‘Tardes de soledad’, de Albert Serra. Sangre y pena

El némesis por antonomasia del cinéfilo prejuicioso que soy: el director cuya filmografía más detesto abordando un documental sobre uno de los temas que más rechazo (digamos que físico e intelectual) me suscita. Albert Serra -el ángel caído del esnobismo no-narrativo, expulsado del Parnaso de los “raros pero fenomenales” tras una demasiado comprensible Pacifiction (2022)- hablándome de la tauromaquia, ese “arte” consistente en martirizar a un ser vivo para deleite de un respetable a sol y sombra que espera redondear la tarde viendo alguna cogida aparatosa y antológica, de esas que luego permite presumir en las tertulias del “yo estuve allí aquella tarde, ¡qué espanto, qué espanto, oiga usted!”. Un bárbaro de las formas y usos cinematográficos -la principal razón por la que a pesar de todo sigo pagando por ver su cine- abordando la muestra seminal de barbarie con la que -avergonzado u orgulloso- convive cualquier habitante de este dichoso país.
Siguiendo las vicisitudes del peruano Andrés Roca Rey en las tardes feriadas de diversas localidades de España, nos enfrentaremos a aquello que muchos llevamos evitando una vida entera: presenciar no una sino varias corridas de toros. Maldita sea.

Todavía recuerdo cuando el entonces monopolista y empoderado Canal + (el primero de los canales de pago estatales) afrontó por primera vez la retransmisión íntegra y espectacularizada de la feria de San Isidro, congregando para la ocasión un sinfín de cámaras y medios técnicos (con las inevitables repeticiones en superlenta de los mejores momentos), todo ello con la intención de convertir definitivamente la lidia del toro en… ¿un evento deportivo?
Aquello tenía trampa, por supuesto: decoroso distanciamiento de la acción, estilización de los elementos que conformaban la liturgia, subtitulado explicativo, sacralización de la fiesta. En fuerte contraste con aquella apología de lo que a algunos les gustaría que fuese el toreo (un combate justo, un triunfo estético, hasta una apología de la virilidad patria), Tardes de soledad propone un acercamiento en bruto: un primer espada, su cuadrilla y un sucederse de bestias pardas procedentes de ganaderías de renombre. ¿El sonido? Filtrado hasta quedarse con lo esencial: las indicaciones tácticas, las corazonadas, el pulso que mide el disfrute de quienes han pagado, incluso las mostrencadas. ¿La imagen? La de un cuerpo a cuerpo trágico y marrullero, un caos de testosterona y hemoglobina. ¿El resultado? El resultado hace de una película de Sam Peckinpah una feel good movie.
Arranca todo negro sobre negro, con ellos, con los que indudablemente van a morir. Toros en la oscuridad de la dehesa. Algunos dormitando, otro mirando a cámara desafiantes. Ajenos a su destino, a ese sacrificio ritualizado que incomprensiblemente perdura hasta bien entrado el siglo XXI.
Dos frentes: la intimidad del torero y sus tardes de presumible gloria (ya sabéis: la que se mide en función de lo desorejado que quede un animal agonizante). Lo veremos concentrado, en capilla, rodeado de su círculo de confianza: engalanándose en los instantes previos al combate de las cinco de la tarde, que siempre son las lorquianas cinco en punto de la tarde. Repitiendo de manera maquinal una gestualidad supersticiosa que conjuga señales de la cruz, besos a estampitas de la virgen milagrera de su predilección, miradas al infinito e inconfesable incertidumbre por el regreso (o no) a esa misma habitación de hotel.
Nuestro matarife viste de luces, suda en el interín y lidia con el miedo como buenamente puede. Le acompaña un séquito variopinto: el apoderado (el de las frases grandilocuentes, el que presume de educación secundaria), el encargado de su conspicuo vestuario y la atribulada cuadrilla que se encarga de dorarle la píldora, de quitarle hierro a las malas tardes, de echarle la culpa a un público poco entendido, de los “¡ahí tus huevos, maestro!” y que lo suyo sí que es arte y lo de los demás son tonterías.

Tanto en este previo cargado de tensión como en el anticlímax que se produce tras el precipitado abandono de la plaza en cuestión, la situación tiene algo de velada pugilística. El entrenador analizando el combate recién concluido, el luchador envuelto en un sudario azul, casi como si de un protocolo post-quirúrgico se tratase; restañándose las heridas y buscando un consenso aristotélico que tarda poco en producirse (todos acaban dándole la razón antes incluso de que la furgoneta encare la principal avenida del lugar).
… y la mirada perdida de ese hombre estupefacto ante el prodigio de su propia supervivencia. Diríase que casi decepcionado. Siempre tan cerca: salpicado, avasallado, a veces hasta atropellado, pero a salvo por centímetros de un derrotero a traición… y así hasta la siguiente tarde, eterno flashforward de la propia muerte.
La fiesta nacional de algunos libre de anestésicos espirituales. Porque los operadores de cámara tienen claras las consignas del director: la danza bermellón, el grana enturbiando la arena, la herida supurante, el burladero astillado, el capote que apenas disimula el arma que vuelve injusta la justa.
Albert Serra no está interesado en hacer pedagogía con las corridas de toros: no explica qué son o cuándo se producen los cambios de tercio, la supuesta lógica del encarnizamiento del picador en función de la presunta bravura del toro, quién otorga las recompensas, qué ocurre antes o después de las suertes de banderillas. No, le basta con que nos inunde la náusea, la de ver a pobres hombres enfrentarse a animales criados y entrenados para el odio, la de ver a pobres animales enfrentados a hombres entrenados y criados para el odio.
Las muertes se encadenan en el tramo final del film, cuando uno ya ha olvidado cualquier fantasía por tratar de “entender” lo que está pasando: sucederse de llamamientos a la hombría (que empieza y acaba en la entrepierna, al parecer lastrada por el terrible volumen testicular), la vida y la muerte reducidas a un proceso azaroso y banal, mamíferos reventados que exhalan su penúltimo aliento entre vítores propios de una de romanos (de las de antes de Cristo, por supuesto); carga mórbida amarrada de cualquier manera a una yunta de caballos, recomponerse y palparse y comprobar que todas las partes del cuerpo siguen más o menos en el mismo sitio.
Albert Serra logra un milagro de objetividad que algunos confundirán con un calculado ejercicio de equidistancia. Los amantes de la lidia lo agasajarán con escaso sentido del decoro (“¡esto es la fiesta! ¡Ole tú!”), mientras que los animalistas pueden también recomendar su visionado a cualquier despistado que todavía se afane en sostener que “el toro no sufre, la lidia es justa y necesaria para la supervivencia de la especie”, “qué pruebas tienes de que la tierra es redonda” y que si la abuela fuma.

La soledad absoluta de media docena de tipos abandonados a su suerte en ese círculo de la infamia y la hecatombe televisada. Y la de las víctimas propiciatorias, presas del pánico desde el mismo momento en que se abre la puerta de toriles y entienden -porque entienden- que esa tarde será la última. Un miedo y un abandono retroalimentados por un público veleidoso y cruel que aparca fuera de la plaza algo tan impropio y mediatizado como… ¿la moral, la Humanidad?
Si el mejor cine aspira a ser testimonio (¿mediador?) de lo incomprensible, Tardes de soledad es la esencia misma de ese misterio -aquí sinónimo del horror- imposible de aprehender… para quien esto escribe, claro.