‘Qué fue de los Mulvaney’, de Joyce Carol Oates. Inocencia violentada
Sí, Joyce Carol Oates sigue viva, para vergüenza de los miembros de la academia de la frivolidad sueca. Porque la Joyce es uno de esos nombres que suenan periódicamente para el Nobel de Literatura; yendo siempre a lo suyo, sin armar mucho revuelo: profesora de escritura creativa desde que tenía 40 años y trabajadora infatigable… hasta el punto de ir camino de convertirse en una de las más pródigas de la historia. Y es que esta octogenaria nacida en Lockport lleva aportando no menos de una novedad editorial al año desde 1963, ya sean firmadas con su nombre o con su par de seudónimos habituales.
Qué fue de los Mulvaney (We Were the Mulvaneys en el original), uno de sus libros imprescindibles, tiene mucho de su infancia y adolescencia en entorno rural, Edén de sensualidades acalladas y soledad fluctuante en función de lo piadosas que sean las estaciones. No cuesta mucho imaginarla allí, fiel seguidora de los designios dispuestos por las generaciones inmediatamente anteriores: pastel de manzana, iglesia y la contención como falsa virtud. Martilleando en su máquina de escribir a poco de haber aparcado las muñecas.
Pero no nos engañemos: We Were… es un libro de madurez, el cenit de una escritura que en el momento de su publicación llevaba cuatro décadas practicando. Sutil, sinuosa, culebreando en torno a un hecho fatídico que marca a una estirpe que quizás ya nació maldita.
Viajemos hasta la colina de la felicidad: High Point Farm, al este de Mt. Ephraim, en el estado de Nueva York. El hogar familiar en lo alto, la seguridad de un techo sobre tu cabeza, de esos que parecen para toda la vida (y más cuando papá se dedica, precisamente, a construirlos). Un patriarca ufano, dadivoso y con don de gentes, dispuesto a ocupar su puesto en la jerarquía provinciana. Y una madre pasada de vueltas, campesina por vocación, coleccionista amateur de antigüedades (perdón, de morralla con cierto valor sentimental). Y la granja como páramo benigno en el que completar la educación sentimental.
Del amor entre ambos -ese amor ingenuo de los estadounidenses que se conocieron en los cincuenta, cuando todo parecía posible- nacieron cuatro hijos. Mike ‘el Mulo’, el deportista, el armario que acabará enrolado en el ejército. Patrick, el cerebral, el taciturno, el científico desencantado. Marianne, angelical, nacida para ser herida, obsesionada por el bienestar de los demás. Y Judd, el más joven, el testigo desinformado y estólido.
A través de los ojos de este último veremos desarrollarse el drama en tres actos y un epílogo. Paraíso, Suceso y Consecuencias. El oasis de mediados de los 70: ir y venir al instituto, profesionales orgullosos de su medio de sustento, mujeres no del todo desesperadas haciendo de maestras de ceremonias en casas ostentosas, “con personalidad” y, a poder ser, alejadas del mundanal ruido. Todo asquerosamente idílico. Y todo purita ficción, tramolla para una película que nunca llega siquiera a filmarse.
El “suceso” convertirá a los Mulvaney en unos apestados en toda la comarca. El suceso -siempre con eufemismos, nunca hablando abiertamente de él- no es ni más ni menos que la violación de Marianne en un aciago día de Valentín. El responsable, un compañero de clase. Y las consecuencias, silenciosas pero no por ello menos vergonzantes, las pagará íntegramente la víctima.
Porque su padre será incapaz de “gestionar” -que dirían ahora los cursis- lo ocurrido. No tanto por el trauma que pueda haber significado para su hija como por las consecuencias sociales que va a tener para él. Desquiciado, convertido en un animal rabioso, Michael John Mulvaney irá dando tumbos en pos del culpable, maldiciendo por el camino a esa aristocracia paleta que le hace el vacío. Ensimismado en su propio dolor y sin llegarle a preguntar a su hija, la que ha sufrido el asalto y la posterior incomprensión paterna… pues eso: cómo te sientas, qué necesitas.
Hasta tal punto le resulta insoportable la cercanía de Marianne que decide condenarla al exilio junto a una familiar, situada lo suficientemente lejos como para no tener que asumir su mera existencia. Todo falla: las autoridades a las que se les pone en conocimiento de los hechos, la sociedad incapaz de asumir que algo malo pueda pasar en este Sangri-La de graneros reformados, casas a tres alturas y unos cuántos acres para ignorar el mundo y, sobretodo, lo que fracasa son los Mulvaney, tan cucos ellos, tan aparentemente invencibles.
La madre, Corinne, es incapaz de pararle los pies a este hombre desatado, dispuesto a emprender la senda de la autodestrucción. La hija, a la que “le ha pasado eso”, estará mucho mejor fuera del alcance de la ira paterna. Porque es eso, ira incomprensible, lo que siente Michael hacia quien solo debería de ser objeto de sus atenciones. La mayor vergüenza consiste es sentir además vergüenza, como si en realidad ella hubiese sido la culpable de algo.
Y Marianne, de facto, como la culpable queda. Su vida quedará en suspenso a la espera de un perdón (¿?) que Michael padre jamás acertará a darle. Y el lector lo que no puede es perdonar su incapacidad para empatizar y hacer visible su dolor de alguna otra manera que no sea huyendo, agrediendo, bebiendo, pateando. Quizás porque lo hayan educado para ser un autómata simpático y aseado, una sonrisa a un hombre pegado. Su mujer, aterrorizada por perder al amor de su vida, está de acuerdo en sacrificar, ahí es nada, al resto de la familia.
Judd, anonadado, verá como el núcleo familiar se disgrega sin remedio. El uno se va a la universidad, el otro como marine al extranjero. Pero todos albergan en su interior esa dicotomía vital: el olvido o la venganza. Ni el más centrado de sus hermanos puede sustraerse a esa llamada de la genética mastuerza; al ojo por ojo, a la administración de justicia sumaria. ¿Terminará todo en otro arrebato asesino igual de sórdido que el primero?
La segunda mitad del libro es un triste camino de perdición en el que asistimos a la descomposición de unos personajes de los que habíamos llegado a enamorarnos. Nada puede ir bien, porque el crimen sin castigo pesa demasiado sobre la conciencia colectiva de una familia que era Una. Carretera cuesta abajo que el padre, arruinado económica y moralmente, desciende rodando y por la que transita también Marianne, pendiente siempre de una llamada de teléfono que la exonere, abandonada en un purgatorio de cooperativas, santuarios animales y desvivirse por otros tan heridos como ella. Y en la que Patrick, que iba para virólogo eminente, termina acampado en la cuneta, elaborando un plan imperfecto y loco para librarse de un violador impune.
Agotados y desalentados, llegamos así a ese último cuadro situado el 4 de julio de 1993. Y tras tantas páginas de oscuridad, Carol Oates nos regala un final feliz imposible, porque los que quedan de los Mulvaney se merecen seguir adelante, perdonar sin olvidar, volver a jugar a las casitas y a la parentela indivisible.
Retrato de la hipocresía, la estrechez de miras y la redención imposible, Qué fue de los Mulvaney es una de esas novelas-río norteamericanas (casi dos décadas de desafectos y culpa, mucha culpa) donde no abundan precisamente los espacios abiertos, sino la mirada reconcentrada hacia la miseria de una comunidad, de una familia, de un hogar. Unos seres humanos con los que es sencillo identificarse, porque al igual que nosotros se creen con un derecho legítimo a la felicidad… hasta que la violencia y el oprobio irrumpen en sus vidas.
Y como en otras novelas de la autora -ya sea con excusa biográfica, criminal o sobrenatural- no es hasta que se perturban ciertos afectos que los involucrados se dan cuenta de la condición sacrosanta que tenían los mismos. Lo que queda es estropicio emocional, jirones de memoria, rencor y arrepentimiento.