‘Retrato de una mujer en llamas’, de Céline Sciamma. Una vida en dos semanas

Una mujer arribando a tierra calada hasta los huesos, entre el silencio socarrón de una tripulación poco solícita.

Es la primera aparición del hombre, del hombre de finales del siglo XVIII. Expeditivo, rudo, nada obsequioso. Bien alejado de los idealizados redactores de la Encyclopédie, de las fantasías de gloria mórbida y atardeceres existencialistas de un Caspar David Friedrich todavía por nacer.

Imagen del film Retrato de una mujer en llamas

En el resto del metraje lo masculino existirá por sustracción, por ausencia. Como en la Rebecca de Hitchcock, se intuye su presencia… aunque aquí, el afortunado milanés esté vivito y coleando. Un alguien informe, una amenaza en la sombra que se interpone en el futuro inmediato de tres mujeres disfrutando de un paraíso perdido y con fecha de caducidad.

Tres, dije. La pintora que viene a ejecutar -nunca mejor dicho- un cuadro que condenará de por vida a su retratada. La susodicha, heredera de la maldición femenina del apellido, el acomodo social y la necesidad de perpetuarse (la necesidad de ellos, mayormente). Y la más joven, la sirvienta: la más desgraciada (la más desclasada) y la que acepta su sino con la entereza de lo ya visto, de lo mil veces repetido en otras tantas generaciones de sufridoras natas.

Juntas ensayarán una utopía de dos semanas sin solución de continuidad. Un resplandor -apenas un chispazo- entre las tinieblas del hogar, antesala de un enclaustramiento a perpetuidad. Casarse con Dios o con un hombre, tu verás. Idéntico resultado, aunque como bien reconoce Héloïse, la novicia frustrada, el convento al menos te da acceso a una biblioteca y solaz melómano.

La hermana de Héloïse escapó a su suerte precipitándose al vacío. No vio más salida que dejar de ser, que cederle el relevo de su maldición a la pequeña. Esta no está dispuesta a renunciar a la vida… aunque tenga que vivirla -toda la que va a valer de algo- de sopetón, brebaje de júbilo que tiene que inmunizarla para ser la coda en una biografía ajena.

Y todo esto lo logrará entre los brazos de Marianne, encargada de inmortalizarla a manera de carta de presentación para su prometido italiano. Marianne, en lo pictórico, es deudora de la tradición neoclásica cultivado por su padre. Los grandes temas, por definición, están vetados para las mujeres: héroes y semidioses disputándose núbiles desamparadas, profetas, vírgenes y resucitados de nuevos y antiguos testamentos; hechos, mitos y batallas donde se premia el detalle, la tensión dramática, las venas perfectamente marcadas bajo las togas.

Libertad, verdad y pobreza”, había reivindicado D’Alembert (1). Marianne apenas comienza a reivindicar su independencia como artista. Una independencia que quiere ser intelectual y económica, abandonado el mecenazgo y convertido su oficio en un vínculo contractual “por obra y servicio”. Está en disposición de imponer su enfoque sobre la retratada, aunque los condicionantes -espacio, vestimenta, expresión beática- la alejan de su Verdad.

Imagen del film Retrato de una mujer en llamas

Casi toda la villa en la que se desarrolla la acción hace las veces de lienzo -colores pastel, imprimaciones, fondos oscuros sobre los que empezar a perfilar la figura humana-. Las habitaciones, la cocina, los alrededores de la Bretaña eternamente costera: naturalezas muertas, hilanderas hacendosas a la luz de las velas, esforzados herederos de George de La Tour… fuera, el mar rompe contra los acantilados, profetizando la llegada de la pintura al aire libre, el bosque de Barbizon por descubrir, los Monets acuosos y arrebatados, las prostitutas desbancando a Venus y Afroditas… el primer aldabonazo, en suma, al cánon.

Una reescritura de lo “permitido” que alcanza su cénit en el esbozo de una de esas imágenes substraídas de toda la tradición de la pintura occidental, sustentada en la elección del motivo -elegante y “sublime”- por parte de un solo sexo. La misma que nos negó, entre tanto cuadro de ninfa nimfomaníaca, musa pluscuamperfecta y aristócrata pre-Robespierre algo tan sencillo -por lo repetido, de manera clandestina y fatal a través de los siglos- como un aborto forzosamente al margen de cualquier amparo médico.

Es una escena clave. Primero, la búsqueda de la ejecutante entre la abigarrada concurrencia a un aquelarre (que sospechamos no sería más que una forma de transmitir un conocimiento oral al margen del patriarcado). Aquí la abortista no es la acostumbrada matarife cruel: es una mujer acostumbrada a ayudar a otras desdichadas aplicando un conocimiento en la periferia de cualquier tradición científica, monopolio andrógeno. Frente a la condena inaplazable afrontada por la señora, la plebeya y la artista han podido elegir, posponer o negar una maternidad que aquí hace las veces de destino final.

Y ese niño de otra ofreciéndole un inesperado asidero a quién no quiere seguir adelante con su embarazo, rendidos ambos en la cama donde se nace, donde se goza, donde se padece y se muere.

Esta fractura entre lo escolástico -los temas impuestos desde los salones bienales- y lo íntimo y personal (entre el neoclasicismo y el romanticismo, que en realidad sólo tuvieron como verdaderos antagonistas al barroco y al rococó) encuentra su parábola definitiva en la (re)interpretación que estas mujeres acaban haciendo del mito orfeico.

Perdura la lectura clasicista, la recuperación de lo griego y lo romano como necesidad apremiante. Orfeo vuelve a bajar al inframundo, duerme a Cervero y culmina su heroico rescate de Eurídice. Su separación definitiva -ese volverse hacia ella a pocos metros de la superficie- no es interpretada como una fatalidad sino, quizás, como un secreto pacto de libertad: el hombre, por fin, entiende que quizás sea eso lo que le deba a su amada: la emancipación a costa de permanecer, quién sabe, en dos planos de existencia -o de ‘no existencia’, en el caso de Eurídice- distintos.

La relación lésbica entre las protagonistas se sitúa en las antípodas de lo propuesto por Abdellatif Kechiche en la indudablemente notable La vida de Adèle (2013), más cercana en su candor explícito a una fantasía pajillera masculina. La distancia entre una y otra es la que hay entre el erotismo y la pornografía (y quien esto escribe no considera en modo alguno la segunda forma de representación inferior a la primera). Pero es el triunfo de lo sutil -que no de la mojigatería- lo que eleva este romance muy por encima de otros meros melodramas de época con enfoques teatrales.

Imagen del film Retrato de una mujer en llamas

La obra maestra firmada por Céline Sciamma es una parábola sobre el tránsito de la tradición clásica al romanticismo, un preludio enloquecido (pero contenido) a una vida de negaciones y autoengaños, un arrebato poético que les deberá de servir a dos mujeres para vivir en soledad sin tener nada que reprocharse. La una, vagando entre salones oficiales repletos de hombres que la ignorarán. La otra, “felizmente” casada y liberada ya de su labor reproductiva. Y como prueba irredenta de todo ello, un lienzo más allá de cualquier corriente artística de la época: el simbolista Retrato de una mujer en llamas.

Vivaldi, el heavy metal de la música clásica, hará las veces de Celestino gozoso, recordándoles que todo aquello ocurrió. Que la tempestad emocional que tanto duele en pasado, mereció la pena. Que el dolor de un imposible social vendrá siempre remachado por una sonrisa de exultante desolación.

Sí, pudimos. Sí, lo hicimos.

(1): ‘Las claves del arte neoclásico’, de Isabel Coll Mirabent. El artista y la sociedad, pág. 8

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