‘Climax’, de Gaspar Noé. Liberté, égalité, fraternité y ¡subidón, subidón!
Supongo que si, que si alguna vez el cine de Gaspar Noé quiso decir algo… quizás sea en esta Climax -su nueva hooliganada de autor- cuando más cerca ha estado de lograrlo.
No soy un experto en su vida y obra. De hecho, me bajé del barco a las primeras de cambio, con aquél pulso con la sensibilidad del espectador -y contra el buen gusto, ya puestos a sonar reaccionario- que fue Irreversible (2002). Reconozco que conmigo logró su objetivo por completo: revolverme el estómago y empezar a odiarle cordialmente. Parece un intercambio justo: el epata a la burguesía y yo me prevengo contra el feísmo rococó y kitsch. Ambos quedamos desenmascarados y a ambos nos importan exactamente lo mismo las intenciones del otro.
Noé es un voceras de la imagen, un esteta escandaloso que hasta ahora no había dado con “el tema”. El asunto, digo, que le permitiese explayarse a placer; el contexto en el cuál su abrumadora diegética (esa música en imágenes perfectamente integrada) pudiese a su vez participar en un todo sin parecernos gratuita y pirotécnica (que lo es, que lo es). Esa excusa perfecta para que el estilo pudiese por fin trascender la anécdota.
Así que nos vamos a los noventa, a un colegio abandonado en pleno invierno, a un ensayo y a la fiesta posterior de un grupo de bailarines dispuestos a deslumbrar a su anfitriona, coreógrafa y, quién sabe, algún día mentora. Y por si el conflicto no estuviese asegurado, vamos a ponerle algo a la sangría para que los diferentes estados alterados que provoque nos permita darle la vuelta (textualmente) a la cámara.
La cinta comienza justificando intenciones. Queriendo parecer lo que Noé jamás será (profundo), merced a una cuidadísima puesta en escena que quiere tener aroma a improvisación (es bien sabido que a Noé le gustaría ser Kubrick, prescindiendo de cualquier personaje memorable. Hacer un Barry Lyndon con Fast & Furious). Antes de este desparrame, digo, y a manera de prólogo, vemos el material de trabajo de la coreógrafa (es un suponer); las grabaciones previas a la conformación de su equipo de contorsionistas superdotados.
En ellas vemos a una juventud francesa (de edades comprendidas entre los 18 y los 30) ufana, ambiciosa y proactiva, intentando mostrar la mejor de sus caras -como hacemos todos en las entrevistas de selección de personal-. A medida que la acción avance veremos cuán grande es la diferencia entre el paripé de “lo que me gustaría ser” y “lo que soy” (si alguien realmente es algo más que un vegetal con arranques espasmódicos bajo los efectos de lo que quiera que se han tomado).
En acción vemos a un grupo poco integrado, en el que todavía no se ha creado un vínculo más allá del aparentemente profesional. Existen las primeras preferencias, las primeras afinidades, las primeras sospechas. Están en la fase de la reivindicación personal, del “aquí estoy yo”: en el baile que ejecutan a manera de presentación (soberbio plano secuencia) abundan los solos, los arranques en los que no se hace tanto apología de un cierto estilo de baile como de una imposible diferenciación respecto a ese otro del que todavía tan poco sé.
Cuando comience la fiesta proliferarán los corros, planos cenitales en los que seguimos viendo a uno de ellos tratando de “marcar la diferencia”. Las parejas, desperdigadas, se hacen y se deshacen a la misma velocidad que se suceden los ritmos sincopados.
La sala de baile como espacio para la representación. Donde quedan claras las apetencias sexuales, la disciplina, los primeros destellos de una jerarquía donde se perpetúan, en realidad, los prejuicios y los lugares comunes de la estupidez, una estupidez que cuando se escenifica colectivamente siempre nos parece mucho más insoportable y amenazadora.
En realidad, él y ella sólo quieren amor (y al parecer, les da igual con quién). El de más allá, yacer con su hermana. El de más acá, desencajarse todos los huesos del cuerpo. Los practicantes del sexo oral -cháchara abrumadora y explícita-, demostrarle al compañero su vigor patológico. La que decía nunca drogarse, pillar una raya. La que sólo se había tomado una, tomar otra. La que sólo veía aberraciones en sus compañeros de piso, demostrar que hablaba de sí misma. Todos, rotos y frágiles, se descubren desnudos frente a un mundo al que le importan un carajo.
A la postre, esta mezcla imposible entre A Chorus Line y Trainspotting, con una increíble facilidad para captar nuestra atención y sentirnos partícipes de este “cuelgue” grupal, se deja devorar por el principio rector nihilista de todo el cine de Gaspar Noé. La rave que se fue de las manos logra en muchísimos momentos culminar su ambiciosa propuesta de “experiencia” compartida, de rito-denuncia de nuestra pobre entidad como seres humanos diferenciados. Pero también nos deja claro que su artífice es y será siempre más partidario de mostrar que de sugerir: de horror en horror, de habitación en habitación, pasillo adelante y pasillo atrás el espectador se siente como en una atracción de Halloween. Quiere y no quiere ser asustado, quiere y no quiere ver. El horror -no sé en que momento- se ha trocado en deleite.
Noé no es Godard, por mucho que sobreimpresione lemas inanes que causan bastante sonrojo, con aforismos -no sé si calificarlos de presuntuosos o de cínicos- sobre la vida y la muerte. Y no, por ahí no paso. Puedo disfrutar de una experiencia vacía -mi vida no es precisamente una película de Indiana Jones: no va de una más- pero en modo alguno compro el discurso. Te agradezco el viaje, pero has sido mi camello, no mi nuevo consejero espiritual.
Una última reflexión de fondo. Continúa sin estreno por nuestros lares la también radical (pero mucho más en el contenido que en la forma, el significado final de cualquier radicalismo con enjundia) Nocturama (2016), un análisis verdaderamente cruel -hasta perverso- del “estado del Estado”. Firmada por Bertrand Bonello, esta autopsia del sistema -más allá de colorines y consabidos desprecios a la bandera- no tendrá su espacio en la cartelera, aún siendo mucho menos bruta, mucho más sosegada en la presentación de sus argumentos… y mucho más demoledora en sus conclusiones.
En definitiva, menos complaciente para con ese mismo espectador que recordará Climax como “aquél pasote de los danzarines puestos hasta las cejas”. ¿Francia a juicio? ¿Sentencia gagá al capitalismo? ¡Ja!