Los Tetsuos de Shinya Tsukamoto
Hace un cuarto de siglo el director japonés Shinya Tsukamoto entregaba su díptico más recordado: Tetsuo, el hombre de hierro (1989) y Tetsuo 2: el cuerpo del martillo (1992). La original fue su primera película en 16 mm., tras tirarse toda la década de los setenta rodando en Super-8 (en realidad llevaba así desde los 14 años). ¿La historia? Un delirio ciberpunk emparentado con el cine de la nueva carne de David Cronenberg, equidistante en el tiempo entre las influyentes Scanners (1981) y Videodrome (1983) y las posteriores y elegíacas Crash (1996) o existenZ (1999). O lo que es lo mismo: entre el disfrute gore y la radicalidad más sofisticada y perversa.
Aunque Tetsuo, la verdad, tenía que conformarse con la perversidad, básicamente porque faltaba presupuesto para revestirla de cierto grado de sofisticación (y sin embargo… ¡qué moderna que sigue luciendo!). Alardeaba de estética “sucia” en blanco y negro, desplegando soluciones en la línea de Cabeza borradora (David Lynch, 1977) y Pi (Darren Aronofsky, 1998). Una danza plagada de sonidos industriales (magnífica banda sonora) insertos en una película prácticamente sin diálogos en la que asistíamos a la metamorfosis de un nipón cualquiera (pulcro, disciplinado, dispuesto como cada mañana a tomar el metro camino de su trabajo) en un amorfo montón de tuberías, tuercas y cables. La pesadilla comienza tras ser abducido por un ente voyeur que deposita en su cuerpo la semilla
de la transformación en metal, observando y controlando –en cierta medida- sus pulsiones. Uno más de esos “monstruos de tamaño normal” que aparecían en el prólogo del filme: humanos lacerados que aceptaban el acero dentro de sus cuerpos, tortura autoinfligida sin una motivación clara. La tecnología incrustada en el interior de uno mismo, un matrimonio mal avenido entre tendones y vísceras y superficies afiladas y pulimentadas. O si se prefiere, un manual de “cómo ser un cyborg” donde se imponía el hágalo usted mismo (aunque acabes desgraciándote en el intento).
Regresiones, viajes acelerados, ¿fantasía punk? La escena más recordada de Tetsuo era la más grotesca: aquella en la que el protagonista era sodomizado por una mujer equipada con una trompa elástica y corrugada… para acabar desquitándose merced a un falo-taladro de dudosa utilidad. El resto, un pulso entre el invasor y el huésped, entre lo que queda de su cuerpo y la desordenada armadura que le va recubriendo. Un duelo que ocupa un tercio de su reducido metraje (67 minutos) y que propone un viaje sin retorno y sin glamour: la cibernética no está aquí representada por ningún superordenador sofisticado, sino por un enjambre de desechos industriales que deciden anidar en la piel del tipo ordinario (y eso que todavía no había smartphones).
Fusionados y dispuestos a “oxidarlo todo y convertirlo en polvo en el Universo”, la primera entrega concluía con una promesa de destrucción cuyos ecos se remontaban a su contemporánea –y animada- Akira (Katsuhiro Ôtomo, 1988). Si Tetsuo y Kaneda se tiraban media cinta caneándose por las calles de Neo Tokio, nuestros jinetes del Apocalipsis –fusionados- desfilan por avenidas de la megacity dispuestos a reducirla a cenizas. Vamos, como el prólogo de una peli de Godzilla pero sin maquetas pisoteadas.
Tres años después Tsukamoto volvió a la carga con la muy discreta Tetsuo 2: el cuerpo del martillo. Como en las mejores cintas de Miike, la víctima vuelve a ser un don Nadie: apocado padre de familia disciplinado y servil… sólo que aquí falta humor y mala leche. Para lograr que psicosomatice tanta pesadumbre y exteriorice de manera violenta su pasado reprimido (y convenientemente traumático), sus iniciadores optan por secuestrarle al hijo y después a la mujer, para ver si así despierta de su letargo y demuestra que tiene algo más que horchata en las venas. Ni por esas.
Persecuciones mucho más bobaliconas que en la anterior, con abuso de la cámara subjetiva y temblorosa, los contrapicados de rascacielos y los primeros planos del tipo normal transformándose en alma de metal (como lo del hombre lobo pero en plan irreversible). Seguimos sin entender de dónde emana esa fuerza que les convierte en máquinas de matar, aunque en el escasísimo diálogo se apunta, como pista, a la existencia de “alguien capaz de convertirte en Dios”. Dios o Golem, lo cierto es que el desgraciado termina mutado en una especie de cinta de video con patas, como un Terminator pero con evidentes fallos de diseño.
Los protagonistas de Tetsuo viven su particular día de furia y terminan convertidos en carros blindados-colonizadores de mentes, dispuestos “a devolver la paz” al mundo del más incivilizado de los modos posibles: destruyendo ciudades. Como una especie de Charles Bronson futurista, el héroe atosigado no contribuye a la trasposición del orden social: el ciberpunk de Tetsuo se lo juega todo a la aniquilación. El futuro no resulta alterado en modo alguno, tan sólo el penoso devenir de seres humanos que ya habían interiorizado el comportamiento maquinal… mucho antes de sufrir la inevitable transformación física.
Por último y como broche –poco glorioso- de la franquicia, hubo una tercera entrega. Se tituló Tetsuo: The Bullet Man (2009) y retomaba la mitología del hombre aleado (carne y acero) y su rápida conversión en arma de destrucción masiva. El punto de partida era mimético a la anterior, aunque con un protagonista con rasgos occidentales: familia violentada y transformación en máquina de vapor (¿o reactor nuclear?).
La principal aportación consistía en una explicación bastante manida del fenómeno: el inefable “proyecto Tetsuo” resultó ser una convención de Mengeles dispuestos a experimentar con el cuerpo humano (el de otro, se entiende). Fines militares a lo Soldado Universal (Roland Emmerich, 1992) y un vástago sacrificado por el doctor Frankenstein de marras… inexplicablemente Shinya Tsukamoto nos escamoteaba un final coherente: el amor acababa redimiendo al hombre de acero, en un happy end escudado en el ramalazo onírico de la saga.
El ser humano soñando a la máquina… ¿o viceversa? La verdad es que Tetsuo, el hombre de hierro es una cinta brutal y hermosa (una característica compartida con algunas de nuestras películas japonesas favoritas) que ocupa por méritos propios un lugar en la historia de la ciencia ficción low cost. Os recomendamos que la veáis una noche en la que estéis particularmente cansados –con migraña, a poder ser-, con el volumen bien alto y… y muchas ganas de dejarse poseer por las sombras histriónicas que veréis proyectadas en paredes y techo.
Ah, si no os deja mal cuerpo es que quizás ya esté empezando a cambiar algo dentro de vosotros. ¡Palpaos!