Peter Watkins: rigurosamente falso, hipnóticamente verosímil

Como quien no quiere la cosa se va a cumplir ya un cuarto de siglo desde la última película firmada por este inglés salido de la factoría BBC, esa academia no oficial de documentalistas libérrimos donde se fogueó gente como Ken Loach, también nacido en la década de los 30 del siglo pasado.

Y no he emparentado estos dos nombres a la ligera. Loach empezó con una arrebatada vis poética heredada del medio (estoy pensando en Kes (1969), sí), que terminó sacrificando en aras de un propósito estrictamente moralizante. Los caminos del realismo social británico son inescrutables, pero mientras en Loach la “escritura fría” deviene argumentario de clase, en Watkins el camino es casi el contrario: la carga ideológica de sus historias no renuncia en ningún caso a una lírica para desclasados, sorprendidos y turistas accidentales de la historia.  

Watkins siempre quiso haber estado ahí y como no disponía de máquina del tiempo decidió emplear la cámara en mano, un micrófono, mucho testimonio en primerísimo plano. Así se las apañó para darse una vuelta por los anales generales de la infamia o fabular con la posibilidad de un estado policial empoderado. Con la posibilidad, en suma, de que las cosas hubiesen sido distintas… o nos lo hubiesen parecido de poder presenciarlas.

¿Qué hubiese pasado si algunas batallas decisivas se hubiesen perdido o no se hubiesen siquiera librado? Su primer largometraje (tras haberse autofinanciado dos cortometrajes-escuela), fue Culloden (1964), tan hija de ese anacronismo que se acabó convirtiendo en marca de la casa: ¿qué pasaría si hubiesen estado presentes los medios de comunicación contemporáneos en una desigual batalla de mediados del siglo XVIII?

Pues sí, mientras los ingleses están a punto de pasar por encima del último de los Estuardo respondones -y de “apaciguar” a unos escoceses convocados para la enésima carnicería- nosotros, el público ávido de noticias de 1960, somos testigos de las maniobras, las torpezas, la escasa motivación de la leva forzosa.

Watkins no deja títere con cabeza: el ensañamiento del ejército británico, la perfecta ineptitud de los clanes, la pervivencia de odios intestinos que se pierden en la noche de los tiempos. El ejercicio lo hemos visto repetido en multitud de ocasiones: ampararse en un hecho de antaño para realizar una crítica a algo que está ocurriendo “ahora” (el recrudecimiento de la guerra de Vietnam y el abismo -de medios, de motivaciones- de los dos bandos en liza) y que no puede ser abordado sin someterse al escrutinio de las autoridades que controlan el ente público.

Tiempos del telón de acero, de crisis de los misiles, de pánico a una confrontación nuclear tratada por los medios con una inquietante normalidad. En ese contexto surge El juego de la guerra (1965), premiada con un Oscar por la Academia de Hollywood… ¿al mejor documental?

Watkins es de los primeros en abordar ese “día después” a un supuesto intercambio masivo de ojivas nucleares entre las dos sempiternas superpotencias. Y el resultado no deja de ser trágico-cómico: miembros de la iglesia anglicana mostrando una inusitada fe en su gobierno, población desbordada y crédula y mucha imagen truculenta que muestra las consecuencias reales de un apocalipsis radioactivo.

El film estaba muy bien documentado y lo increíble es que nada era realmente falso. Las declaraciones no eran más que escenificaciones de entrevistas reales, el Horror de cuadro de El Bosco respondía a testimonios de primera mano de supervivientes de Hiroshima (El juego de la guerra se iba a emitir en la conmemoración del 21 aniversario de su bombardeo) y Nagasaki. La supuesta respuesta unitaria y “de país” quedaba ridiculizada ante la constatación de que ninguna institución sobreviviría a las quemaduras de tercer grado, los saqueos y la lluvia ácida. No había mensaje tranquilizador que valiese: el final era sencillamente el final y a pesar de que los estadounidenses entendiesen el juego (hasta el punto de aceptarla de pleno derecho como “la expresión de un aspecto de la realidad en formato audiovisual”) para la propia BBC fue too much: 20 años permaneció en la nevera hasta su emisión en 1985, roto el tabú en el mundo anglosajón tras el pase en horario de máxima audiencia de El día después (Nicholas Meyer, 1983).

No me detendré mucho en otro de los puntales de su obra, esa (ahora muy “de culto”) Punishment Park (1971), de la que ya hablé aquí mismo hará cosa de cinco años ( https://culturaca.com/punishment-park-de-peter-watkins-black-lives-matter-1971/). El falso documental de anticipación (lo de Watkins nunca es “ciencia ficción”, más bien “ficción inminente”) sobre aquello de lo que podía llegar a ser capaz la administración Nixon… y que se ha convertido con el paso del tiempo en una profecía fascistoide autocumplida.

El grueso de su obra se concentra entre los 60 y mediados de los setenta. Tal es así que de 1977 a esta parte sólo nos ha dejado tres obras: Resan: The Journey Documentary (1986), Fritänkaren (1994) y La Comuna (París, 1871) (2000). Vamos con esta última.

La Comuna es una obra monumental (no acepten versiones reducidas) donde se fusionan gran parte de sus inquietudes previas como presunto “narrador” de acontecimientos pretéritos. ¿Cuál es su responsabilidad, la del que cuenta lo que está (presuntamente) ocurriendo? ¿Hasta qué punto es consciente de estar fijando en la memoria colectiva la percepción (y lo que es más importante: la interpretación) de un suceder político? ¿Y quién lo maneja a él mismo, hasta qué punto está instrumentalizado?

Si Frederick Wiseman aspira a negar el principio de incertidumbre (¿de verdad sigue creyendo que se puede introducir una cámara sin alterar las condiciones del experimento?) y Sergei Loznitsa a una “verdad” no exenta de ajuste de cuentas -por citar dos de los documentalistas vivos más “en forma”, sin atisbo de ironía por los 95 años del primero-, Watkins logra en La Comuna la filigrana final: resaltar sin sonrojo los atributos de la ficción (el decorado, la puesta en escena, incluso la intención política) para alcanzar algo parecido a una relectura lúcida de un acontecimiento histórico sumamente incómodo.

Los hechos de la comuna de París (un levantamiento popular inmediatamente posterior a la finalización de la guerra franco-prusiana) llevan 150 años resonando en la mala conciencia de aquellas democracias apenas vislumbradas, de aquellas monarquías que estaban mucho más cerca del absolutismo que del sufragio universal. El conato revolucionario fue brutalmente reprimido y aquellos dos meses de utopía marcaría la agenda de no pocos ideales libertarios, adulterados o convenientemente envenenados por la dichosa voluntad de poder.

Día a día, casi hora a hora, asistimos a una subversión económica y social desde una privilegiada primera línea. Las reivindicaciones originales fruto del hambre y de la ira. El estallido violento. Los encendidos discursos de quienes no tienen nada que perder. Los primeros intentos por legislar. La llegada de la terrible burocracia. Las consecuencias del compromiso. Las primeras barricadas. La perversión del ideal. La construcción de una explicación lógica, tolerable, burguesa.

Nos lo cuentan dos bandos. El uno, el gubernamental, el versallesco; siempre acantonado en el estudio televisivo. El otro, el de los levantiscos, debe optar por trabajar a pie de calle, cediéndole la palabra al pueblo llano. Los primeros recurren al testimonio del experto incontrovertible. Los segundos, al acaloramiento de quienes lo quieren todo y lo quieren ya. Unos deben de vender tranquilidad, cuestión de Estado y orden. Los otros, sueños de igualdad, fraternidad y libertad.

Interrumpido por abundantes intertítulos explicativos, La comuna es una lección de historia participativa: dice la suya el director (por supuesto), pero también los actores, los montadores y hasta los espectadores interpelados en un clímax de vendetta institucional. Si la Revolución Francesa fue un “sí se puede” colectivo y esperanzador (hasta en sus excesos), la Comuna nos recuerda que el Estado aprendió bien la lección: los límites de la Revolución los marca el nivel de salvajismo en la represión que está dispuesto a tolerar una presunta mayoría silenciosa.

El cine de Watkins y sus dos vertientes (la anticipativa y la justiciera con los hechos del pasado) está plagado de ironía y resiliencia. Los personajes ilustres terminan siendo más bien poca cosa, mientras que los nadies (los que engrosan las huestes de milicias forzosas, los piquetes encrespados, los servidores del orden público desbordados), con su eterna mirada derrotada, conforman esa otra historia universal donde los protagonistas son los que lo vieron venir… y nada pudieron hacer.    

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