‘Mecánica de la desidia’: planteamiento, nudo y muerte del arte

Las instrucciones de uso de este libro calidoscópico (¿o quizás funcione sólo a manera de advertencia?) quedan expuestas en las tres primeras líneas: “uno se acaba acostumbrando incluso a lo que nunca hubiese creído que se iba a acostumbrar”. Verbigracia: a tener en cuenta el consejo de psicólogos zurdos coleccionistas de uñas, a parlamentar con veteranos de guerra de pasado glorioso y presente de goma de mascar rosa o incluso a dejarse hipnotizar por tipos que todavía no controlan muy bien los supuestos dones con los que les ha obsequiado la naturaleza.

El prolífico género del realismo mágico, tanto en lo literario como en lo cinematográfico, acabó por causarnos urticaria con sus espectros filósofos (más pesados que el papá de Hamlet), su apología del exotismo tropical y sus epílogos trufados de fatalismo romántico. Supongo que la culpa fue de Isabel Allende, o más concretamente, de la preocupante tendencia a plagiarse a sí mismos de algunos autores “consagrados”.

No, la primera novela de Marla Jacarilla no es sólo realismo mágico y fugas surrealistas por doquier. Mecánica de la desidia estaría más cerca de Juan Rulfo, con destellos de escritura automática, narración polifónica y rechoteo a costa del mundo del arte y, en general, de la nadería que rodea al “hecho creativo” (sin ahorrarse por ello guiños cómplices a costa de Platón, Tracey Emin o Sophie Calle).

el arte pop ha muerto La mecánica de la desidia

Las múltiples voces que pueblan este relato –este instante, mejor dicho- ven violentada su existencia tirando a miserable por la pérfida aparición de mecánica de la desidia, deus ex machina capaz de importunar, regodearse en el sufrimiento ajeno, engañar a los sentidos, matar el oficio de escritor y finiquitar vidas poco ejemplares. Ah, y desaparecer 3 eternidades y 45 segundos después de cometer sus fechorías. Pero olvídense de la tragicómica parca que llamaba a la puerta de los snobs en El sentido de la vida, presentándose a sí misma como “el de la guadaña”. No, aquí su función se asemeja más a la del diablo cojuelo: una mezcla de fatalidad convenientemente aleatoria y Gollum perverso que escupe dientes y pone la zancadilla a seres ordinarios empeñados en creerse extraordinarios y que achacan al infortunio lo que es maldad sin moralina ni preferencias.

Así es como conocemos al escritor cuya obra nunca fue rentable, una especie de crisis con patas –emocional, creativa, ¡vital!- que aguarda la vuelta de quién ya no ha de volver y la irrupción en escena de unas musas en perpetua hibernación.

Su abúlica jornada acostumbra a incluir visitas a una camarera atada a su máquina de lo cotidiano (esa cafetera con umbral de sufrimiento acotado: servir 5.000 cafés y ni uno más). Trabará también conocimiento con un pintor asimétrico y encasillado en la provocación (religión y sexo molan, desde tiempos de san Juan Bautista y más allá de Madonna) y un guardián de las cosas inútiles que decide ocuparle el jardín.

El singular desfile no se detiene ahí. También hay bichos. Insectos kafkianos, gatos azules, pájaros que no sobreviven a inmersiones prolongadas… el bestiario de Jacarilla padece martirio, indiferencia y otras lacras de principios de siglo.

La mecánica de la desidia

La estructura fragmentada de la obra –son pocos los episodios que ocupan más de una cuartilla- se enriquece con apariciones de amigos imaginarios (¿o no?) con extrañas enfermedades, marchantes de arte con mala conciencia, siamesas tailandesas y huérfanas del este de Europa convertidas en atracción mediática. La extrañeza inicial del lector (no teman, hay un cuadro sinóptico con la interrelación existente entre los personajes para los fanáticos de los inventarios) deja paso a la curiosidad no exenta de sinsabores (aquellos de “el buen policía” a los que se refería Roberto Bolaño).

Perplejidad, ternura, alienación y desorden. El puzzle de Marla puede ser recompuesto de muy diversas maneras; cada cuál es muy libre de escoger protagonista, si en verdad todavía alguien necesita de héroes en la narrativa contemporánea. Mecánica de la desidia cuenta historias que parecen sacadas de la sección de sucesos, pero pasadas por el terrible e igualador tamiz de “lo cotidiano”. Los personajes afrontan hechos insólitos sin expresar sorpresa alguna, en un continuo estado de inactividad (¿ese estado de aburrimiento tan definitorio de nuestro tiempo?), actitud desapasionada con la que la mayoría creemos ponernos a salvo del caos, la única ley impepinable de este Universo.

Quién sabe si la solución a tanta impasibilidad pase quizás por un quinto acto. Y por otra rebelión estúpida.

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