Las mejores películas estrenadas en 2018
¿Que cuál es el resumen del año? Pues que corren malos tiempos para los amantes de ir al cine… aunque quizás no tan malos para los cinéfilos. Se hacen muy buenas películas, pero le importan cada vez a menos gente. Y no hablemos ya del modo en que una inmensa mayoría accede a ellas, sin que las condiciones de visionado y formato (que ya no respetan ni las filmotecas patrias) parezcan importar.
¿Caemos en la depresión colectiva, nos mesamos los cabellos o asumimos la nueva realidad que acabará imponiendo una nueva generación con otros intereses (que no necesariamente valores)? Cada vez habrá menos salas de exhibición cinematográfica. Cada vez habrá que gritar más para que se nos oiga (“¡Eh! Que esta peli que va a estar dos semanas en cartelera es buena! ¡De verdad! ¡Que no me pagan por decirlo!”). Cada vez habrá más interesados en acelerar el trasvase del espectador tradicional al sofá con mando a distancia ergonómico y televisión supuestamente inteligente. Cada vez habrá más oferta y no se querrá que se sepa que el 90% es, como casi siempre ha sido, prescindible.
Así que nosotros a los nuestro. En el top de este año queda claro que Europa no va bien, ya sea desde una perspectiva contemporánea (Playground, La fábrica de nada) o tirando de retorno al pasado (En tránsito, Elefantes). Han habido buenas películas LGBT capaces de quebrar al más atrincherado de los heteros, películas grandilocuentes que sin embargo han funcionado y retorno a casa de hijos pródigos (Paul Schrader, Spike Lee).
Soplan vientos del este (Zviáguintsev, Kowalski, Pawlikowski), aunque son los estadounidenses jugando a indies y los franceses (siempre fieles a su modelo) los que más cintas aportan a la lista. Hay dos perlas asiáticas, tres consolidados latinoamericanos (Martel, Cuarón y Lelio) y ninguna comedia que se pueda definir como tal.
¿Empezamos la cuenta atrás?
25.- Sin amor (Loveless), de Andréi Zviáguintsev
Cuando el control del Estado aprieta, la crítica debe de revestirse con los ropajes de la alegoría. Aunque en el cine de Zviáguintsev no haga falta leer mucho entre líneas: su Rusia está seriamente tocada, en plena deriva moral y sin que se vislumbre tierra en lontananza.
Un estado de ánimo colectivo que nos recuerda demasiado al de otros países europeos, empeñados en rebautizar la “reacción” para que pase a ser sinónimo de transformación. Aquí la parábola queda ilustrada con un hijo abandonado (en el plano emocional) por una madre que parece tener otras preocupaciones en mente. El uno desaparecerá entre las ruinas y la otra emergerá entre el lujo de un anodino mundo gobernado por bicicletas estáticas.
24.- En tránsito, de Christian Petzold
La siguiente entrega sobre este mal de nuestro tiempo (la desmemoria, catalizadora de las soluciones “mágicas” a problemas complejos) pasaría por la Marsella-Casablanca de este alemán aficionado a reseguir el rastro de la historia hasta la mismísima actualidad (Bárbara, The State I Am In).
Personajes a la espera de visados, un amor desesperado y una amenaza totalitaria acechando en cada esquina. ¿La novedad? Que nos transporte a los 40 sin querer hacer una película “de época”: las calles, la policía, la indefensión ante unas leyes de nuevo cuño y la amenaza de la deportación nos retrotraen a cualquier capital europea de 2018, superpoblada de desesperados a los que se les niega la ciudadanía, esa condición civilizadora de la que otrora estuvimos tan orgullosos.
23.- The Florida Project, de Sean Baker
En un motel de mala muerte en el cuarto o quinto anillo de las preferencias hoteleras en torno a Disneyland habita un ángel de la guardia llamado Willem Dafoe. Observador privilegiado de la aniquilación de la clase media norteamericana, no puede hacer otra cosa que levantar acta del progresivo abandono de los mayores y tratar de proteger, en la medida de sus fuerzas, a los inocentes.
No es la mejor película de Sean Baker (Starlet, Tangerine), pero es otra muestra de hermosura en la desolación, un modelo muy en boga para acercarse a realidades incómodas sin hacerlas particularmente insoportables para el espectador.
22.- Girl, de Lukas Dhont
Lo políticamente correcto no ha triunfado. Lo que va camino de triunfar es la estupidez, nada que ver con los eufemismos, el pavor al adjetivo y la hipocresía verbal. Por eso -y para variar- se agradecen películas sobre debates actuales tratados sin el buenismo y el paternalismo ético que a veces puede rayar en la insensatez.
Cambiar de sexo es un proceso largo, doloroso y traumatizante si el/la afectado-a no cuenta con algún asidero emocional de primer orden. Aquí existe un padre compresivo y un entorno familiar seguro. Y aún así, no es suficiente: el pulso que Lara vive con su propio cuerpo (perfectamente ilustrado por su empeño en dedicarse a la danza, a pesar de todas las laceraciones que ello comporte) corre paralelo al proceso de desconexión con su antiguo género.
Sencilla y sensible, pero brutal en sus conclusiones.
21.- Disobedience, de Sebastián Lelio
¿Contubernio lésbico en comunidad cerrada? Sí, desde luego. Pero el autor de Gloria o Una mujer fantástica enriquece aquí su galería de mujeres desesperadas con un triángulo absolutamente increible (un rabino en uno de los vértices, oiga usted) y un ánsia de libertad que trasciende barreras culturales y religiosas (a fin de cuentas, mentales todas).
Dos actrices en estado de gracia -y sí, con mucha química-, un Londres tan cercano y tan lejano y un mundo al que sólo le falta, para evitar tanta censura y tanto ostracismo predicado desde el púlpito, el coraje de dos mujeres sinceras y un hombre bueno.
20.- Zama, de Lucrecia Martel
Hubo corazones entre tinieblas antes de que Willard fuese a darle su merecido al monologuista más famoso de los setenta: el coronel Kurtz. Colaboradores necesarios en la forja de Imperios, funcionarios de ultramar que veían sus ambiciones rápidamente frustradas al llegar a tierra ignota, revestidos de una autoridad y de una responsabilidad que excedía ampliamente al monto de sus aptitudes.
Don Diego de Zama intenta ganarse los galones a la desesperada, tratando de hacerse acreedor de unos merecimientos en un país en el que a nadie le importa su odisea personal. El gran problema de Zama es que seguirá creyendo que “se lo merece”, incluso cuando a su alrededor ya sólo quede desolación y ánimo revanchista.
19.- Playground (Patio de recreo), de Bartosz M. Kowalski
La película más dura del año es esta crónica psicopática protagonizada por dos menores dispuestos a materializar su odio en quién tengan más a mano. ¿Quién acabará siendo la inopinada víctima? ¿Algún sufrido familiar, alguna compañera enamoradiza, algún santo inocente?
¿Circunstancias, un tiempo, un lugar? Kowalski ejerce de Haneke y nos pide que sigamos a nuestros matarifes en su despedida de curso, haciéndonos dolorosamente conscientes de que son dos depredadores al acecho. El desenlace -el plano fijo más terrorífico del lustro- no dejó a nadie indiferente.
18.- Bienvenida a Montparnasse, de Léonor Serraille
Uno de los personajes femeninos del año. Ingenua, venial, valiente. ¿Muy loca? Vale, sí, te lo concedo: también está muy loca.
Paula, a quién conocemos en mitad de una hecatombre amorosa, deberá de reinventarse a marchas forzadas. Ella, que creía tener la vida más o menos resuelta. Le tocará un baño de realismo: empezar a trabajar, rebajar sus expectativas y aprender a escuchar. Una ópera prima fresquísima que deja claro que habrá que seguir a la Serraille.
17.- Heartstone, corazones de piedra, de Guomundur Arnar Guomundsson
El despertar de la sexualidad propia (que siempre va bastante unida al despertar de la ajena, de aquellos que frecuentemos, de aquellos con los que coincidimos en el dichoso tránsito) se puede convertir en un laberinto de rechazos incomprensibles. Máxime si habitas en un mundo que se te antoja reducidísimo y donde el patrón mayoritario acaba convertido en sinónimo de “normalidad”.
En Islandia dos adolescentes intentarán sincerarse el uno con el otro, incapaces todavía de verbalizar sus preferencias. No lo van a tener particularmente fácil, pero lo que está claro es que tras este verano iniciático no volverán a darle la misma importancia a los juicios ajenos.
16.- Lucky, de John Carroll Lynch
Lucky es un homenaje a un actor que pareció huir siempre de papeles protagónicos: el carismático y peripatético Harry Dean Stanton. Uno tiene la sospecha (confirmable) de que Lucky es su alter ego, que apenas tuvo que hacer otra cosa que interpretarse a sí mismo en el ambiente y la geográfica que más añoraba.
De una simpleza muy de agradecer (con una absoluta falta de pretensiones, podría decirse), la ópera prima de John Carroll Lynch (ningún parentesco con David Lynch) es el homenaje de un actor de reparto a otro secundario emblemático. Un western más allá del crepúsculo, casi una égloga de tablas gimnásticas, caminatas lentas bajo el sol y últimas voluntades dictadas al ritmo de rancheras.
15.- Cold War, de Pawel Pawlikowski
Sí, sé que a muchos os ha dejado tan fríos como el título. Y que el final es imperfecto y facilón. Y que la supuesta odisea amorosa de sus protagonistas (por las calles de París o por las capitales de los países a la sombra del telón de acero) os pudo sonar a reclamo navideño de fragancia de Lancôme.
No niego la mayor. Pero es que Cold War es, principalmente y desde un punto de vista cinéfilo, un atracón estético de primer orden. Ese quizás sea el gran pecado de su realizador, que ya nos abrumó sobremanera en su anterior Ida: no permitir que ni uno solo de sus fotogramas respire imperfección, improvisación… ¿verdad?
Y aún así, tan hermosa.
14.- Call me by your name, de Luca Guadagnino
Empezamos por los ‘peros’. ¿Meliflua, más casta y pura que un episodio de La casa de la pradera? ¿Es el norteamericano un maltratador emocional de primer orden, jugando al ‘sí-pero-no’ hasta llevar al desquiciamiento a su joven pretendiente? Y los dos tan cultos, tan formidables, tan…
Lo que vosotros digáis. Pero esta seducción del efebo en entorno incomparable con referencias al clasicismo heleno, a la responsabilidad espiritual del conocimiento y a la proyección de nosotros (hasta de nuestro propio nombre) en aquél al que amamos… a mí me conquistó.
Y para siempre, ese discurso antimoralista del padre gentileza del ínclito adaptador James Ivory.
13.- El reverendo (First Reformed), de Paul Schrader
Schrader volvió, y lo hizó con un héroe a la altura de su leyenda: un curita pelín alcohólico con eco-crisis de conciencia.
¿Cómo puede reaccionar un consejero espiritual cuando descubre que ha perdido el ascendiente sobre la comunidad que le fue asignada? ¿Con quién contrajo la responsablidad máxima al ordenarse sacerdote: con Dios o con los hombres? ¿Puede implicarse de manera activa al descubrir que en realidad está en sus manos el poder cambiar las cosas?
La solución estaba ahí desde el principio, ángel caído… el amor, idiota, siempre es el amor.
12.- Elefantes, de Carlos Balbuena
Ha sido un año extraordinario para el cine español. No por lo que veréis premiado en los Goya, sino por cosas como Ana de día (Andrea Jaurrieta), Apuntes para una película de atracos (Elías León Siminiani), Dhogs (Andrés Goteira), La estación violenta (Anxos Fazáns) o Trinta Lumes (Diana Toucedo). Todas ellas comparten con Elefantes una triste circunstancia: os quieren hacer creer que no existieron.
Pero Elefantes, como Teruel, existe. Cine de autor más allá del cine de autor: radical en sus formas y moderno en su interpretación de un pasado que amenaza con enconamiento nuestro presente. No quiere ser una lección de historia ni una oda frentista: Elefantes propone rehacer un camino con la única intención de no tener que repetirlo nunca más.
11.- Infiltrado en el KKKlan, de Spike Lee
Spike Lee volvió batallador pero fino, muy fino. Con el envoltorio de una película de género setentera nos acabó colando una crítica de fondo a lo de casi siempre: sus Estados Unidos de América y la mítica búsqueda de… ¿grandeza?
Jugando con el eslógan que ha hecho famoso Donald Trump y salpicando el metraje de dolorosos paralelismos, Spike hace una película mucho más divertida que indignada. No, no es síntoma de flojera o conservadurismo. El de Atlanta ha madurado, sin renunciar a meterle un fenomenal gol al espectador más acomodaticio (aunque sea a manera de epílogo).
10.- A silent voice, de Naoko Yamada
La buena noticia del último lustro es que el anime se ha consolidado en nuestras carteleras. ¿Dije consolidado? Bueno, sin emocionarnos: le han dado derecho a una docena de estrenos -muchos de ellos reducidos, casi como “evento” antes de su lanzamiento en DVD-, suficiente para hacernos una idea -distorsionada y parcial- de lo más comercial estrenado cada año en el país nipón.
A silent voice vuelve a recordarnos que esto es cine para adultos. Y lo hace tratando el tema del bullying -y sus complejas consecuencias psicológicas, tanto para el afectado como para los despreocupados acosadores- con una dureza extraordinaria. Un trauma colectivo del que sólo se puede salir apelando al perdón… pero nunca al olvido.
9.- Yo, Tonya, de Graig Gillespie
La patinadora Tonya Harding la lió parda en el mundillo del hielo y las cuchillas hará cosa de dos décadas. La chica era muy competitiva, se le puso por delante Nancy Kerrigan y… pues claro, acabaron pasando cosas.
Graig Gillespie nos brinda el mejor biopic del año (y la película mejor montada del curso), apostando por el feísmo y el garrulismo militante. La red neck que quiso y pudo sobresalir en la más estilizada de las disciplinas deportivas fue víctima y verdugo, pasatiempo insustancial de una sociedad necesitada de héroes trastabillando y, sobretodo, de villanos en ciernes.
8.- Caras y lugares, JR y Agnès Varda
¿Que os acabó cargando el enrolladísimo de JR con sus gafas oscuras y su condescendencia cool? ¿Que qué hace Agnès Varda echándose a la carretera para rodar una versión francesa de “to er mundo é güeno”? Venga, venga, no seáis amargados.
Caras y lugares ha sido el chute positivo del año. Con chantajes emocionales, con artisteo mainstream del malo y todo lo que queráis, pero con una vitalidad y ganas de seguir trabajando (las de la Varda) que todo lo pueden. Y así, ejercitando la memoria, Agnès nos regala instantes mágicos, supervivientes heroicos, guiños a la eternidad y hasta un no-encuentro con el pitufo gruñón de la nouvelle vague.
7.- Braguino, de Clément Cogitore
En el top 10 se cuela por méritos propios este poema visual siberiano, este estudio antropológico del germen del odio, ese que inoculan a cualquier asentamiento humano seres temerosos de Dios, del Otro o de su propia sombra.
Por escaso que sea el número de integrantes de la comunidad, el mito no tardará en abrirse paso al calor de las noches inacabables. Unas leyes impuestas por la desconfianza y el miedo, redactadas o transmitidas de forma oral con el único cometido de perpetuar esa sensación de continua amenaza, de peligro indefinido que obliga a estar siempre alerta.
La teoría del shock, puesta al día en los confines del mundo.
6.- La fábrica de nada, de Pedro Pinho
Los portugueses se están especializando como juglares de la crisis, esa de la que les llevan asegurando hace ya algún tiempo que han salido. Si en 2015 Miguel Gomes nos legaba esa trilogía de la nausea que fue Las mil y una noches, ahora le toca a Pedro Pinho levantar acta del oprobio, la deslocalización y la patológica inacción de la izquierda europea.
Los obreros de una fábrica inician un ensayo de autogestión, tutelados por un director de cine que quizás quiera aprovechar su desgracia para filmar un “musical neorrealista” o un alegato a favor de los desposeídos. Todo cabe: desde coreografías entre máquinas retractiladoras a discusiones de sobremesa sobre los medios, los fines y el sempiterno desencanto.
Cine político que no insulta inteligencias. Es mucho.
5.- Roma, de Alfonso Cuarón
Las más “bonita” -¡traición!-, la más odiada. A la película de Cuarón le han encontrado pegas casi ecuménicas: que si se ha vendido a Netflix, que si es un hiperesteticista, que si está a favor de la explotación de las sirvientas y la deforestación del Amazonas…
Cinematográficamente hablando, la suya y la de su colega y confidente Pawlikowski (Cold War) son las dos muestras más desmesuradas de buena letra, pulcritud y voluntad de deslumbramiento continuado a través de la imagen.
¿Os parece indecorosa esta aspiración? ¿Os parece que se sirve de una gran tema para coleccionar postalitas sin un posicionamiento moral claro? Mon dieu, ¡que la guerra terminó! (y sí, la perdimos). Disfrutad del post-match, criaturas.
4.- Ready Player One, de Steven Spielberg
Spielberg ha vuelto este año con dos cintas excelentes: tanto este hito de la realidad ficción (como lo oís) como ese elogio de la libertad con barniz feminista titulado Los papeles del Pentágono.
Cabe recordar que este monumento a las nuevas formas de entretenimiento y a su importancia en la reformulación de la cultura popular (esa cuyo cetro conservó el cine durante casi un siglo de existencia) viene de la mano de un director de 72 años de edad. Alguien con la suficiente curiosidad como para volver a encandilar a un par de generaciones sin importarle la desubicación de sus contemporáneos (sí, os lo confirmo: sí sus excesos infograficos no hicieron más que marearos os estáis haciendo viejos).
El futuro cercano será bastante parecido al predicho en la novela homónima… o quizás sólo ocurra que ya no hay distopía que nos parezca inviable.
3.- Lazzaro feliz, de Alice Rohrwacher
Lazzaro feliz es un homenaje a aquella Italia que renacía a remolque del plan Marshall, con el éxodo obligado hacia las capitales donde moraban Rocco y sus hermanos, la Loren revolucionando la corrala y un cómico carismático en pos de pajaritos y pajarracos. Pero sobretodo es una parábola negrísima sobre la ausencia de figuras santificables, poseedoras de una bondad infinita que en realidad nunca superaron su función moralizante, repetitivo compendio de vidas ejemplares.
En definitiva, otra cuenta el el rosario del desencanto europeo, ese grito que se ha escuchado en 2018 desde Portugal, Polonia o Alemania.
2.- Burning, de Lee Chang-dong
La película-enigma del año: he escuchado tantas interpretaciones como espectadores atentos ha tenido. Una golosina para los que no necesitan de finales redondos y sobreexplicativos, un campo abierto a la experimentación en ese partido de tenis infinito emisor vs. receptor.
Un joven con ínfulas literarias, un pijo capitalino, una musa generosa. Un triángulo muy usual que deviene investigación criminal con cúmulo de pruebas circunstanciales y muchas ganas de vengarse del mundo. ¿Real, ficticio? ¿Dónde empieza la una y concluye la otra? ¿Cuales de los personajes son meras metáforas, símbolos manidos, construtos de un narrador omnisciente?
1.- El hilo invisible, de Paul Thomas Anderson
Un obsesivo-compulsivo. Una inocente letal. Una madre superiora. Alta locura y alta costura.
Paul Thomas Anderson filma una complejísima historia de amor a muchas bandas (la del hombre con su trabajo, la de la hermana con ese mismo hombre, la de la debutante con el mundo, la de todos con el hilo invisible de la muerte) llamada a incorporarse por derecho propio al canon de los romances poderosos y a contracorriente.
Lo que cuenta no deja de ser enfermizo, casi sórdido, pero lo hace con un recato decimonónico, con la clase infinita de un David Lean y el halo fantasmagórico del Hitchcock de Vértigo (De entre los muertos): ambos amantes están dispuestos a todo para transformar al otro en el ideal ansiado (el desdibujado recuerdo de la madre muerta; el hombre frágil y sensible que se entregue por entero a ella).
Y ambos, desde el principio, saben que no lo lograrán.
Molltes gràcies Jorge. M’he de posar al dia!!.
Espero recuperar alguns títols que no he vist de la teva selecció. D’acord amb tu amb el Fil invisible
Gracias a ti por leernos, Eva! Sí, este año teníamos claro lo de Paul Thomas Anderson… pero abundan las perlitas de esas que duraron 3 semanas en cartel. Buena repesca!