‘Relatos salvajes’: la violencia como terapia de grupo

“La violencia es injusta según de donde viene” Jean-Paul Sartre

Existen películas deudoras de su tiempo que logran conectar, además, con el sentir de países enteros, aunque estén situados a miles de kilómetros de donde se desarrolla dicha ficción. En este caso nos llegó desde la Argentina un retrato coral del “hasta aquí hemos llegado”, del “alguien tenía que decirlo”. Y en España, cómo no, causó sensación. Quizás porque sea el país del primer mundo con mayor número de ciudadanos dispuestos a definirse como “descontentos”, aunque la bravuconería se quede en un agitar impreciso de brazos, arabesco del quinto de cerveza en la barra del bar Amparito.

Tener un día de furia, ejercer de justicieros sin máscara. Aplicar los preceptos de Maquiavelo, dejarse llevar por los bajos instintos, convertir tu propia boda en un cruce entre Carrie y peli de Charles Bronson. En el estado actual de cabreo institucionalizado, el cine revela su naturaleza terapéutica haciéndonos salir de la sala con una sonrisa entre los labios tras haber asistido a un buen número de barbaridades y arrebatos cafres. Automedíquense: dejen de ver los telediarios –que le abocan a uno a musitar en bucle infinito “hijos de puta”– y vayan a ver los seis cuentos catárticos de Damián Szifrón. Qué liberación, oigan.

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De hecho, las historias incluidas en Relatos Salvajes cubren todo el espectro del resentimiento humano. ¿Quién no ha soñado con ajustar cuentas –de golpe y de una vez por todas- con quienes considera responsables de sus grandes fracasos vitales? El prólogo ya nos deja claro que no habrá lugar para la autocomplacencia: nos espera un vuelo movidito.

Segundo sueño inconfesable: enjuiciar sumariamente al verdugo de tu propia felicidad. A ese criminal bien vestido, habituado al sarcasmo y a las miraditas que empiezan en las tetas y terminan en las ídem. Poder encontrártelo en una noche de perros en un escenario de western: la cantina poco concurrida de una carretera secundaria. Dictar sentencia y contar para su ejecución con la inestimable ayuda de una ex-presidiaria expeditiva.

La tercera propuesta no es tanto un encuentro con la maldad y la injusticia como con la estupidez misma. El duelo a muerte entre dos conductores no cuenta con un claro favorito entre el público. El uno es un salvaje enajenado, pero en realidad es el primero en ser agraviado. Y el otro queda definido como antipático desde el arranque: coche caro, no nos gusta la música que escucha ni esa soberbia de quienes están acostumbrados a adelantar a todos los que se encuentran en su camino.

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Como en los grabados más celebrados de Goya, la reedición de la locura quijada en mano. ¿Qué razón hay para no cederle el paso a quién va más rápido que tú? ¿Qué nos lleva a insultar a quién suponemos jamás nos volveremos a cruzar? Ninguna. Y sin embargo todo ello actúa de detonante para un enfrentamiento canallesco y tribal, donde –repito- no tenemos claro si queremos que gane el pijo o el Cromañón escatológico. De largo, la peineta más cara de la historia.

Ricardo Darín interpreta en el cuatro corte a un ingeniero especialista en la manipulación de explosivos. Si hace unos meses conocíamos a Locke, otro chico de ciencias bastante estresado, nos toca ahora ahondar en la leyenda de “el bombita”, futuro héroe metropolitano.

O en la frustración perpetua de una clase media que hace tiempo que conoció su verdadera función dentro del sistema: sostener a los podridos, sumergirse en sus tareas más o menos alienantes y brillar en los escasos momentos de esplendor social (el cumpleaños de una hija, por ejemplo). Un hecho aparentemente banal –como el que a uno se le lleve la grúa el coche- despierta en el ingeniero un arrebato violento poco meditado, principio de una espiral de desventuras y contrariedades. Su expeditiva solución acaba restaurando el equilibrio de una sociedad definitivamente desquiciada, en la que recobrar la admiración de la mujer pasa por convertirse en Robin Hood de las redes sociales ejerciendo el terrorismo de baja intensidad.

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En el penúltimo relato, Szifrón se nos pone serio y aborda, aparentemente, el drama. Como la media docena de aconteceres chungos que conforman este collage de la cólera, podría ser una noticia sacada de la crónica de sucesos: chico bien atropella y se da a la fuga. Papá no tardará en convocar al abogado de la familia y entre ambos pergeñarán una coartada, camelando al jardinero para hacer las veces de chivo expiatorio.

Y en eso podía haberse quedado la cosa: la eterna y consabida dicotomía ‘hombre rico-hombre pobre’, con la correspondiente relativización de la culpa en función del nivel de ingresos. Pero el realizador bonaerense vuelve a darle un giro perverso, casi buñuelesco. Porque el tema es aquí la codicia y ante ella se igualan jueces y pelados.

La guinda que corona el pastel nos lleva a un salón de banquetes, a la celebración de un bodorrio, al éxtasis teatral de la convivencia mancomunada. Dj, fotos para hacer llorar a la suegra, tía besucona, amigos impresentables, amigas descocadas e invitados a los que ni tan siquiera querías convidar. Nada, nada puede salir mal.

O si. Porque nuestra recién casada se va a ver obligada a salirse del guión, olvidarse de los cuentos de hadas e improvisar. Porque en mitad de su danza nupcial va a escuchar, de su recién estrenado consorte, la confesión fatal. Y a partir de ahí… pues todo vale, reina, porque un shock así merece una celebración al margen.

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Relatos salvajes, con sus seis episodios perfectamente equilibrados y de minutaje idóneo, es una fiesta de la pérdida del norte, de esa enajenación mental transitoria tantas veces utilizada como atenuante. Es una invitación a delinquir de pensamiento –como el Archibaldo de la Cruz de Luis Buñuel- y a regocijarnos de placer en nuestras butacas viendo a otros aparcar la civilización y dar rienda suelta a su (nuestra) indignación. Un placer culpable, una tarantinada con fines sociales.

Porque aunque le veamos el truco y algunos planteamientos nos suenen a pataleta de burguesito quemado, esta apología de la desconfianza hacia la humanidad funciona precisamente por eso: por aparcar las sutilezas y darle un puntapié al que sanciona sin razón, al que abusa por método, a los que trabajan sin descanso para que este mundo sea un lugar peor.

Ahí es donde prevalece esta crónica desangelada de principios del siglo XXI. Muerta la equidad, tan sólo queda atarse una cinta en la frente y hacer el kamikaze. Triste, bien mirado.

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