosos y niños buscavidas.