‘Ludwig II: Réquiem por un rey virgen’, de Hans-Jürgen Syberberg. El biopic total

¿Habíais oído hablar del antepenúltimo de los reyes de Baviera, ocupante del trono justo antes de que este territorio se incorporase al Imperio Alemán y a tres décadas de la abolición definitiva de la monarquía en las sorprendidas carnes de Ludwig III? Quizás os suene su manía constructora: fortalezas que sin necesidad de ser inexpugnables se levantaron -diría uno- a mayor gloria del turismo de masas de los siglos XX y XXI.

Ludwig II accedió a la corona con apenas 18 añitos recién cumplidos. No se cortaba: sus modelos eran Luis XIV y cualquier monarca aficionado a un ejercicio más bien unilateral del poder. Aunque Múnich podía seguir presumiendo de capital, el corazón político de esta Baviera necesaria para que Bismark completase su puzzle nacional estaba en, cómo no, un castillo: el de Linderhof.

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Y es que el pasatiempo por el que Ludwig II ha pasado a la historia era ese: jugar al Exin Castillos. Una obsesión medievalista de la que el propio Walt Disney tomaría buena nota: si quieres hacer algo masivo y muy, muy visitable, que destaque bien en el horizonte. Almenas, torres del homenaje convertidas en atalayas chill out y muchas, muchas ventanas a lo hotel château -otra lección aprendida por los dueños de los ferrocarriles norteamericanos-.

¿Un tarado que llevó a la ruina a sus vasallos? Bueno, lo cierto es que él mismo se sufragó la burbuja inmobiliaria de matacanes, fosos y salones de baile con aforo para aristócratas ninguneados, amantes, mantenidos y resto de séquitos multitudinarios.

Apenas unos meses antes de que Visconti se dejase la salud y le dejase para los restos al desdichado con lo de “rey loco” -su sobrenombre más conocido, también en vida- un director alemán ensayó un acercamiento a su figura digamos que… particular. Olvidaos de los fastos y la obsesión por el detalle -palacios, lugares, candelabros, cuberterías- de Luchino. Con ambiciones e intenciones bien distintas, ambas películas llegaron a coexistir en la cartelera francesa, liberando un pulso entre la obsesión perfeccionista y la fantasía iconoclasta. Ambas, en su momento, fueron recibidas como películas fallidas: la sensacional obra de Visconti debió de aguardar a un montaje definitivo que le devolviese una hora de metraje y el perro verde de Syberberg fue despachado como una excentricidad megalómana.

Syberberg -encuadrado dentro de la generación que se conoció como “nuevo cine alemán”- ideó una gran tragedia conformada de múltiples destellos y un único punto de vista; de flashes que reseguían su reinado de incomprensión, exceso y encierro.

¿He dicho incomprensión? ¿Hasta qué punto debía de sentirla también HansJürgen -que nunca fue profeta en su tierra-, obsesionado como andaba en darle al cine esa categoría de heredera de la ópera como crisol de todas las artes conocidas?

Hans-Jürgen, en cualquier caso, ha quedado como sinónimo de Richard Wagner. Gran parte de su obra gira alrededor del compositor. Tenemos desde polémicos documentales sobre descendientes de la saga (Winifried Wagner und die Geschichte des Hauses Wahnfried von 1914-1975, (1975)) a propuestas cinematográficas que no quieren ser más que eso: óperas apenas intervenidas (Parsifal (1981)).

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En Ludwig II asistimos a su particular forma de gobernar, basada en una temprana obsesión por la juventud (muy en la línea de la Revolución Cultural China, contemporánea a la producción y filmación de la película) y en un interés más bien somero por las cuestiones de Estado, enfrascado como estaba en sus labores de mecenazgo. Durante la primera parte, de audiencia en audiencia y de jardín en jardín, el rey se aburre. ¿Su principal defecto? Que no trata de disimularlo.

Su homosexualidad, su catolicismo, sus confesiones pastorales con la prima Sissí, la falta de confianza en sus asesores. Ludwig II, grandilocuente y afectado, baja lentamente de su trono en largas escenas en las que el espectador es forzado a permanecer en el foso, como si estuviese asistiendo a una ópera alrededor de su vida. Esta puesta en escena teatral -o de arte total, si volvemos a Wagner- es interrumpida de vez en cuando por retroproyecciones, entrevistas cámara en mano a personajes que lo frecuentaron en los alrededores de su legado monumental o anacronismos históricos que permiten convivir a prusianos, valquirias y nazis, futuros apologetas de una obra wagneriana en la que parecían fundirse todas sus psicopatías de raza, pureza y destino.

El conjunto resulta deslumbrante, kitsch y polifónico, con una especie de imperator hipster con un desprecio mayúsculo por casi todos, emperrados en ponerle barreras a su derroche en aras de lo único que le importaba: la dichosa eternidad. Ministros, militares y prohombres bávaros se empecinan en hacerle ver que está atentando contra sus intereses, pero el reinado de Ludwig II… pues no era “d’eixe món”, parafraseando a Raimon.

Imprescindible para melómanos -nos acompañan todo el rato los greatests hits wagnerianos, con especial atención a esa recta final al ritmo de El crepúsculo de los dioses-, el Ludwig II de Syberberg fue el primer jalón de una Trilogía Alemana en la que trató -y aquí hablo de oídas, pues no he visto ni Karl May (1974) ni Hitler, un film de Alemania (1976)- de decir la suya sobre el huevo de la serpiente nacionalsocialista.

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No sabemos si lo logró, pero el cinéfilo encontrará la fusión perfecta entre el ensayo historicista fuera del tiempo de Sokurov y el cine de época que no quiere aparentar naturalidad ni fidelidad a patrón preconcebido alguno (y aquí pienso en el Eric Rohmer de La marquesa de O (1976), Perceval le Gallois (1978) y La inglesa y el duque (2001)). Y todo contado con la rabia de un Fassbinder dispuesto a exonerar a quienes son juzgados y condenados precipitadamente, sin reparar en que sus miserias -obreras o millonarias- son a fin de cuentas las nuestras.

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