‘Sparta’ y ‘Rimini’, de Ulrich Seidl. ¿Otro díptico inmisericorde?

Este año el señor Seidl -enconado aireador de las vergüenzas austriacas y, por ende, viviseccionador del irremediable declive europeo- nos ha entregado dos películas fronterizas rodadas al alimón, de esas que discurren en no lugares y con protagonistas perdidos en sus mezquindades, a la espera de recibir su justo castigo. Sparta (2022) se desarrolla principalmente al este de su país, en la región rumana de la Transilvania. Rimini (2022) nos baja al sur, a la localidad italiana del mismo nombre, destino preferido de un turismo de masas del que también algo sabemos en España.

La filmografía de Ulrich Seidl puede deprimir hasta al más veterano perpetrador de libros de autoayuda. Cuando sus películas acaban -esas películas que no creo que nadie quiera volver a ver sin mediar algún tipo de coacción- lo que el cuerpo te pide instintivamente es… una ducha. Cualquier cosa que te libere de tanta suciedad, de tanta realidad grosera en vena. No es exactamente ese “cine del sufrimiento”, entendido como experiencia agotadora y en el que el placer sádico del director consiste en hacer sufrir a un personaje, en acompañarlo hasta el más profundo de los valles vitales. No, aquí hay un cuidadoso tratamiento documental, un envoltorio ficcional prácticamente invisible.

Y el resultado es un cine que duele. Duele comprobar el papel que las sociedades del primer mundo les tienen reservado a los inmigrantes incautos. Las vergüenzas que esconden en los sótanos unos austriacos que parecen reivindicar el monopolio de la decadencia de Occidente. Los mismos que peregrinan al continente africano para disparar a pobres bestias en ritos iniciáticos solo aptos para nuevos ricos, simpatizantes todos de cierto antiguo régimen…

La acción de su dupla más reciente ocurre allí donde menos testigos puede haber. Testigos de la propia perversidad, esa que su cámara-espejo aspira a reflejar con malsana fidelidad. Dos hermanos sin hijos (o eso creen), estirpe infame que parece surgir de bajo tierra, de esa arena en la que enterrase sus huevos la serpiente bergmaniana. El uno es un pederasta a punto de abandonarse a su pulsión. El otro, una antigua gloria musical, ídolo ahora de sesentonas románticas en una localidad costera fuera de temporada, otro Lloret de Mar feísta donde los pocos hoteles abiertos solo aguardan la venida de jubilados ditirámbicos.

El contraplano de todo esto nos lo proporciona el padre de ambos, que pasea su senectud por una residencia de la tercera edad con sus inevitables sesiones para ejercitar la memoria, caminadores abandonados en los pasillos y ese disimulo permanente en lo que a su función real se refiere (postrero encierro, última parada en una estación sin horarios de trenes de vuelta). El anciano tararea canciones de su infancia (¿himnos nacionalsocialistas?), mientras la decoración de su habitación nos habla de sus aficiones (cazador).

Quizás el estado que mejor lo define (y también el de sus hijos, aunque anden por otras geografías) sea el de enclaustramiento (en este caso involuntario). Los límites de su cárcel son bien específicos, señalados por esas pegatinas de aves que tratan de disuadirlas de chocar contra cristales no siempre impolutos e instantáneas idílicas, paisajes alpinos que barran el paso y revelan la impostura.

Sus vástagos no le van a la zaga en el ejercicio del olvido y la acomodación perversa a los apetitos animales. El mayor ha decidido disfrutar de los restos del naufragio dando bolos misérrimos, subsistiendo a base de la nostalgia ajena (que deviene lujuria bizarra) y ejerciendo incluso de gigoló fuera de forma. Pero el caso es que ya no puede abandonar este lugar de paso, como las docenas de inmigrantes con los que se cruza cada día, espectros en la niebla a la espera de ese ahora lejano estío en el que puedan ser explotados a placer por esa Europa de la miseria moral tan querida por Ulrich Seidl.

El hijo menor, por su parte, construye su paraíso gladiador alternativo. Un fuerte en el que atrincherarse mientras mantiene a un puñado de menores alejados de unos padres que ejercen un control parental digamos que… relajado. El turismo sexual (abordado en la trilogía “paradisíaca” del realizador austriaco) o en este caso la pederastia, terminan siendo manifestaciones de ese neocolonialismo (“porque puedo, porque tengo el dinero”) en el que los más ricos -sí, para Ulrich también los más degenerados- toman posesión de los habitantes de lugares supuestamente libres de cualquier injerencia extranjera.

Hay una cierta solución de continuidad entre la arquitectura degradada de esa Rumanía en proceso de derribo (que ya conocemos de ese cine rumano especializado en radiografiar las carencias, las presentes y las pasadas) y ese sucederse de tiendas de souvenirs cerradas, hoteles en barbecho y seres humanos en retirada de Rimini. El pausado pero irremediable declive de las construcciones de época comunista, las consecuencias de la especulación urbanística a orillas del Adriático. De un lado los cielos plomizos, el ir y venir a la central donde opera como técnico especializado. Y de otro, a manera de imagen especular, la nieve, el vaho y las sábanas frías.

El entorno predispone nuestra mirada, casi hasta nuestro juicio ético. Nuestros dos libertinos no tienen el glamour felliniano (en el caso de Richie Bravo, antiguo tonadillero pseudoitálico, el referente más claro quizás sea la pareja de bailarines crepusculares de Ginger y Fred (1985)): su apetito resulta insaciable y sórdido, aunque ambos tienen atisbos de lucidez. No son monstruos: Seidl nos los pinta tan humanos, tan veraces… que el cuadro resulta por momentos aterrador e insoportable.

Si recientemente Carlos Vermut nos presentó en Mantícora (2022) a un pederasta a su pesar, Ulrich Seidl describe en Sparta, con escalofriantes visos de verosimilitud, esa caída final que nos ahorró el madrileño, ese “dejarse ir” definitivo que terminará jodiéndoles las vidas a cuantos inocentes se encuentren a su alrededor. Ya ha hecho su criba, ya ha elegido a su víctima (como siempre, la más desamparada). Estamos a pocos días, a pocas horas de ver saciarse hasta la hartura a este depredador.

Aunque depredadores -cazadores con reclamo- quizás lo sean los tres protagonistas. El padre gagá, el galán convertido en chiste sexual al que sólo le queda extorsionar a sus avejentadas fans, el enfermo que se rodea de niños y busca el contacto físico con cualquier excusa baladí. Seres que infectan la Tierra, tipejos que hacen de pudrideros su Las Vegas particular. 

“A cada cual lo suyo”, musita el progenitor en su senilidad. Y “lo suyo” (su merecido, ese ojo por ojo que lo mismo les servía a cronistas bíblicos que a apologetas del Tercer Reich) consiste en un asalto a su dojo perverso, en una ocupación en toda regla de su villa riminiana por la inminente parentela que acompaña a una hija ilegítima. Los dos son corridos a gritos, marginados por su propia sangre o por vecinos hartos de saciar las perversiones de crápulas con el pasaporte adecuado.

Pero de los dos, como supervivientes natos que son, nos tememos siempre un amargo come back.

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