‘Mirai, mi hermana pequeña’, de Mamoru Hosoda. Por los que estuvieron, por las que serán

Junto a Makoto Shinkai (Your Name (2016), El jardín de las palabras (2013), 5 centímetros por segundo (2007)), Hosoda es posiblemente el director de anime mejor valorado de la actualidad (dejando siempre de banda a clásicos parcialmente retirados). Mientras Makoto ha dedicado su arte a la mistificación adolescente, Hosoda –Digimons y One Pieces al margen- ha apostado por tratamientos más adultos (aunque sus protagonistas, curiosamente, acostumbren a ser más jóvenes que los de Shinkai), con una diversidad temática en la que siempre deja un resquicio para la irrupción de la fantasía o de lo virtual… como sinónimo también de irreal.

Sus dos obras fundamentales así lo atestiguan: la iconoclasta serie Samurai Champloo (2004-2005) y el perverso y casi distópico film Summer Wars (2009). Dos samurais involucrados -muy a su pesar- en una aventura estrafalaria que servía de excusa para el mix genérico y el inacabable desfile de personajes carismáticos y un pagafantas alagado por una chica popular, pero compelido por unas fuerzas difusas a elegir entre lo intangible (y cómodo) y lo real (e imprevisible).

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En Mirai, Hosoda ensaya un acercamiento verista a la infancia, huyendo en todo momento de infantilismos (error en el que cayó el mismísimo Hayao Miyazaki en la blandita Ponyo en el acantilado (2008)). Podría haber sido esta una historia más de príncipe destronado; de mocoso consentido y afortunado que ve su mundo tambalearse al dejar de ser hijo único. Pero Hosoda aprovecha para hacer una radiografía no tanto del Japón contemporáneo como del Japón “deseable” (siempre conforme a las nuevas directrices del gobierno Abe) y para hilvanar otro cántico sinto-budista a la transitoriedad y la continuidad generacional.

Vayamos por partes. Desde hará cosa de tres o cuatro años el muy conservador gobierno nipón ha empezado a entender que sin la incorporación decidida de la mujer al mercado laboral deberá de hacer frente a uno de los tabúes principales de su tradicionalista sociedad: la necesidad de relajar sus políticas de inmigración e incorporar extranjeros a su fuerza de trabajo.

Esto último también deberá de hacerlo durante la próxima década si no quiere tener un serio problema de sostenibilidad de las prestaciones. Pero mientras va concienciando a la población -sí, los Juegos Olímpicos serán una magnífica oportunidad- hay cosas que no admiten mayor dilación. Y la principal es el abandono definitivo del rol gregario de la mujer japonesa, fomentado descaradamente desde las propias instituciones públicas desde la postguerra.

No recuerdo muchas películas de animación en las que la madre asuma de manera natural la maternidad sin renunciar a su carrera profesional. Algo que aquí nos puede parecer relativamente superado (aunque la ausencia de políticas que apoyen de una manera activa a la mujer en esta decisión sea idéntica), en Japón es toda una novedad. Y no digamos el que el padre -aunque de manera torpe y episódica- se involucre en las labores del hogar y la educación del hijo.

Esta es otra de las grandes novedades de la cinta: ¡papá está ahí! De hecho, es la madre la que pasa más tiempo fuera. Acostumbrados a una épica del salaryman dedicado, borrachuzo y peremnemente agotado, Mirai nos presenta a un hombre que apuesta por el teletrabajo, el hogar y la corresponsabilidad.

Me temo que entre la gran mayoría de japoneses esto será entendido poco menos que como una frivolidad. “¿¡Tomarme yo esos días -aunque me correspondan- y abandonar mi cubículo sacrosanto!?”, “¿Y qué hay de mi compromiso vital con el consorcio empresarial -paternalista y cuasisimedieval- que tiene a bien tenerme entre sus asalariados?”. Estas y no otras serán las conclusiones de estos supuestos mártires -muy cómodos en su eterna posición de valedores económicos de la familia- y harán falta muchas más campañas de “concienciación” para cambiar inercias mentales -y morales- en uno de los países donde más evidente es el abuso de un patriarcado incontestado.

Pero es un primer paso. Lo importante será que los hijos educados en la ausencia aprendan a envidiar a Kun, ese suertudo que tiene el privilegio de cohabitar con su progenitor más allá del beso de buenas noches y el repaso a las tareas escolares del fin de semana. Y a entender que la madre no tiene ninguna obligación de convertirse en esa ama de casa dócil, comprensible hasta el absurdo para con un padre que se conforma con su título honorífico, haciendo de la falta de empatía un valor a cultivar.

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Nos queda hablar de la sinfonía generacional que propone Mirai. En el patio de su casa de diseño, Kun recibirá lecciones de vida partiendo de ensoñaciones y continuas fugas en el tiempo, hacia adelante y hacia atrás. El abuelo paticojo, la madre cuando contaba con su edad -padeciendo a un hermano pequeño al que le tenía igualmente tiña-, las proyecciones de su hermana menor y de él mismo ¡y hasta el perro! vendrán en su rescate, ayudándole a modificar su actitud hacia la recién llegada, nuevísimo foco de atenciones. Esa continuidad entre los ancestros y nosotros mismos que tantas veces hemos visto en el cine oriental, incluyendo aquí una serie de pruebas (superación de los miedos, colaboración activa para lograr un bien común, generosidad en la renuncia) que harán de él un integrante digno de su linaje.

Mención aparte merece la recreación de esa “casa de arquitecto”, con una enorme riqueza de detalles, espacios y significados. El contacto con la escasa naturaleza circundante en la Yokohama de la ficción (concretamente, un solitario árbol) será la desencadenante de muchas de las visiones. Conforme al credo sintoísta, los omnipresentes dioses (kami) son los que están, por definición, “por encima de los hombres”. Y desde lo alto y con un progresivo acercamiento a vista de pájaro es como conoceremos a esta familia, a esta representación idealizada del Japón que querría ser.

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