‘Sutak’, de Mirlan Abdikalikov. Mitología del presente
Los amantes del cine etnográfico (que no folklórico) están de enhorabuena. La próxima semana se estrena Sutak, una ópera prima que confía en elementos mínimos pero infalibles: una familia, muchos caballos, algún que otro cuento y las montañas del Kirguistán como marco incomparable.
Dos abuelos depositarios de la tradición (oral, mayormente), una nieta dormilona y crédula, un nieto estudiante de arquitectura en la capital y una nuera que empieza a preguntarse hasta cuándo deberá de seguir llorando al marido, arrastrado río abajo años ha. Los cinco comparten espacios inabarcables con la inopinada cerca de un meteorólogo y su estación, empeñado este en algo tan baladí y sospechoso de ociosidad como… ¿predecir el tiempo?
Viuda y científico no se ocultan sus simpatías, aún estando estrechamente vigilados por una abuela decidida a perpetuar la memoria del hijo fenecido (a condición de la felicidad de algunos de los vivos). Las narraciones del abuelo, el contador oficinal de historias, sirven de contrapunto a sus devaneos amorosos (bien está a falta de wifi, que rodeados de picos de 7000 metros la cosa de la cobertura está fatal).
El veterano confía en una audiencia tan reducida como entregada: la compuesta por la más pequeña de la casa, que quiere volver a escuchar una y otra vez la historia del cazador Koruke y Kaiberen, la madre de todas las cabras. De cómo esta lo transformó en águila para evitarle las iras de unos nómadas poco interesados en chivos parlantes. Y así el padre al que apenas conoció pasará a ser para ella esa ave majestuosa que de vez en cuando surca los cielos, sin rendirle cuentas a nadie.
Pero también hay otra historia que se ajusta al devenir actual de su sufriente progenitora: la de ese sutak que da título a la película. La fábula es bastante reaccionaria: si te fijas demasiado en los forasteros acabarás convertida en pajarraco –no sabemos si de mal agüero- y cada vez que te escuchen trinar deberán de sacar un cuenco de leche y perdonarte por enésima vez. Todo muy patriarcal, desde luego.
Mientras se dirime el enésimo pulso entre obligación, corazón y sacrificio (y para variar, ella lleva las de perder) asistiremos al ocaso de un semental (que deberá de proceder al traspaso de poderes a otro miembro de la manada), a la tímida resolución de la tensión sexual entre el hombre que mira las nubes y la mujer que sacude las ubres y a la llegada de esa maquinaria pesada que, ya lo suponemos, ejerce de avanzadilla de una modernidad para la que el arte de los antepasados son simples rocas barrando el camino.
Bien poca cosa nos llega del cine que se hace en Asia Central (integrada históricamente por Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán, tan proclives a chistes relacionados con su ignota localización). Las pocas cintas de esas latitudes que se pudieron ver el año pasado (de Kazajstán, The voice of the steppe (Ermek Shinarbaev, 2014), Tent ( Kenjebek Shaikakov, 2014) o la muy cachonda Walnut Free (Yerlan Nurmukhambetov, 2015) y de Kirguistán Pereezd (The move) (2014), las cuatro en el marco del Casa Asia Film Week) se dedican a recordar con escasa nostalgia el pasado soviético y a formular parábolas exasperantemente bien intencionadas sobre sus gentes, su territorio y, en general, el pasado extinto. ¿Un humanismo algo acartonado o quizás una ingenuidad auténtica y todavía envidiable?
Puestos a encontrar correspondencias, el tono me recuerda mucho al de la mongola La historia del camello que llora (2003). Y quizás tenga su lógica: los primeros descendientes del pueblo kirguís (¿venían de Turquía?), vivieron en la parte noreste de lo que actualmente conocemos como Mongolia. Si en aquella era un violinista el que acababa intercediendo para lograr el milagro (que el camello albino fuese aceptado por la madre), en Sutak no se espera que la abuela ceda, por mucha que sea la presión externa (un nieto que ya sabe lo que es una discoteca, un extranjero especializado en mirar y apuntar, unas retroexcavadoras ajenas a la memoria que atesoran los caminos que asfaltan).
La primera película de Mirlan Abdykalykov se sostiene sobre un guión de su padre, Aktan Arym Kubat, que pasa por ser el más conocido de la desconocidísima cinematografía de su país. No, no es ninguna obra maestra, pero en apenas 80 minutos nos lleva al otro lado del mundo poniéndonos como única condición el que abandonemos nuestras prisas habituales, nos recostemos en la butaca y tratemos de empatizar (sin excesivos sentimentalismos) con media docena de desconocidos que viven de sus animales, de unos pastos sin delimitar y de unos mitos a los que siempre pueden invocar para tratar de explicar su presente.
Francamente: todo un logro en mitad de esta cartelera “veraniega”, aquilatado sinónimo de oligofrénica.