Medievo 2021. ‘El caballero verde’, ‘El último duelo’ y ‘Benedetta’
Esta temporada, hasta tres películas firmadas por directores de renombre nos han tratado de devolver 700, 900 años atrás en el tiempo. Alguna de ellas incluso se ha desligado del relato “histórico” para adentrarse en el de las leyendas y los mitos artúricos, ese pasado voluble que podría haber acontecido hacia el siglo VI, en era de caudillos, invasores sajones y difusa constancia escrita. Y es que el medievo, con su generoso arco temporal (476-1453) es territorio abonado para lo extraordinario, lo temerario, lo brutal. Un tiempo de hombres voraces alabando a un Dios que, de existir, se debió de sentir infinitamente ultrajado.
Empecemos de menos a más. Paul Verhoeven ya había paseado antes sus espadas de evidentes connotaciones fálicas por aquellos campos sin labriegos, movilizados todos por señores feudales poco honorables. En Los señores del acero (1985), el marco se revelaba idóneo para un despliegue de salvajismo y humor políticamente incorrecto -tanto, que hoy sería prácticamente imposible que llegase siquiera a arrancar un proyecto como aquel, que contaba como protagonistas con una castigadísima Jennifer Jason Leigh y un contundente y más bien marmóreo Rutger Hauer-.
Verhoeven filma otra sátira perversa en su reciente Benedetta (2021), el auge de una milagrera arribista en tiempos de pestes y epidemias bianuales. Entregada a la iglesia por su devoto padre, la niña que parece gozar efectivamente de la gracia de Dios termina viviendo un merecido despertar sexual tutelado por una compañera de enclaustramiento con contrastada solvencia amatoria. Ya sabemos que lo de “darle a tu cuerpo alegría” es todo un mantra para este holandés al que nos cuesta situar entre la abundante cosmogonía de realizadores erotómanos (¿en algún lugar entre Luis Buñuel y Tinto Brass?).
Entre la histeria y la neurosis colectiva, el hombre del medievo se siente amenazado por el misterio divino (que a la postre demuestra un determinismo indiscriminado) y la mujer, ese ser capaz de establecer conexiones espirituales que se escapan a su Imperio de hierro y Biblia. Las abadesas, imbuidas de un poder que salvaguarda el populacho, sus milicias inconfesas, representan la fe de proximidad, la única fe comprensible en un mundo de símbolos, ágrafo en esencia.
El crescendo escandaloso -”escandaloso” para quien todavía se deje escandalizar por este abuelo exhibicionista- empaña muy buenas ideas, lapidadas quizás por el trazo grueso y el abocetado caricaturesco. El medievo, en este 2021, es para Verhoeven un canto al amor libre -que no es exactamente lo mismo que el libre albedrío- y a la necesidad de ser retorcido, siniestro y maquinador cuando tu propia existencia depende de ello. Benedetta sería no tanto un caso de empoderamiento anacrónico como el resultado de un despertar a la vida, de un apercibimiento de cuales son exactamente las fuerzas que gobiernan el mundo.
El último duelo (2021) vuelve a ser una propuesta adecuada a estos tiempos -indudablemente-, pergueñada por el siempre habilidísimo (en lo que al aliento comercial de sus filmes se refiere) Ridley Scott. De hecho, Scott va camino de convertirse en el Woody Allen del mainstream con casi una película -siempre carísima y costeada por él mismo- rodada cada año desde aquél Gladiator (2000) que le sirviera para comprar su libertad.
El último duelo es posiblemente su mejor película de los últimos 20 años (quizás tendríamos que retrotraernos hasta Black Hawk derribado (2001)). Tampoco le era ajena la circunstancia histórica, que ya había abordado en la totalmente fallida, en versión corta o larga, El reino de los cielos (2005), engrudo político-religioso a rebufo de las invasiones yanquis a países islámicos.
Si algo pone de relieve esta historia basada en libro de medievalista ilustre -y guionizada para la ocasión a seis manos, incluyendo el concurso políticamente correcto de una mujer para la versión femenina de lo acontecido- es la actual obsesión por las (re)lecturas en supuesta clave feminista, moda que amenaza con incluir la edad de bronce o el auge y caída de los neandertales.
Diríase que la mirada del espectador ha quedado pervertida, estancada en una política de gestos que soslaya y pospone análisis concienzudos. O César o nada. De El último duelo leerán de todo: desde que es un panfleto feminista (comentario de crítico macho, me temo) a que no aborda en profundidad el supuesto problema del heteropatriarcado en el siglo XIV (¿?). Sí, el grado de idiocia -común y democrático para ambos sexos, no puede negarse- ha logrado degradar la experiencia cinematográfica a una mimesis de fobias y filias.
No tengo ni idea de las perversas intenciones del señor Scott. Pero les puedo asegurar que si se acercan a ella como lo que es -una cinta extrañamente intimista con envoltorio de superproducción- disfrutarán de un Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) a tres bandas donde ella -que es un personaje secundario- resta siempre a merced de las obsesiones de dos pretendidos caballeros de la época. El despliegue testosterónico habitual: honor, soberbia, ambición y pulsión mórbida (no, la cosa no ha cambiado tanto en medio milenio).
Rey y tierras. Jean de Carrouges es un esforzado de la ruta, de esos que cree que los favores nobiliarios se logran a fuerza de batallar y perseverar. “Por sus cojones”, vamos. Para sus pares no es más que un tipo permanentemente amargado, con poca cabeza y demasiado susceptible.
Al otro extremo del ring, Jacques Le Gris. Un libertino con causa: caer bien a su señor y lograr en los despachos lo que no obtiene con el oficio de las armas, en el campo de Marte. No hay que negarle que tiene un método y que su pretendida formación… pues tampoco lo ha convertido en alguien especialmente sensible, siquiera empático.
Ambos, sin más, son dos hombres supervivientes de aquél medievo de pestes y guerras intestinas. El conflicto entre ambos parece inevitable y se materializará en el cuerpo y la dignidad de la mujer de conveniencia del primero, Marguerite de Carrouges. El conflicto que plantea su violación no es una “modernez” a costa de aquél pasado inasible ni un ajuste de cuentas con hombría alguna: es sencillamente una crónica verista de unos tiempos en los que la opinión y el sentir de la mujer no contaban en absoluto, con o sin la excusa del amor cortés.
Y tras las lecturas de estos dos octogenarios, la luminosa reinterpretación de los mitos artúricos efectuada por David Lowery en El caballero verde. Un filme -este sí- verdaderamente extraordinario. Una película que apela a la capacidad de fabulación para volvernos a contar lo mismo de siempre de una manera tan espiritual como ambigua.
Sir Gawain, primo de Ginebra, frecuentador de damas, alocado con la espada. En la cinta de Lowery su vida disoluta se ve alterada por la llegada de ese caballero tomado por el musgo y que le reta a un año vista. Golpe por golpe. ¿Gustas?
Como en casi todos los relatos artúricos, cualquier excusa es buena para emprender el camino, para echarse a los senderos en pos de… en pos de lances, polvo y oprobio, pues recordad que nuestro Quijote no fue más que el hijo putativo de aquestos héroes imposibles y sorbesesos. Un objeto, una prueba o, sencillamente, la consumación de la palabra dada. Hay que ir porque hay que ir. Y nunca está claro que uno vaya a volver si antes no se pone a bien consigo mismo.
Cine-milagro, cine-ilusión. Diréis que no es exactamente el medievo, pero sí que es exactamente la visión que acabamos fabricándonos del mismo. Lowery invoca a la magia, pero su héroe no abandona en ningún momento su condición de pelele. Algo se llevará de vuelta a casa: la falibilidad del género humano, el destino trágico de cualquier condenado a gobernar. Gawain, sea o no decapitado, sale de este encuentro con un flashforward terrorífico; aquél que le informa de que la vida y la muerte, se cuente con la protección que se cuente, acaban siendo una e indisolubles.
Tres películas deudoras de este 2021 de estrenos acumulados al albor post-pandémico. El medievo ya no es otra Edad Oscura, quizás porque la nuestra cada vez parece tener menos brillo y esplendor. Para Verhoeven, un descoque patrocinado por el Diablo y las mujeres lo suficientemente inteligentes como para valerse de él. Para Scott, una parábola sobre lo que está dispuesto a hacer el hombre para demostrar (a los demás, a los que creen que le juzgan) que tiene razón. Y para Lowery, un incunable que debe de ser desempolvado y vuelto a iluminar con la minuciosidad de un amanuense con o sin tonsura. De aquellos que todavía creían.