John Milius: el rifle y la pluma

“Tenéis la terrible costumbre de precipitar las cosas diciendo: “esto va aquí y esto allí y esto aquí”. Nadie trabaja así. No podéis hacer eso. Lo siento, pero no va a estar terminado ni hoy ni mañana. (…) ¡Joder! Pienso cambiarlo otra vez, así que tomáoslo con calma (…) No tenéis ni puta idea de lo cojonudo que es esto”.
John Milius defendiendo ante los productores su montaje de ‘El gran miércoles’
Unas escalinatas de piedra dislocadas y encabalgadas tras el último temporal. Un tipo dando tumbos mientras desciende por ellas. Pasa el tiempo y la cosa no mejora: las pasiones juveniles se revelan fútiles, las habilidades de las que estábamos más orgullosos, del todo inútiles en el seno de una sociedad que adora a los domesticados. Redención y olvido. Con alguna cogorza de por medio, eso sí.
Estoy hablando de El gran miércoles (1978), posiblemente la película más personal –que no la mejor, me sigo quedando con Dillinger (1973)- de las dirigidas por John Milius. Milius, un cruce imposible entre John Wayne y Jim Morrison, republicano libérrimo nacido para el arte en pleno auge de la autoría cinematográfica y en la cuna, para su desgracia, de la producción seriada de filmes. Aficionado a las armas de fuego, a pensar lo contrario que cualquiera de sus interlocutores y a parir algunos de los guiones más potentes del periodo plateado de Hollywood.
Milius estudió cine cuando nadie lo hacia: tan solo existían tres escuelas en todos los EEUU. Sus compañeros de promoción (Caleb Deschanel, George Lucas, Randal Kleiser, Don Glut o Walter Murch) tampoco contaban con que la Industria los acogiese precisamente con los brazos abiertos. Él, talentoso y arrogante, despuntaba con facilidad entre aquellos freaks mayoritariamente antisociales. Adoptó de inmediato el rol del hermano mayor deportista, bravucón y pendenciero que todos ellos –más bien apocados- quisieran haber tenido.
En un largo segmento que funciona como una película dentro de la propia película, los protagonistas de El gran miércoles pasan el reconocimiento médico previo a su alistamiento forzoso en el ejército, destino Vietnam. Todo tiene un aire bufo: casi funciona como una sitcom dentro de este melodrama nostálgico. Sólo tienen algo bien claro: que no quieren ir a matar desconocidos a la Indochina. Y para ello se inventarán lo que haga falta: una enfermedad mental o una supuesta homosexualidad con la que aterrorizar a tanto macho amenazado.
Es un momento genuinamente Milius, una fuga de esas que en literatura tendría años después un representante de lujo en las carnes de Roberto Bolaño. El “momento” tigre o la llegada a la plantación francesa en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). La improbable arcadia amorosa de Robert Redford en Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack, 1972). Los monólogos hastiados de Clint Eastwood en Harry, el sucio (Don Siegel, 1971). Toda 1941 (Steven Spielberg, 1979). Esos pasajes que no parecen aportarle nada al relato y que, sin embargo, acaban siendo imprescindibles para impregnarse del miedo, de la libertad y la ausencia de civilización que mora en las montañas, empatizar con el punto de vista de un lobo solitario o sentir la paranoia post-Pearl Harbor.
Para que os hagáis una idea de su buena estrella, Milius vendió con 28 años recién cumplidos su guión de El juez de la horca por 300.000 dólares de 1972. Una cantidad astronómica para aquél entonces con la que Paul Newman se aseguró el papel estelar (Lee Marvin había sido la primera opción) y, por qué no decirlo, que no la dirigiese el propio guionista.
Los diez años que separan su ópera prima (Dillinger, ahí es nada) de su manifiesto reaganista y autolapidación con Amanecer rojo están lleno de anécdotas contadas en despachos a media voz, de leyendas urbanas que todos aseguran haber oído en boca de terceros. Como su manía de poner el Colt 45 encima de la mesa en presencia de mandamases del estudio. Su rapidez ideando historias, la misma que le permitiría dictarle a Spielberg, vía telefónica, el monólogo que terminaría por redondear el personaje del cazador de escualos en Tiburón (1975). O la agresión física a un profesor que no quiso proyectar el cortometraje de Lucas (Laberinto electrónico THX 1138 4EB) para que el resto de sus compañeros de clase no se acomplejasen.
Milius conocía la importancia de un taquillazo para asegurarse la posición dentro del mundillo (o en los márgenes). Había visto la magia que había obrado en las carreras de Steven y George. Pero el cuerpo le pedía cosas más bien simples: cerveza, motos y mujeres. No, no era precisamente un filósofo amante de las especulaciones abstractas. Era, a su nada humilde juicio, el americano pluscuamperfecto: independiente, impertinente, anarquista-zen. El Hemingway del cinematógrafo.
Así que era cuestión de tiempo que otro loco se cruzase en su vida y lo enrolase en una empresa mastodóntica, alejada de la escala humana. Francis Ford Coppola –que conocía la frustración que arrastraba Milius por no haber podido ir a Vietnam a causa de una afección respiratoria- le pidió que escribirse sobre su no-experiencia. Pero que escribiese sin parar, como si no hubiese un mañana. Y que luego ya se vería.
El resultado fue, posiblemente, la mejor película sobre la guerra de la historia del cine. Charlie no hacía surf, Brando entreveía el horror y el resultado de una dieta rica en bollería industrial y Martin Sheen casi la palmaba en plena selva, mientras Dennis Hopper bailaba desnudo bajo la luna, disfrutando de su cuelgue infinito.
Aquél año Milius y Coppola fueron nominados al Oscar al mejor guión original. Apocalypse Now perdió frente a Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1980), sí, la película aquella del divorcio de la que ya nadie se acuerda.
El gran día se acerca. Nuestros tres supervivientes se aferran a sus tablas de salvación y cabalgan sobre las olas sin la agilidad de los nuevos príncipes de la arena, pero con el estilo pausado y aguerrido de los dioses de antaño. El avance del trío entre los jóvenes imberbes recordaba forzosamente al de Pike y sus compinches al final de Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969). Lo que quiera que ocurra, habrá merecido la pena.
Milius acabó cayéndole gordo a demasiada gente. Fue el responsable de convertir en actor al mismísimo Arnold Schwarzenegger, dignificando la fantasía épica con su Conan el bárbaro (1982). Pero después vino Amanecer rojo (1984), una charlotada cuasiadolescente que más que fascistoide era estúpida y naif. Y John pasó a ser el tipo con el que no querías salir en la foto: un bocazas al que costaba poco hacer pasar por un ultra. Su caída fue lenta pero imparable: Hollywood había dictado sentencia. A partir de entonces se le emplearía de manera esporádica, como cuando Sean Connery –al que había dirigido en la también marciana El viento y el león (1975)- pidió diálogos de mayor enjundia para su Marko Ramius en La caza del octubre rojo (John McTiernan, 1990).
El renacer de la ficción televisiva fue su primavera tardía. Para costearle la universidad a su hijo aceptó un puesto de coguionista sin crédito en Deadwood (2004-2006). La brutalidad de las dos temporadas de Roma (2005-2007) llevaron, esta vez sí, su firma.
En Milius, el documental de 2013 firmado por Joey Figueroa y Zak Knutson, descubrimos a nuestro protagonista recuperándose de un ictus y practicando el tiro al plato mientras aprende otra vez a hablar. Y soñando con su Genghis Khan, otro proyecto megalómano alrededor de alguien que quiso ser mucho más que un vulgar rey. Otro proyecto muy Milius, vamos.
Es la última noche antes de ir a la guerra en El gran miércoles. Nadie quiere dormir. El amanecer los sorprende en casa, no muy sobrios pero enteramente conscientes de que la edad adulta era esto: el adiós a amigos uniformados, la tabla de surf decorando una pared del comedor y, por siempre, el sabor de la sal en la boca.