REC, Festival Internacional de Cinema de Tarragona

Los festivales de cine conducen al cinéfago compulsivo a una suerte de extraño estado de trance en el que es capaz de permanecer durante una semana o incluso más. Tras ver tres o cuatro películas diarias, el mundo real –si es que se le puede llamar así– se convierte en un lugar extraño e incluso un tanto hostil, y aunque la capacidad de dicho espectador para prestar atención va mermando considerablemente a medida que pasan los días, siempre hay alguna secuencia de cada una de las películas que se queda grabada con intensidad en su mente. Tal vez sea la particularidad de las circunstancias la que
haga que recordemos las películas vistas en festivales de una manera especial. A lo mejor nuestro subconsciente sabe que las oportunidades de ver dichos filmes en salas comerciales en un futuro cercano serán escasas (o en el peor de los casos, ni siquiera serán). Es posible que el llamado “efecto evento”, el “boca a oreja” o la rumorología que hace crecer la leyenda de películas malditas o de fucking masterpieces, alerten a nuestros sentidos de que estamos a punto, no ya de ver una película cualquiera, sino de vivir un acontecimiento especial e irrepetible. Independientemente de las causas y las consecuencias, la decimocuarta edición del REC, Festival Internacional de Cinema de Tarragona ha sido estos últimos días uno de esos anhelados refugios para cinéfagos. Además de los encuentros profesionales, el ciclo Off The Wall (conformado por films inéditos ambientados en el fin de la era soviética) o My First Time (sección que recupera operas primas de directores ya consolidados –este año el turno fue de Ventura Pons con Ocaña, retrato intermitente–), el grueso de la sección oficial estuvo conformada por diez operas primas a competición procedentes de varios países del mundo. Llegados a este punto de la crónica en el que se impone hablar de dicha sección oficial, mi yo más inseguro emerge de las profundidades y dudo respecto a qué orden elegir: ¿hablo de las películas según el orden de visionado? ¿las ordeno de modo alfabético? ¿les asigno una puntuación mental y las organizo según dicha puntuación? O también podría hacer como el personaje de Joan Cusack en Alta fidelidad, que colocaba su colección de vinilos por orden sentimental. Ningún método me convence, todos se me antojan arbitrarios y un tanto antipáticos. Pero como tengo que decantarme por alguno, reto al lector a que adivine cuál he elegido finalmente. I Admitámoslo. Por suerte o por desgracia, para la mayoría de nosotros la infancia es algo que queda ya bastante lejos. Aunque algunos sigamos sin querer asumir ciertas responsabilidades que acostumbran a ser consideradas como propias de la edad adulta, hace mucho que ya no somos niños. Que no sentimos lo que sienten los niños, que no nos pelamos las rodillas tras caer al suelo por echar una carrera, que no nos peleamos en el patio de la escuela, que no nos escapamos de clase para estar más tiempo con nuestros amigos. Añoranzas melancólicas aparte, las infancias aparecidas este año en el REC distan mucho de parecerse a las nuestras. La primera, la de Viktoria (Maya Vitkova), es, nada más y nada menos, la del “bebé del futuro”. Porque Viktoria ha nacido sin ombligo y esta peculiar característica la ha convertido en el emblema de su país, esa Bulgaria comunista que su madre tanto odia. Viktoria será la niña mimada de Sofía, tendrá un coche oficial que la lleve a la escuela y línea telefónica directa para hablar con el presidente Zhivkov cuando guste. Pero la felicidad al fin y al cabo consiste en otra cosa, y Viktoria acabará por descubrirlo. Y si Viktoria es la niña consentida de la Bulgaria comunista, Haris es el conejillo de indias de la Serbia de finales de los ochenta. Un niño que se ha criado entre los animales, en la profundidad de las montañas de Bosnia. Alguien que se ve obligado a enfrentarse a una “educación” que probablemente no necesita. No One’s Child (Vuk Rsumovic) reinterpreta el mito de Pigmalión en clave política y nos habla también del choque irreconciliable entre naturaleza y civilización; advirtiéndonos que los salvajes –por desgracia– están entre nosotros. O peor aun, de que los salvajes somos nosotros. II La adolescencia es ese periodo de la vida que olvidamos de modo selectivo y mitificamos de modo inevitable. Aparece en el cine constantemente, aunque no siempre reflejada de modo fidedigno, ya que estereotipos y clichés amenazan constantemente la vida del adolescente de película. Por fortuna, los personajes adolescentes que han transitado por esta edición del REC han evitado con habilidad dichos peligros y han conseguido ese status de personajes con entidad propia. Tanto la Billie de 52 Tuesdays (premio a la australiana Sophie Hyde como mejor directora en el festival de Sundance), como los grafiteros concienciados de Los hongos (Oscar Ruiz Navia) o los adolescentes sordomudos de The Tribe (Myroslav Slaboshpytskiy), confirman que a día de hoy es posible desarrollar personajes que consigan ser algo más que una socorrida amalgama de lugares comunes. Empecemos el recorrido con Billie. Adolescente. Dieciséis años. Hija de padres separados. Estudiante de arte. Independiente. Inteligente. Billie siempre ha estado muy unida a su madre, pero una decisión radical en la vida de ésta hará que Billie se replantee algunas cosas, que madure a golpe de realidad y se dé cuenta de que no basta con que haya amor para que la comunicación fluya. Durante 52 martes presenciaremos los encuentros de Billie con su madre, el cambio de sexo de ésta, las relaciones con sus amigos, las discusiones con su padre. Una historia fragmentada cuya original puesta en escena a modo de video diario nos podría recordar en cierto modo a la obra de artistas visuales y cineastas como Sadie Benning, Cheryl Dunye o Naomi Kawase. Y de Australia nos desplazamos hasta Colombia. RAS y Calvin son los protagonistas de Los hongos, película que consiguió el premio a la mejor opera prima, el premio del jurado joven y la mención especial de la crítica. Los dos adolescentes cuidan de los suyos y sobreviven como pueden. Realizan un viaje sin rumbo aparente por una Cali anárquica y violenta. Acuden a fiestas de vez en cuando. Esperan tiempos mejores. Pintan grafittis. Se enfrentan a la policía. Conservan su espíritu reivindicativo, aun a pesar de todo. Ruiz Navia, director de Los hongos, podría haber caído en la tentación de realizar un cine social maniqueo inductor de la lágrima fácil, pero lejos de ello dirige una feel good movie repleta de esperanza y sentido del humor. En las antípodas de este tipo de cine luminoso y esperanzador se encuentran los navajazos en el estómago, las películas que consiguen dejar la sala en silencio sepulcral, la violencia extrema que, no por estar fuera de campo, resulta menos dolorosa. En este extremo se situa The Tribe, que se alzó con el premio a la mejor película (ex aequo junto a Los hongos) según el jurado internacional. El punto de partida de The Tribe es, como mínimo, desconcertante para el espectador medio. Ciento treinta minutos estructurados en magistrales planos secuencia, actores sordomudos no profesionales, comunicación exclusivamente a través de lenguaje de signos y sobre todo, ausencia total de subtítulos. Una decisión radical que afecta a la percepción del espectador que desconoce dicho lenguaje. Un director que, intencionalmente, niega parte de la información al ofrecerla codificada. Un posicionamiento ambiguo y polémico, tal vez mantenido con la intención de demostrar todo lo que el lenguaje puede o no puede comunicar. Una historia cruda, nihilista, incómoda, infecta, molesta, dolorosa. La historia de la supervivencia, no ya del más fuerte, sino del más inclemente.
III Reza el dicho popular que después de la tempestad viene la calma. Si este dicho fuese cierto, después de la adolescencia llegaría la madurez, un periodo de la vida en el que el ser humano –antaño desubicado e inexperto– adquiere la experiencia, serenidad y sabiduría suficientes como para dejar de dar palos de ciego en la vida y descubrir cuál es en realidad su camino. Queda claro pues, que la sabiduría popular es bastante cuestionable. De ahí que el llamado síndrome de Peter Pan sea tan habitual a partir de los veintipocos años, algo que demuestra una parte significativa de las películas vistas este año en la sección oficial del REC. Comedias de tinte surrealista como Dos otoños tres inviernos (Sebastian Betbeder) o For Some Inexplicable Reason (Gábor Reisz), thrillers como Trap Street ( Vivian Qu) o El camí més llarg per tornar a casa (Sergi Pérez), o historias costumbristas con toques rohmerianos como Las altas presiones (Ángel Santos) tienen como protagonistas personajes masculinos a la deriva, entre los veinte y los treinta y pocos años. De esos que todavía no tienen demasiado claro qué hacer con su vida. De esos que buscan su media naranja. O un lugar en el mundo. O un sentido a su existencia. O algo. Como Armand, protagonista de Dos otoños tres inviernos, que intuye que el haber conocido a Amélie va a dar un vuelco a su vida. O Áron, protagonista de For Some Inexplicable Reason, que tras acabar los estudios y dar por terminada la relación con su novia se da cuenta de que su vida va a la deriva. O Li Qiuming, protagonista de Trap Street, que sigue a una misteriosa desconocida por las calles de una ciudad al sur de China sin saber muy bien por qué. O Joel, que en El camí més llarg per tornar a casa intentará sin éxito recomponer su destrozada vida durante un periplo que le acercará a un lugar muy parecido al infierno. O Miguel, protagonista de Las altas presiones, que regresa a Galicia por cuestiones de trabajo y acaba reencontrándose con un pasado que todavía no ha sido capaz de digerir.
En definitiva, diez propuestas que reflexionan con mayor o menor acierto sobre diversos periodos de la vida. Una misma vida que según se mire podría acercarse a la comedia surrealista, al drama teñido de melancolía o al thriller más desgarrador. Porque una sola vida puede dar para mucho.