David Cronenberg. Del legado en vida.
En estos últimos tiempos he vuelto a disfrutar con el Cronenberg que más me gustaba: el de la nueva carne, por supuesto. El entomólogo, el cirujano, el pervertido (pero con pinta de bibliotecario hípster), equipado para la ocasión con bata blanca, escalpelo, linterna frontal y la inevitable cámara en mano. Y es que sus tres últimas películas (Un método peligroso (2011), Cosmópolis (2012) y Maps to the Stars (2014)) me habían resultado harto decepcionantes; búsquedas infructuosas de un “gran tema” que terminaban convirtiéndose en desfiles freaks de casos clínicos.
Esta temporada el canadiense me sorprendió con ese ejercicio de honestidad avant la lettre que fue Crímenes del futuro (2022), casquería de qualité y distopía de plástico, performances y vanidad orgánica. Retrocedíamos a los años 70 (no en vano la propuesta llevaba el mismo título que otra película suya muy poco vista, el que fuera su segundo largometraje), a un tiempo en que el profeta de una humanidad de recambios, extrañas pandemias sexuales y poderes telequinésicos revienta-cerebros renovó la ciencia ficción convirtiéndola en un lugar muy, pero que muy incómodo.
Crímenes del futuro, es un “oigan: ¡aquí estoy, que no me he ido!” en toda regla. Una reivindicación de su carrera, de su legado. Y con ella Cronenberg se desmarcaba de los thrillers sofisticados de la última década para volver a meter el dedo (y el transductor y el soplete y el USB) en la llaga autoinfligida. Un poema de amor perverso, decadentista, baudelaireano. Y un futuro que, como siempre, es un esbozo del abismo dibujado desde una posición privilegiada: su mismísimo borde.
Caprice y Saul conforman una dupla artística en un mundo donde el placer ya no se obtiene de la coyunda: la nueva sexualidad es un juego de dolor y goce, sin que quede muy clara la frontera. Todo ello gracias a los avances médicos: prácticamente inmune a todo, el ser humano descubre en la cicatriz y su maceración una nueva forma de éxtasis (personal y colectivo). Muerte al farragoso e impúdico contacto, al intercambio de fluidos, a la caricia insinuada. Si te gusta de verdad, ábrelo en canal.
Pero el arte busca también de su legitimización, de su compendio. Y para eso nace, por supuesto, una agencia gubernamental que parece operar en la semiclandestinidad. Ellos archivan, ellos sugieren participantes para concursos prestigiosos. ¿La forma más hermosa de composición, el culmen de esta “nueva objetividad” practicada en quirófanos apenas desinfectados? Pues la creación de nuevos órganos que uno se introduce en el cuerpo como perversas vainas sin función aparente.
Aparentemente. Porque desde el prólogo del film sabemos de una extraña criatura que sí que parece haber somatizado una discutible pero bien práctica “mejora” evolutiva: comer plástico. A grandes males, soluciones gástricas contundentes.
Con esta trama tan ligera -y tan aberrante: no fueron pocos los espectadores que desfilaron de la sala durante la proyección-, Cronenberg, que el próximo año ya podrá presumir de octogenario, nos deja una herencia consecuente con sus parásitos asesinos, con sus ansias de carne fresca más allá del cine de zombies mainstream, con sus masoquistas dispuestos a empotrarse (en sus varias acepciones) al volante de sus locos cacharros, traumas infantiles, transformaciones kafkianas, adaptaciones de novelas psicotrópicas… Un mundo insano, un mundo más allá de los principios biónicos: la tecnología ya no puede ser más invasiva y la Humanidad, enganchada a la nueva moda, se rinde definitivamente a la pulsión de muerte sin muerte.
En paralelo cayó en mis manos Consumidos, su única novela hasta la fecha. Aparecida hace cinco años, estamos ante otra vuelta de tuerca (obsesiva, mórbida y morbosa) a su universo de luces incandescentes sobre duras camas de acero inoxidable. Un viaje plagado de personajes tan extraños como entrañables: pelín viciosillos, bastante perdidos.
Los protagonistas son Nathan y Naomi, un par de periodistas freelances. Lo suyo es “vivir” las historias que cuentan (y graban y montan y comparten en las redes). El uno presume de formación médica y enfoque… más científico. La otra no está para florituras: practica el amarillismo risueño, la búsqueda de exclusivas sin importar el precio emocional que ella misma deba de pagar.
A caballo entre la vieja Europa (Budapest, París) y un nuevo mundo que tanto puede estar en Toronto como en Tokio, los dos van a dar con las dos caras de un mismo relato escabroso y, por lo tanto, potencialmente comercial. Una pareja de filósofos galos (a la manera de Beauvoir y Sartre) terminan siendo los protagonistas de la crónica negra policial. ¿Crimen por compasión? ¿Ensañamiento indecible?
Los Arosteguy esconden muchos secretos, incluyendo sexo a raudales con discípulos desaventajados, contactos con Corea del Norte y… y hasta un pecho femenino presuntamente habitado por hormigas (una imagen muy buñueliana). Y es que Consumidos está plagado de guiños cinéfilos, de sorna intelectual, de falos en 3D, fideos instantáneos y amor apresurado junto a aeropuertos y otros no lugares.
Nómadas digitales obsesionados por la tecnología y desconectados de sus propias emociones, el tándem Naomi-Nathan va recolectando imágenes snuff, comportamientos malsanos, desviaciones sexuales y discursos vacíos que complementan a la perfección su nihilismo militante. Si fuese una novela de misterio, terminarían efectivamente atrapando al presunto asesino… si no fuese porque en este mundo cronenbergiano solo hay gente haciéndose daño a sí misma. La condición de víctimas o de verdugos termina siendo (tristemente) intercambiable.
Es ahí donde encuentro deliciosas concomitancias entre los crímenes del porvenir (cinematográficos) y los del pasado (escritos). En ambos relatos la muerte no es ningún drama per se: diríase que los protagonistas la aguardan con verdadera ansia, como punto y final a unas investigaciones que no les han llevado a ningún sitio, a ninguna revelación. El cuerpo humano es lienzo y espacio para la experimentación, aunque uno pueda acabar contagiándose de raras enfermedades de transmisión sexual. Los protagonistas de Consumidos parecen ser los protagonistas de Crímenes del futuro fotografiados un par de décadas antes; el otro cada vez es menos necesario, la búsqueda de trascendencia es la búsqueda de sensaciones fuertes, de monstruos (confesos o no) que habitan en desordenados pisitos nipones o cucas buhardillas canadienses. El encierro, ese camino seguro a la locura tras la constatación de lo que antaño solo era una sospecha: la propia mediocridad.
Cronenberg vendría a ser un marqués de Sade sin ramalazo decadentista: no obliga la nobleza, sino el aburrimiento o incluso la merma de la imaginación (en este caso, colectiva). La máquina todavía es objeto de fetichismo en Consumidos (el título juega con ese doble significado: el desgaste físico y espiritual de los protagonistas y su conversión en homo consumens (o consumericus atendiendo a la taxonomía de algunos científicos evolucionistas). Como consecuencia de todo lo anterior, en Crímenes del futuro ya todo queda integrado en el propio cuerpo humano; tuneado a conciencia para despertar la admiración del público o la lascivia de la pareja.
¿Quién recordará lo que era amar cuando se pueda gozar sin cortapisas? Cronenberg sabe que no vivirá ese tiempo, pero vuelve a hacernos la pregunta por enésima vez, con el rostro contrito.