No son márgenes, es el epicentro
Es posible que este texto llegue a destiempo y no sepa hacer justicia a la relevancia de un festival como Márgenes. En todo caso, no quiero dejar pasar la oportunidad de escribir sobre un festival itinerante, dinámico, multiformato y pensado exclusivamente para el público (algo que parece obvio, pero de lo que se olvidan la gran mayoría de los certámenes) y repasar alguna de las películas de una selección toda ella extraordinaria.
La cuarta edición del festival ampliaba sedes, viajaba de Madrid a Córdoba y Barcelona, con un pequeño desvío hacia México DF, Bogotá, Monterrey y Montevideo, para acabar “regalando” en su página web las doce películas de la sección oficial durante quince días. En total, prácticamente un mes de cine joven (en un sentido muy amplio) y ambicioso, cine de primerísimo nivel, arriesgado y comprometido, y que, sin embargo, como el propio nombre del festival hace notar, sigue estando al margen de (y en) muchas cosas.
Se habla muchas veces de cómo le toman el pulso a la actualidad determinados festivales de primera división, cuando en demasiadas ocasiones lo único que hacen es apostar a caballo ganador, y casi siempre al mismo caballo. Por el contrario, son certámenes como Márgenes los que, edición tras edición, en un alarde de valentía y amplitud de miras, haciendo juegos malabares con sus presupuestos, consiguen obrar el milagro al que debería aspirar todo festival: descubrir y visibilizar. Y no morir en el intento. Si tenemos la más mínima posibilidad de abandonar este irritante páramo cultural en el que malvivimos, ésta pasa por la supervivencia de eventos como Márgenes.
Empecemos por el principio. La décima carta, de Virginia García del Pino se encargó de inaugurar el festival y de marcar una pauta que acabó recorriendo buena parte de la sección oficial: la memoria, cierta idea de reconstrucción, de reinterpretación, de ajuste de cuentas con el pasado como forma de interpretar el presente, o como única posibilidad de afrontar el futuro. La película de García del Pino homenajea (o recuerda o revisita o recupera) la figura de Basilio Martín Patino, un auténtico icono del cine español más radicalmente moderno, con la intención de capturar su mirada, y el resultado es una película reflexiva y exultante, profunda y emocionante. Y del principio saltamos al final, pues la clausura corrió a cargo de Sueñan los androides, la delirante película de Ion de Sosa, que se trae hasta Benidorm el texto de Philip K. Dick en el que se basó Blade Runner (Ridley Scott, 1982) para sacarse de la manga una fábula descorazonadora sobre el futuro que nos espera. Si la inauguración marcaba el camino, la clausura dejaba un nudo en el estómago.
Ya centrándonos en la magnífica sección oficial, nos encontramos con una serie de películas que lo que hacen es, esencialmente, asumir compromisos consigo mismas y con su contexto. Toman conciencia de dónde están y de hasta qué punto es importante traer a colación determinados temas y posicionarse ante ellos desde el mismo momento en que se decide en qué forma se afronta el proyecto. Son fruto, inevitablemente, de una época oscura, y no les queda más remedio que albergar en su interior buena parte de las muchas crisis que sufrimos (para lo cual no es necesario hablar de política o finanzas). En ese sentido, estas obras, todas ellas, son también una manera de estar en el mundo. Y precisamente aquí es donde yo establecería el punto de fractura entre este tipo de cine y el que suele llegar al gran público (pónganse todas las excepciones que sean necesarias), tan alejado de la realidad que cuando intenta reflejarla suele ponerse en evidencia. Son a menudo películas inhóspitas, porque no se casan con nadie, salvo consigo mismas, que es la forma más noble de respetar al espectador. Hay una manera de entender el arte, el cine, la cultura, la realidad, el mundo. Una forma (silenciosa a su pesar) de alzar la voz. Y en ese grito encuentran importantes nexos de unión entre ellas. De esos lazos, la idea de zanjar el pasado sin dejar de tenerlo presente está muy en primer término. Todas están repletas de fantasmas, de ausencias, de lo que fue y ya no será. Y, a pesar de todo, hacer un repaso por estos títulos es recorrer géneros, formatos, sensibilidades y hasta pretensiones de lo más diverso.
Hablaremos de seis de ellas, sin más criterio de selección que el caprichoso gusto de este espectador. Empezando por la interesante lectura, en clave de thriller especulador, que El gran vuelo, de Carolia Astudillo, le da a las (escasísimas y en su mayoría anodinas) fotografías de archivo que existen alrededor de la figura de Clara Pueyo Jornet, conocida figura de la resistencia clandestina antifranquista que despareció como el humo tras huir de la prisión de Les Corts de Barcelona. A partir de la reiteración y reinterpretación de un puñado de imágenes caseras, familiares algunas de ellas, de las que el montaje va extrayendo una amargura y hasta una violencia indescifrables en un primer vistazo, se elabora un discurso durísimo, de amplio espectro, sobre asuntos como el papel de las mujeres dentro de la militancia antifranquista, o las fructíferas relaciones entre religión y poder (franquista) y, en definitiva, sobre la necesidad de replantearse de qué manera afrontamos hoy en día los trabajos de reconstrucción de la Memoria.
También con imágenes de archivo trabaja África 815, de Pilar Monsell, una suerte de diario filmado o de confesión en primera y tercera persona que tiene algo de exhibicionismo, pero también de exorcismo familiar. Los diarios de un padre de familia, leídos con voz serena por una de las hijas (la propia realizadora) e ilustrados con una suculenta colección de las fotos de un álbum que bien podría ser una cara B del álbum familiar oficial, Resulta arrebatadora y emocionante por su radical sinceridad y por lo que tiene de constatación de una vida duplicada, insatisfecha, incompleta, llena de falsedades y puestas en escena, aunque no completamente infeliz. Lo que queda, al final, tras haber asumido y zanjado las aristas de un pasado lleno de oscuridades, es la vida que sigue y que sigue con la paz suficiente como para contemplar un amanecer que es, si no felicidad, sí al menos serenidad.
Y si el protagonista de África 815 recupera los vínculos familiares y, de paso, una identidad en cierto modo incompleta por la vía de la confesión o de la verdad, el relato de Letters From Parliament Square, de Carlos Serrano Azcona, se articula también entorno a una verdad que pretende mantener viva la memoria del activista y pacifista británico Brian Haw, que en 2001 comenzó una acampada permanente frente al parlamento británico y que durante años fue ninguneado por los medios y castigado por diferentes estamentos oficiales. La película visualiza la lucha silenciosa y pacífica de Haw dándole la palabra a Barbara Tucker que, desde la muerte de aquél, ha hecho suya la lucha. La claridad aplastante con la que la activista expone unos argumentos que caen por su propio peso, se refuerza con una puesta en escena tan rigurosa y formalmente arriesgada como políticamente comprometida, en la que un único plano cerrado de la protagonista (con algunos insertos de palomas o del tráfico aquí y allá) deja fuera de campo todo lo que no sea su apasionado y lúcido relato. Una decisión aparentemente formal que sin embargo no oculta su filiación con el discurso de su personaje y que, por lo tanto, apunta contra la sinvergüencería, la desfachatez y el oscurantismo de ciertos gobiernos occidentales.
Y mucho de eso hay, aunque desde posiciones estéticas radicalmente distintas, en esa road movie bellísima y enigmática que es Todas las cosas que no están, de Teresa Solar Abboud. Desconcertante, evasiva, inquietante, llena de espejismos, de falsas apariencias, de imágenes que niegan (o que no pueden mostrar) lo que dice la voz en off, o que lo muestran de forma esquiva. Esta sorprendente película finge ser un documental que se desplaza hacia el pasado en pos de las huellas de Harold Edgerton, el inventor del flash moderno y en el que “Las cosas que no están” se deben, fundamentalmente, a las oscuras maquinaciones de un gobierno sin escrúpulos que explota la opacidad de una forma insultantemente absurda. Y esta película inclasificable explora eso a partir de una narración elusiva y desconcertante, llena de hallazgos visuales e interludios de ficción retrofuturista y paródica que la emparentan, de lejos y por momentos, con algunas distorsiones lynchianas.
También de cosas (y personas) que ya no están nos habla la ganadora del certamen, El rostro, del argentino Gustavo Fontán, una película llena de espectros que pueblan un presente brumoso y desenfocado y que es, en cierto sentido, elogio nostálgico de un determinado tipo de vida en comunión con la naturaleza, en libertad, que en algún momento indeterminado se fue al carajo y del que apenas quedan algunas apariciones fantasmales y el recuerdo sobrecogedor de lugares y personas que, simplemente, ni son ni están. Una película de una potencia visual desbordante que, sin embargo, impacta por la desgarradora perspectiva que plantea.
En ese mismo nivel de pesimismo se sitúa también la estremecedora película de Ángel Santos, Las altas presiones, que trata de mostrar qué se mueve por dentro cuando uno entra en un estado de apatía y desmotivación, cuando las expectativas de futuro son desalentadoras y las posibilidades de tomar las riendas de la propia vida disminuyen a cada nueva (in)decisión, a cada nueva frustración. Son tiempos de profundo desencanto y Las altas presiones es una película de estos tiempos. Se trata de filmar la realidad y, al hacerlo, alimentar la ficción con el estado de ánimo general de todo un país. La película de Ángel Santos es tan importante porque, sin aspavientos, haciendo del naturalismo casi un acto de fe, es capaz de dar la medida de todas las cosas que están pasando. Y también de las que no están pasando y de las que por desgracia no van a pasar.