Sobre el cine desconcertante

Dos películas francesas recientes me han sumido en el desconcierto. La una para bien, la otra para mal. Basta con acudir al diccionario, porque cada una ilustra a la perfección las dos acepciones de la palabra “desconcierto”. ¿Dónde está mi cuerpo? (Jérémy Claplin, 2019) sería ese “estado de confusión o desorientación en que queda una persona a causa de algo inesperado o sorprendente”. Por contra, Los miserables (Ladj Ly, 2019) denota, simple y llanamente, “falta de orden y disposición de las cosas”.
¿Dónde está mi cuerpo? habla de emigraciones forzosas, de buscarse la vida, del imposible encaje. El protagonista todavía tiene la tabla de salvación de la infancia, a la que puede volver a voluntad escuchando unas cintas grabadas por aquél entonces. Hay un enamoramiento, hay un buen samaritano, hay utopía humanista. Pero predomina el desespero, una angustia muy a lo Albert Camus.

En paralelo a esta decepción vital (todavía no alcanza la condición de “derrota” como tal) asistimos a la odisea de una mano -tal cuál- que transita por alturas y subsuelos en pos de su desgarbado cuerpo. La suya es también una historia de supervivencia y perseverancia: no importa cómo lo logre, pero no parará hasta encontrar ese muñón al que pertenece.
Mientras tanto, nuestro héroe conoce repartiendo pizzas -o intentándolo- a una bibliotecaria melómana. Por ella construirá iglúes, por ella pretenderá que algo importa. Sin grandes expectativas, sin grandes decepciones en lontananza.
¿Desconcertante? Sí, por lo bizarro de la propuesta: ¿una extremidad amputada volviendo a casa cuál perro abandonado? ¡Qué demonios! Y sí, la propuesta se disfruta a pesar de esta premisa algo marciana, de este arranque que atenta contra los supuestos principios de placidez entrañable que se le presuponen a las películas de animación. Y sin embargo, los franceses siempre han sido muy buenos obteniendo poesía de principios feístas: recuérdense Bienvenidos a Belleville (Sylvain Chomet, 2003), Persépolis (Marjane Satrapi y Vincent Paronnaud, 2007) o La Vida de Calabacín (Claude Barras, 2016).
Los miserables se inscribe en una tradición también muy del cine francés: el noir de extrarradio, de policías maleados, de juventudes reventadas. Pienso en Ley 627 (Bertrand Tavernier, 1992), con sus nihilistas pateando unas calles repletas de miedo e ira. Y si de ira hablamos, cómo olvidar El odio (Mathieu Kassovitz, 1996), con otros tantos frecuentadores de abismos en mitad del humo y de la impotencia.
La novedad -de haberla- consiste en la indefinición moral ad hominem. La sensación os sonará, porque es muy de nuestros tiempos: ¿de cuántas películas habéis salido últimamente con la duda razonable de si trataban de denunciar una cierta situación o tan solo de hacernos disfrutar con cierto regodeo malsano en la miseria ajena?
Aquí tenemos una triada de maderos quintaesencialistas: un facha con andares de John Wayne, un musulmán con la sospecha de estar haciendo de carcelero de su propia gente y un recién llegado, esa mirada alucinada que el director quiere que sea la nuestra. Y al otro lado, ¡ahí es nada!, la famélica legión de una barriada desamparada.

Un caso de maltrato policial hará saltar todo por los aires, ese equilibrio inestable entre la injusticia tolerada y el rencor apenas soterrado. Frente a esta policía de contención, catalizadores más que inhibidores, un plantel de colaboracionistas necesarios. El traficante que encuentro en el barrio marginal un mercado interminable de clientes potenciales. El fundamentalista religioso que se dedica también a pescar en aguas turbulentas. Y el arribista, el chico de barrio que va de listo y ahora juega a mediador, a hombre bueno.
Con la excusa del realismo, Ladj Ly se dedica a disparar contra todos los lados. Al principio exonera, luego culpabiliza… y luego vuelve a repartir indulgencias. No es tanto una cuestión de “no tomar partido” -eso sería hasta loable- como de conformarse con un “todo esto es muy complicado y es normal que pasen cosas feas”. Una conclusión que nos suena a vagancia, a falta de interés -o de capacidad- a la hora de analizar las causas primigenias que anteceden a todo conflicto que termina enquistado. Una práctica intelectual que no obliga en modo alguno a sacar conclusiones maximalistas, como el realizador parece temer. Porque en su afán por huir de blancos y de negros, nos regala una gama de grises sospechosamente confortables.
El desconcierto, en Los miserables, surge de la ausencia de objetivos, del falso relato documental que quiere jugar a antimoralista. Una equidistancia imposible en la que el caos -al principio emocional, al final narrativo- se apodera del filme. Las únicas conclusiones que se le permiten sacar al espectador son las propias del programa electoral de uno cualquiera de los muchos partidos populistas que proliferan por Europa: perversas, falsarias y profundamente sesgadas por los prejuicios propios.