Con las tripas del último cinéfilo ahorcaremos al último director-autor
En realidad, tenía que haber escrito una crítica de cine. Otra.
Bueno, ni eso. Un texto que de alguna manera captase la… no, qué va. Un algo ni demasiado extenso (“Jorge, en internet nadie lee más de 300 palabras seguidas, ¿cuántas veces te lo tengo que repetir?”) ni demasiado corto, para que el interpelado no albergue la duda razonable de que en realidad no has visto la película.
Como fuese. El caso es que llegué tarde a pie de taquilla, con la secreta intención de ver algo tan increíble como una película europea en su segunda semana en cartel. Era la primera sesión, esa en la que lo peor que te puede pasar es que alguien se te duerma al lado o que un grupo de animadas jubiladas se hayan traído caramelos envueltos en cuatro capas de celofán (que ocurre, que ocurre). Porque ya no se trata sólo de peregrinar hasta la sala, con escasas posibilidades de elección. Hay que saber también elegir el momento.
Primer anatema. Las entradas ya no las venden en la taquilla propiamente dicha, esa pecera con apertura de farmacia dispensadora de metadona. Un cartel te pide que seas tan amable de avanzar hasta el bar, donde una mujer debe de despachar boletos, entregar descuentos, sonreír, ponerte al día de promociones, tirar bebidas aguadas de cola, sonreír, colmatar cartones de palomitas, dar avisos por el sistema de megafonía, sonreír, morir, tal vez soñar… en un cálculo generoso, aquí ya me faltan dos puestos de trabajo. Y algo me dice que aunque ella valga por tres, su salario posiblemente sea tan insultante como la calidad de las tres cuartas partes de la cartelera del multicine.
No, no, este hecho por sí solo no explica la presente diatriba. Porque yo -¿os lo he dicho ya?- debería de estar escribiendo de lo que tan poco sé pero tanto me sulibella: el dichoso cine. Con muchas apreciaciones personales, algún que otro tópico manido, dos guiños cinéfilos y ese tonillo ligero y juguetón de urbanita componiendo odas al desapego pansexual. ¡Si es que la película acaba siendo lo de menos! Yo lo necesito, vosotros lo sufrís.
Pero esta semana no he sido capaz de cumplir con mi cometido. El motivo de mi crisis de identidad –de conciencia, sería más pertinente calificarla- estalló acto seguido, tras pagar y dirigirme hacia esa puerta batiente, máquina del tiempo a precios populares. Cuando entré en la sala solitaria descubrí que la chica tenía razón: no debía de preocuparme por llegar tarde, porque en mi ausencia la pantalla no había hecho más que vomitar anuncios. A unas butacas más indefensas que nunca.
Veamos. Sí entré a y dieciocho y la sesión comenzaba a la hora en punto, llevaban más de quince minutos desfilando coches de apariencia fiera que aseguraban la libertad, contratos de telefonía que te permitirían verlo todo y pulverizadores para el sobaco que te convertían en una máquina de follar (en potencia, siempre en potencia). En el momento exacto en el que traspaso el umbral (¿por qué me ha tenido dos minutos regateándome mi asiento numerado –“elige entre quince filas, adelante, atrás, izquierda, derecha, escorado, centrado, de escorzo”– si sabía que iba a estar solo?) un banco virtual promociona su hipoteca a un tipo de interés que debe de ser ridículo, porque un puñado de sonrientes neandertales saltan y se contonean como si estuviesen siendo electrocutados por algún milico reconvertido en activista pro-vivienda digna (porque esta institución financiera se preocupa de veras por tí, mileurista descreído).
Y todo esto (4 x 4s, paquetes vacaciones, aspiradores, perfumes, zulos en Ciudad Meridiana) no es que se vaya a perder en el tiempo como lágrimas en el inodoro. Lo fascinante es que esta aciaga experiencia de sobreexposición a los parabienes del capitalismo… carece de receptor. ¡Pero da igual! Le han dado al ‘play’, del mismo modo que, pienso, pasarían la película sin solución de continuidad aunque no hubiese absolutamente nadie presente.
No creo que el salto cualitativo sea tan grande. Vivo en una ciudad que ha perdido la mitad de sus cines en poco más de década y media y el hecho –por más optimismo que rezumemos los que creemos que nos une un vínculo emocional a todas las imágenes con firma- es que la exhibición dejará de ser un negocio viable a mediados de siglo.
El arte del siglo XX no será el arte del siglo XXI. ¿Alguien no lo ha asumido todavía? Las películas más pequeñas –y a menudo, también, las más memorables- no tardarán de carecer de lugares en las que ser proyectadas en la forma en que fueron originalmente concebidas. ¿Se podrán seguir haciendo o terminarán careciendo de público, por humildes que hayan sido siempre sus expectativas?
Mi pesadilla recurrente a partir de hoy es la muy lynchniana sala vacía con mil y un reflejos reverberando en paredes y techos. Una sala vacía en la que después de la más mediocre de las publicidades se acabe proyectando la más excelsa de las películas que imaginarte puedas, en cumplimiento de un acuerdo contractual surrealista. A una nada delimitada en el espacio (la contenida en la sala 11 de este coloso franquiciado), le seguirá un tiempo sin ningún testigo para cuantificarlo. Y eso, sin la pertinente escala humana, equivale a la ausencia del mismo.
Estamos ante otra de esas cuentas atrás en las que parece embarcada la humanidad; en este caso la que señala un ocaso cultural a tiempo real. Y no me digáis que no veis el drama, que no tema, que mi pasión es mero fetiche y que será substituida de inmediato por otra forma de ocio más completa, más sofisticada. No me comparéis la fuga y el embotamiento sensorial al que parece obligarnos este mundo feliz patrocinado con la voluntad de ser oído, loado o insultado de un creador cinematográfico. Entre todos lo habremos matado y él sólo se morirá, porque, reconozcámoslo… ¿somos ya capaces de concentrar nuestra atención noventa minutos seguidos en algo?
De ahí este guiño perverso a Denis Diderot, uno de los padres del enciclopedismo (el no va más de las ansias de conocimiento) que ligaba el triunfo del libre albedrío a cierta cosa fatal que les tenía que acabar pasando a reyes y Papas. Dejadme que pervierta al original y cifre la pérdida de libertad en el abandono del gusto por el buen cine y la justa valoración de aquellos que todavía creen que las cuentas hay que rendírselas a la eternidad y no al productor, por jactancioso y sobrao que os siga sonando.
El cine podría acabar siendo una experiencia vacía que, eso sí, cumplirá con ciertas cuotas de autismo empresarial. Acabar sucumbiendo en la barraca de feria donde nació, pero sin un sólo espectador dispuesto a maravillarse por la novedad de una locomotora llegando a la estación termini de nuestra curiosidad.
Un tren de sombras sin pasajeros ni maquinista, traqueteando por una vía férrea con la forma de una cinta de Moebius.