‘Izquierda y revolución. Una historia política del Japón de posguerra (1945-1972)’, de Ferran de Vargas

“La historia no tiene lugar mientras la gente espera de brazos cruzados”. Umemoto Katsumi, 1977
Para los apasionados de la historia del siglo XX en Asia, he aquí por fin una guía comprensible y pormenorizada con todo lo ocurrido en Japón durante el cuarto de siglo inmediatamente posterior a la derrota total de la Segunda Guerra Mundial. Un tiempo tumultuoso pero silenciado, merced a un relato reescrito y adaptado a las necesidades estratégicas de Occidente (a saber: vender al país del Sol Naciente como tierra de parabienes capitalistas en un continente en el que el comunismo parecía afianzarse a pasos agigantados).

Para empezar: sí, he dicho tiempos tumultuosos. Aunque posiblemente os hayáis quedado con la copla de que aquellos fueron años de ocupación, rápida recuperación (en 1955 Japón volvía a superar el PIB que tenía antes de la conflagración bélica) y “milagro económico”, lo cierto es que la situación distó mucho de ser la balsa de aceite descrita sucintamente en la mayoría de acercamientos a la época. No, el comunismo y la izquierda revolucionaria también tuvieron su oportunidad en Japón, aunque es cierto que nunca llegaron a contar con las simpatías de la mayoría de la población. Otra cosa, eso sí, sería entre el sector estudiantil.
La crónica de estos años que oscilan entre la utopía, el nacionalismo y los italianos ‘años del plomo’ (aunque aquí se estiló más el porrazo y tente tieso) se subdivide en seis capítulos, comenzando por el liderazgo del Partido Comunista aprovechando su prurito moral como única oposición visible durante el régimen totalitario (1945-1955). A este tiempo le siguió el nacimiento de la Nueva Izquierda (1955-1959), una juventud marcada por los intentos de alejamiento respecto a las directrices de Moscú así como por la inmediata y enconada lucha contra el Tratado de Cooperación y Seguridad Mutuas entre Estados Unidos y Japón (ANPO para los amigos), que alcanzó su punto álgido en 1960. Los años post-Anpo (1960-1965) serían un tiempo de incertidumbre y relevo, esfuerzo de reconversión y militancia que cristalizó en la “época de la política”: el 68 japonés y la revuelta de las asambleas estudiantiles. La resaca, triste y sanguinaria, se viviría entre 1971 y 1972 con el ocaso de la izquierda revolucionaria.
1945. Tras la firma del tratado de San Francisco, Japón queda de facto bajo el gobierno de los EEUU. Casi siete años de ocupación donde Douglas MacArthur aplicó algo que ya habían demostrado saber hacer muy bien los japoneses de la Restauración Meiji: la aceleración centrípeta de la historia, condensando en años o décadas cambios que otras naciones experimentaron a través de siglos. El general -y por aquél entonces Comandante supremo de las Potencias Aliadas- arrancó muy inteligentemente su mandato con la pospuesta reforma agraria, ganándose para los restos las simpatías de las áreas rurales.
Pero luego llegó la guerra de Corea y las iniciativas liberales dieron paso a las políticas más claramente reaccionarias. Japón sería capitalista o no sería, por lo que se frenó en seco el desmantelamiento de los zaibatsu (unos entramados empresariales con fuertes vínculos con cualesquiera forma que adoptase el poder), devolviendo a sus herederos (la mayoría, apellidos provenientes del Japón feudal) las riendas de una economía intervenida.

Por su parte el PCJ (Partido Comunista Japonés) y organizaciones afines trataron durante décadas de imponer su visión: la famosa revolución en dos fases, una “estrategia” que apostaba por el triunfo de la denominada democracia burguesa para luego, si eso… intentar nunca se supo muy bien qué transformación mágico-esotérica de una sociedad encantada de conocerse. Contra esta ideologización que manaba del omnipotente partido único, la izquierda japonesa planteó una serie de iniciativas donde lo que primaba era la independencia: la del individuo frente a cualquier programa partidista. Estos grupos -decenas, una catarata de siglas que cubrían desde el troskismo hasta el enésimo requiebro anarquista- se conocían como los “anti-Yoyogi” (Yoyogi era el nombre del distrito de Tokio donde se encontraba la sede del PCJ. Sí, toda una declaración de principios).
Y así fue como nos plantamos a finales de los años 50. Japón había pasado de feroces iniciativas revolucionarias (que incluyeron el control de la producción y la ocupación de sus puestos de trabajo por parte de un proletario con conciencia de clase… mientras fue desesperantemente pobre) a un espejo en el que obligar a que se mirasen las recalcitrantes China, Corea o Vietnam. A Japón le había ido bastante bien, beneficiada por su papel de retaguardia estadounidense durante el conflicto de Corea (1950-1953). ¿Acaso había motivos para el descontento?
Pues al igual que con el mayo francés… la verdad es que sí. Y los había por una parte muy determinada de la población: una juventud a la que la guerra -tantas veces invocada como razón para el sacrificio continuado- empezaba a quedarle bastante lejana, viendo en cambio ante sí un futuro predispuesto de antemano. La Universidad, con un fuerte aporte de capital privado, dejaba bien a las claras su función como factoría de mano de obra diligente. ¿Eso era todo? ¿Qué ideología abrazar en un país donde hasta los comunistas “instaron a los trabajadores a buscar la cooperación con el empresariado a fin de aumentar la productividad”? (1)
La prosperidad no era la solución mágica. A pesar de que el crecimiento económico era innegable, las masas ya habían tomado las calles durante la negociación del tratado de cooperación y seguridad mutuas con los EEUU. La causa agrupaba desde a reaccionarios que veían el suelo nacional sembrado de bases con la bandera de las barras y estrellas a pacifistas que recordaban los principios de una constitución que negaba hasta un ejército propio como vacuna contra cualquier tentación neofascista. Esa tutela norteamericana con el tiempo acabaría resultando bastante incómoda para los nipones: en agosto de 1967, por ejemplo, hubo “una gran explosión en el centro de Tokio provocada por el choque de un vagón cisterna lleno de combustible para los bombarderos americanos que despegaban desde la capital japonesa en dirección a Vietnam” (2).

La movilización estudiantil de 1968-1969 fue la más numerosa de todas las habidas en el planeta durante aquellos años de frustraciones escenificadas en los rectorados de universidades paralizadas, en facciones aporreándose con sus cascos distintivos -brutos, pero ordenados-, en cercos a aeropuertos y jornadas de violencia, represión y hastío. Sí, porque mientras la izquierda se volvía a ahogar en un mar de siglas, corrientes, sensibilidades y escisiones (la Bund, Beheiren, Kakumaru, Hansen, Jichikai, LCR, Purogakudo, Sekigun, Shaseido, Zenkyoto, etc, etc), la ciudadanía acabó harta, restándole simpatías a este brote utopista, a este “¡no!” iracundo por parte de aquellos que tenían la oportunidad de emprender estudios superiores pero que no supieron entusiasmar salvo en contadas ocasiones al verdadero proletariado de su país.
Por si alguien se cree que sólo el extranjero se lleva del Japón esa sensación de navegar entre un mar de almas alienadas que se mueven por control remoto, Izquierda y revolución nos descubre que los propios japoneses fueron bien conscientes de aquella bonanza económica que los inundaba de bienes materiales al tiempo que les quitaba “el poder para dar forma a sus vidas”. Los testimonios de algunos de los más militantes reflejan una sed existencialista, una búsqueda abocada al fracaso con la eterna pregunta convertida en pancarta: “¿Qué demonios soy?”.
(1): pág. 49, capítulo 1.2. El “rumbo hacia atrás” y la “era del cóctel molotov”
(2): pág. 109, capítulo 5.1. La irrupción de la “nueva” Nueva Izquierda